En la muerte de Robert Lowell
Robert Lowell, muerto a sus sesenta años, era sin duda en este momento el más importante y el más típico de los poetas de Estados Unidos. No es impertinente recordar su vida y estirpe, puesto que, a pesar de su juvenil afición al New Criticism -a la crítica que prescinde del contexto personal del texto-, Lowell escribió siempre en referencia a sí mismo, de modo más o menos oscuro. Robert Lowell era de una de las más aristocráticas dinastías de la vieja Boston, con genealogía enaltecida por ilustres personajes políticos, y también por una tía poetisa, Amy Lowell, que alrededor de 1920 fue cabeza del movimiento experimentalista Imagism. Es extraño, para nosotros, que la rebelión de Lowell contra la tradición puritana de su familia se expresara en forma de conversación al catolicismo, en 1940, cuando acababa su carrera, comenzada en la ilustre Harvard y concluída en un entonces oscuro college, Kenyon, donde John Crowe Ransom había puesto cátedra de poesía. También sorprende que después de intentar alistarse para la guerra, aunque su mediocre vista le dispensaba de ello, luego, en 1943, al ser llamado, se declarara «objetor de conciencia» católico, siendo encarcelado por ello. Más adelante, en la época de Vietnam, Lowell se señalaría como activista, rechazando una invitación del presidente Johnson a cenar en la Casa Blanca y tomando parte en marchas pacifistas violentamente aporreadas, para peligro de sus gafas. Mientras tanto, su polémico catolicismo derivaría a una suerte de agnosticismo nebuloso.No es anécdota inoportuna señalar la neurosis que con diversas alternativas aquejó al poeta a lo largo de su vida, llevándole a internarse voluntariamente de vez en cuando en sanatorios mentales. De hecho, es difícil decir si, en la tradición que arranca de T. S. Eliot y Ezra Pound, la poesía es catarsis curativa o empeoramiento de una tendencia neurótica; estos poetas tienen una expresión alienada, tortuosa, en que la claridad del estilo sirve para mayor oscurecimiento del tema. Ya W. H. Auden señaló agudamente que la diferencia entre el poeta clásico -por antonomasia, un Racine, por cierto traducido por Lowell- y el poeta actual -o sea, Pound-Eliot- Auden-Lowell-, es que aquél dice algo extraño, matizadísimo y único, con un estilo transparente.
El poeta de esta escuela, pues, es consciente de lo sicopático de su trabajo y su vida, y aún exhibe y compara su alienación con la de sus colegas. My psychiatrist can lick your psychiatrist, dice, en un verso, un personaje de John Berryman -otro poeta de esta línea, que se suicidó hace un par de años-: «Mi siquiatra puede zurrarle a tu siquiatra», como el niño que dice: «Mi papá le puede al tuyo.»
En términos literarios, esto implica una poesía «confesional», de exploración de sentimientos mediante un estilo hecho todo de alusiones culturales más difíciles aún que en un T. S. Eliot, pues en éste podemos -y aun quizá deberíamos- ignorar el origen de las citas y las referencias, porque así se aumenta la sugestión, mientras que en Lowell se echan de menos a veces unas buenas notas en pie de página. Otro aspecto que sorprende a un lector hispano es el rigor formal a que se sujetan tan atormentados ejercicios síquicos: es frecuente la rima bien cuidada y casi siempre rige el metro exacto, lo que hace que el ocasional verso. libre resulte perfectamente controlado.
Tal vez para percibir en estado puro el estilo -o, como se dice ahora, la «escritura»- de Lowell, lo mejor sea leer sus -llamémoslas- traducciones poéticas, no sólo el volumen titulado Imitations, sino algunas otras semitraducciones incluidas en su grueso libro de sonetos sin rima Notebook -por ejemplo, la rima de las golondrinas de Bécquer, deformada en el lecho de Procusto de esa forma, sería casi irreconocible si no fuera porque lleva a modo de título la palabra española Volverán...-. Lowell es un traductor poético extrañísimo: a cada paso desdeña el texto original para introducir una sofisticada ocurrencia, ajena al modelo, con lo que demuestra que lo usaba sólo como pretexto. Así, en comparación con el original -que lo mismo puede ser de Ronsard o de Baudelaire que de Pasternak- queda más en evidencia la peculiar marcha de la expresión en Lowell, y, por afinidad, aunque sin tanto talento, en otros numerosos poetas estadounidenses: el lenguaje, conversacional y casi humorístico, avanza fluidamente, dando por supuesto que el lector reconocerá las alusiones literarias utilizadas, pero hay casi siempre un quiebro brusco, un viraje que nos mete en una región, en una perspectiva que no esperábamos, y que difícilmente podemos entender, después de la expectación de claridad en que nos íbamos moviendo. Este constante desplazamiento desde lo coloquial, y aun lo chistoso, al hermetismo, no tiene paralelo en nuestras costumbres líricas (en catalán, hasta cierto punto, la poesía de Gabriel Ferrater ha sido la rama mediterránea de ese árbol anglonorteamericano Frost-Lowell). Seguramente acaba por invadirnos una vaga frustración: el poeta nos había seducido con su derroche de medios, de aciertos de tono, de ideas, de imágenes, de referencias, de formas bien redondeadas, pero a última hora se encierra dentro de su mente, en busca de algún raro sentimiento, alguna difícil ocurrencia que, altivamente, se niega a descifrar y aclarar. Para los poetas más jóvenes, el hechizo de este arte se ha mostrado irresistible -sobre todo ejercido en vivo, con la presencia física, con comentarios agudos entre lectura y lectura: y así vimos a Robert Lowell hace ahora cerca de diez años, en la Universidad de Virginia-. Pero el posible lector común se siente dejado fuera, como si no se deseara especialmente su entrada y su comunidad.
¿Un poeta alejandrino, como llamó E. R. Curtius a T. S. Eliot? ¿Un gran antipoeta? El tiempo lo dirá, ahora que ya la obra de Robert Lowell queda completa, redondeada y en el creciente alejamiento de la muerte.
Babelia
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