A la caza de un tesoro marino
Embarcamos con hombres que se lanzan a perseguir estos días el skrei, el rey de los bacalaos. Esta es la historia de los pescadores que faenan en las turbulentas aguas del Ártico al borde de las islas Lofoten, al norte de Noruega
Al pequeño puerto pesquero de Grunnfarnes se llega por una sinuosa carretera convertida esta gélida madrugada en una pista de patinaje sobre hielo que discurre al borde de un fiordo occidental de Senja, una isla de casi 8.000 habitantes en aguas del archipiélago de las Lofoten, al norte de Noruega. La nieve cae a plomo a diez grados bajo cero y el viento arrecia como si todos los infiernos estuvieran a punto de desatarse en plena noche. El pequeño cascarón de hierro capitaneado por Trond Dalgard, de 51 años y pescador desde los 15, escupe gasoil con el motor al ralentí, amarrado a un muelle y listo para salir a faenar. Ojos azules como el Ártico que ruge salvaje al otro lado del espigón, Trond ultima la maniobra de desamarre con ayuda de Yom-Gunnar Johansen, de 68 años, mecánico de formación, marinero de profesión y toda una vida dedicada a este oficio. Último aviso del patrón antes de zarpar a las cinco de la madrugada: “Hay demasiado viento ahí fuera. La cosa va a estar movida”.
Trond Dalgard es un hombre corpulento, de cara rechoncha, sonrisa bonachona y pómulos enrojecidos por el frío. Ha capitaneado otros barcos de mayor eslora que este, bautizado con su apellido cuando lo compró por 1.500.000 coronas (unos 170.000 euros). Lideró durante varios lustros tripulaciones más numerosas, pero el año pasado concluyó que a estas alturas de su vida le compensa gestionar una embarcación de menor tamaño en la que operar con la única ayuda de un marinero. También ha tenido un concesionario de coches y otros negocios. “Pero lo dejé todo por estar aquí porque amo la pesca”. Trond suelta amarras y toma asiento en la minúscula cabina de esta estrecha nave de apenas diez metros que se adentra, bamboleante y a oscuras, en mar abierto. Yom, el marinero parco en palabras, con rostro agrietado, barba de vikingo, nariz aguileña y pitillo de liar pegado a los labios, prepara café escaleras abajo en el hornillo del saloncito de proa. El silencio parece el principal aliado de estos dos hombres. Saben bien lo que tienen que hacer sin necesidad de palabras. Ayer volvieron a tierra firme con las bodegas rebosantes de dos toneladas de skrei, el pata negra de los bacalaos. “Esperamos haber cosechado 65 toneladas cuando acabe la temporada”, dice el patrón en perfecto inglés. “También participamos en la temporada del fletán en septiembre, pero nuestra obsesión es el bacalao fresco de invierno”.
Trond y Yom comparten la misma rutina diaria desde principios de año, cuando arranca la época de pesca de esta especie oriunda del norte de Noruega, que se prolonga hasta finales de abril. Los dos se levantan soñando con peces a las tres y pico de la madrugada para conducir hasta el puerto de Grunnfarnes durante hora y media desde sus casas en la localidad de Finnsnes, 4.300 habitantes, al otro lado del puente que conecta un extremo oriental de la isla de Senja con el resto del país. Tras baldear la cubierta y organizar los grandes cajones de almacenaje en las bodegas, a eso de las cinco suelen estar listos para partir. Nueve millas náuticas al norte del puerto de Grunnfarnes está el waypoint del GPS que marca el banco donde soltaron ayer sus redes y al que hoy tardarán hora y media en llegar bajo un cielo oscuro como boca de lobo.
