El ocaso del coche privado
Los escándalos en la industria automovilística y la protección del medio ambiente invitan a imaginar una ciudad distinta
Ese ingenio conocido como coche, gran protagonista del crecimiento urbano, de la libre movilidad y del estatus social, parece necesitado de una inspección en toda regla. La crisis del sector unida a la preocupación, cada vez más creciente, por su impacto medioambiental han hecho emerger propuestas inusitadas: coches de uso público compartido, propietarios de vehículos que ofertan a otros pasajeros compartir gastos en sus trayectos habituales, o automovilistas privados que se ofrecen como conductores a bajo precio. Estas nuevas prácticas ya están entre nosotros con nombres como carsharing, Blablacar o Uber, respectivamente.
A esto se añade el auge de la bicicleta como medio de transporte urbano. Su irrupción —peor o mejor señalizada— entre el tráfico rodado ha venido acompañada de subvenciones para promover su alquiler para trayectos en la ciudad. Todo esto dibuja un panorama en el que el coche privado podría ser visto no ya como un lujo, sino como un estorbo.
La idea de que se limite el uso del automóvil en las ciudades puede sonar tan increíble como imposible parecía hace dos décadas que el tabaco acabara siendo proscrito de los lugares públicos. Pero la ciudad sin coches ya está aquí. O mejor: siempre estuvo aquí, desde el principio. Hay ciudades que se construyeron en espacios situados en orografías de difícil acceso, tejidos con la densidad de una medina árabe, ciudades montaña, ciudades bastión, ciudades prohibidas, en las que nunca entraron los coches. También se erigieron ciudades aisladas o poblaciones de archipiélago que solo estaban comunicadas por mar; eran ciudades isla y ciudades mar. En esos lugares no existían el ruido, la polución y la peligrosidad inherentes al transporte en coche.
Se dibuja un panorama en el que el coche privado podría ser visto no ya como un lujo, sino como un estorbo
Imaginemos ahora una conurbación visible, real, contemporánea, donde, salvo en casos de necesidad, la población se mueva sin la ayuda de ninguna fuerza motora artificial. Un lugar donde la calle fuera en sí misma un medio de transporte, calles empedradas o canales como en Venecia.
Paradójicamente, el lugar de donde partió el narrador de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, es hoy, por increíble que parezca, modelo de futuro. Esta idea resulta impensable para los habitantes de una ciudad histórica invadida, mutilada por automóviles. También podría resultar un modelo utópico para los que habitan la ciudad del siglo XX, construida ya por y para el coche, y donde carecer de él puede casi relegarlo a uno a ciudadano de segunda clase.
Pero el ocaso del coche privado y su impacto es un asunto transdisciplinar. Sus beneficios en materia de salud, medio ambiente, energía o justicia social apenas dan lugar a discusión. Para que la ciudad sin coches sea algo real, solo falta resolver el factor económico, es decir, el impacto en el sector, pero no la viabilidad de la idea.
Tendemos a ver la ciudad como algo que se construye, cuando también es una sucesión de derrocamientos. Cuanto más exitosa, longeva y vital es una urbe, mayor es el número de transformaciones que ha experimentado. La restricción de aparcar vehículos de no residentes en el centro de Madrid, implementada por Manuela Carmena hace escasas semanas, puso de manifiesto que este tema de limitar el uso del coche en la ciudad no es algo visionario, complejo o de ciencia-ficción, sino que es más bien una cuestión de cambio de mentalidad.
El nacimiento de los Estados-nación derribó las murallas y el desarrollo industrial abrió zanjas de saneamiento, ahora llega el derrocamiento del vehículo privado en la ciudad. Se abre el tiempo de reflexión sobre ese nuevo espacio público.
Luis Feduchi es arquitecto y decano de la Facultad de Arquitectura en la Universidad Camilo José Cela. Colabora con la Humboldt Universität de Berlín.
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