Los marineros degüellan los bacalaos y los lanzan a una pileta donde agonizan en un baño de sangre
Para entonces el barco se ha convertido en un tentetieso sobre el desapacible oleaje. Listos para el primer lance de la jornada, Trond y Yom dejan la nave al pairo con el motor en punto muerto y se enfundan sus trajes de aguas color ámbar. El patrón se frota las manos mientras el marinero iza el extremo de la red con ayuda de un bichero. El viejo motor de un molinete va subiendo lentamente, crac, crac, crac, todavía de noche y bajo la luz de un potente foco que ilumina la cubierta, los bacalaos atrapados en las redes de color azul. Todo se convierte a partir de ahora en un proceso rutinario y sangriento.
Las presas, de un brillante color verde grisáceo, algunas de más de un metro de longitud y unos 15 kilos de peso, van pasando con cada nueva subida de red, al ritmo que marca el molinete, por un estrecho carril de acero inoxidable que desemboca en una pileta llena de agua de mar. Las cuatro manos, curtidas y expertas, liberan violentamente a los pescados de las redes y los degüellan uno tras otro con certeros tajos de machete en la aorta antes de lanzarlos al pilón central, donde agonizan con furia dando cabezazos, chapoteando en un baño de sangre. Un sacrificio que resulta de capital importancia para garantizar la frescura de una carne que será empaquetada para su exportación inminente durante las próximas horas.
Los dos hombres se entregan en sepulcral silencio a la faena mientras el cascarón de hierro da bandazos de un lado a otro con cada nuevo embate de la marejada, bajo corrientes de incesante viento glacial que cala los huesos y un espeso aroma de efluvios de gasoil mezclados con el fuerte olor de los bacalaos desangrándose. Patrón y marinero lanzan machetazos a diestro y siniestro hasta que las piletas rebosan y toca trasladar la mercancía a los cajones de las bodegas. A lo lejos, las primeras luces del día iluminan suavemente las ancestrales montañas nevadas que coronan las islas Lofoten. Un exuberante paisaje de fiordos y picos de más de mil metros de altitud al borde del mar da forma al perfil de este archipiélago enclavado por encima del Círculo Polar Ártico, entre los paralelos 67 y 68 de latitud Norte.
Aquí nacen y aquí regresan para desovar a principios de cada año los skrei. Hombres humildes, pero recios y orgullosos de su oficio, los persiguen hasta darles caza por las inmediaciones de las Lofoten. Estos bacalaos que suben ahora a cubierta para encontrarse con la muerte han recorrido un largo viaje que arrancó más de mil kilómetros hacia el Norte, en el mar de Barents, que alberga los mayores bancos durante el año. Su alimentación a base de capelán, arenque y espadín determina su sabor. La dura travesía desde el mar de Barents hasta aquí, sorteando oleajes gélidos y turbulentos, les otorga la textura fibrosa de su carne, más blanca y menos grasienta que la del resto de sus congéneres. Su musculatura y la carga de huevas que portan tras alcanzar su madurez sexual, entre los dos y los seis años, les convierte en skrei, palabra noruega que significa “nómada” y constituye una denominación de origen de la que viven, junto a la cría y exportación del salmón, buena parte de los 25.000 habitantes de las islas Lofoten. Las capturas de este tesoro pesquero están tasadas por una cuota de medio millón de toneladas por temporada, de las que 65 corresponden este año por derecho propio al barco de Trond Dalgard. Cuando termine de cosechar tal cantidad a finales de abril, este patrón espera haber recaudado un total de 600.000 coronas (67.000 euros). “De ahí descontamos la mitad para los impuestos y gastos del barco”, dice Trond. “Y el resto lo repartimos Yom y yo”.
Hacia la una de la tarde sus redes han dado de sí todo lo que podían. Las bodegas albergan una tonelada y media de mercancía, media menos que la jornada anterior. Los pescadores vuelven a puerto con cara de póquer, cruzándose con otros colegas que aún seguirán unas horas más batiéndose el cobre. Tienen licencia para hacerlo hasta antes de las ocho de la tarde de cada día para no alargar el proceso de envasado en tierra. La exportación de skrei se lleva a cabo durante las doce horas siguientes a su captura, y cada segundo cuenta. Las gaviotas hambrientas siguen la estela del barco de Trond mientras Yom, el marinero silencioso, les tira por la borda algún resto que ha quedado por la cubierta después del trasvase hacia las bodegas. Yom enciende el pitillo que lleva siempre pegado a los labios y contempla con sus ojos tristes las montañas nevadas de la costa. No puede imaginar una vida mejor que esta. Y vive bien de su oficio. Por eso no entiende que ni el hijo ni las dos hijas del patrón no vayan a seguir los pasos del padre. “Los jóvenes de hoy no quieren pescar”, tiene por toda explicación. Y lanza otro pedazo de carne con furia hacia la manada de gaviotas hambrientas.
Los jóvenes de hoy no quieren pescar”, dice el veterano marinero Yom-Gunnar Johansen
Al llegar a puerto, la cuadrilla de Jorgen Pedersen, de 41 años y encargado de la principal planta procesadora del puerto de Grunnfarnes donde se manufacturan durante la temporada 25 toneladas diarias de bacalao, descarga la mercancía almacenada en las bodegas del barco de Trond. A cambio, el patrón recibe un papel donde se acredita que se embolsará en su cuenta corriente 23.000 coronas (2.600 euros). Solo 254 kilos de las capturas que Trond ha cosechado hoy serán etiquetados como auténtico skrei tras pasar unos controles de calidad en esta planta donde se separa el tronco de los hígados, las huevas y la cabeza para su comercialización por separado. El anciano padre de Jorgen, el jefe de todo esto, corta a la intemperie, bajo los copos de nieve, las lenguas de las cabezas despiezadas, una actividad normalmente reservada a los niños en las islas Lofoten, para su posterior venta, que también llevan a cabo los más jóvenes. Pero hoy es día de colegio y la chavalería brilla aquí por su ausencia. La hija única del capataz Jorgen tampoco quiere seguir sus pasos. Mientras baldea los restos que han quedado esparcidos por el suelo, el padre dice: “Me temo que a ella le gustaría dedicarse a algo más exótico”.
A pesar de las aparentes reticencias de los más jóvenes, el bacalao salvaje está estrechamente ligado a la historia de Noruega. Cuenta la leyenda que incluso permitió la supervivencia del hombre por las inmediaciones de estas islas Lofoten hace 6.000 años, en el extremo más meridional del océano Ártico. Los vikingos ya realizaban la captura estacional del skrei, y en el siglo XII cada pescador quedó sujeto al pago de un tributo de cinco ejemplares al rey Oystein I Magnusson. El monarca ordenó a cambio construir una iglesia y cabañas para los trabajadores del mar en una de las pequeñas localidades de las Lofoten. Estos pescados se convirtieron en el primer producto de exportación del país escandinavo y hoy sigue constituyendo una de las joyas de la corona en este archipiélago al norte del país, repartido a lo largo de 2.000 islas e islotes abiertos a los fiordos que ocupan 1.200 kilómetros cuadrados y están conectados a través de puentes y túneles submarinos. Solo hace falta desplazarse hasta la pequeña localidad de Husoya, al norte de la isla de Senja, para comprobar el vigor de la industria local.
Husoya es una minúscula península con un puerto pesquero en medio de un fiordo abierto al océano que conecta por carretera a través de un estrecho puente. Los más viejos del lugar aseguran que aquí naufragó hace mucho tiempo un barco tripulado por españoles. Lo cierto es que algunos de los 400 habitantes de Husoya tienen el cabello negro como el tizón y muchos de ellos practican la costumbre de entregarse tras el almuerzo a un asunto al que llaman, literalmente, “siesta”. Aquí también se encuentra una de las principales plantas de procesado de pescado de Noruega. Podría decirse que todo el pueblo está vinculado de una u otra forma con la industria, ya sea en mar abierto o en tierra firme. Hasta sus calles nevadas huelen estos días a bacalao fresco.
Los 8.000 metros cuadrados que ocupa la planta de procesado de los hermanos Karlsen rigen los designios de Husoya. Al frente de ella está Rita Karlsen, nieta del fundador de la compañía. Rita es una mujer de 45 años con una fuerte personalidad, baja estatura y cabello negro cortado a la taza. Entre febrero y abril, durante la temporada alta del bacalao salvaje, tiene a su cargo 160 empleados que se afanan en el procesado y envase para la exportación de hasta 200 toneladas de skrei. “También gestionamos durante todo el año hasta 8.000 toneladas de salmón de granja”, explica Rita. “Con todas estas actividades, el año pasado nuestro grupo facturó 62 millones de euros”.
En un hangar de la factoría encharcado de sangre, cuatro adolescentes armados con cuchillos rebanan lenguas de skrei pasada la una y media de la tarde. Siguiendo la tradición local, los muchachos ajustan con asombrosa destreza las cabezas sobre lanzas perpendiculares al suelo para descuartizarlas con precisión de matarifes. Elías, de 14 años, fiero con el machete, asegura: “Estoy aquí para hacer dinero. Puedo llegar a sacar 1.000 coronas limpias en una jornada (más de 100 euros). Normalmente venimos los sábados y domingos durante la temporada, pero hoy nos han dado la tarde libre en la escuela. Mi madre es profesora, y mi padre, pescador. De mayor me gustaría seguir los pasos de mi padre”. Al lado de Elías, la dulce Tiril, de 13 años, no se queda atrás en el manejo de la puntilla. Es hija de un pescador y un ama de casa. Y la última vez que vino a cortar lenguas también sacó más de 100 euros para sus gastos. Es la manera de implicar a los noruegos en esta industria desde la infancia.
A las afueras de la factoría de los hermanos Karlsen, una extraña pareja merodea por los muelles del puerto de Husoya. Son dos hombres de mediana edad vestidos con un uniforme negro y botas militares. Se llaman Charles y Jan-Erik y son dos agentes de la Patrulla del Skrei, denominación oficial de un departamento dependiente de la asociación de pescadores noruegos con licencia para ejercer como sheriffs del bacalao de invierno con denominación de origen en las islas Lofoten. Como explica Charles, su labor consiste en “velar por la calidad del skrei que llega a un restaurante de San Sebastián con dos estrellas Michelin”.
Pueden presentarse en cualquier compañía y ordenar la apertura de cajas con mercancía lista para su transporte. El radio de acción de estos funcionarios públicos se extiende desde las plantas de procesado hasta puntos principales de exportación como Alemania, de donde salen las principales partidas de abastecimiento de este producto por carretera hacia el resto de Europa. Jan-Erik, el más sigiloso de los dos agentes, no vaciló un segundo en arrebatarle hace unas semanas la licencia para usar el sello del skrei a una importante planta exportadora del país. “Lo hice, sencillamente, porque no cumplía los requisitos para comercializarlo como tal. En los muchos controles que desarrollamos, vigilamos que la temperatura de envasado se mantenga por debajo de los 4 grados y que la carne sea realmente fresca, tanto por su aspecto como por su olor, y que no haya rastros de sangre”. Charles, el otro agente de esta patrulla, defiende su trabajo sintetizando de este modo el empeño estatal por la defensa de una industria pesquera de calidad: “El petróleo desaparecerá un día de Noruega, pero el bacalao vivirá siempre”.
Una declaración de intenciones que parece grabada a fuego en muchos de los cinco millones de habitantes de este boyante país escandinavo, con una renta per capita de 73.000 euros, que ocupa el tercer puesto entre los mayores exportadores de crudo del planeta, tras Rusia y Arabia Saudí. Hace tiempo que Noruega dejó de jugar sus únicas cartas a la industria del petróleo, hoy rendida a la inestabilidad por la caída vertiginosa de su precio en el mercado global. Este país ocupa el segundo lugar entre los exportadores mundiales de pesca marítima, después de China. El sector mantiene un sistema de pago por las capturas garantizadas mediante las cofradías, de manera que toda compra de primera mano de recursos marinos salvajes ha de tener lugar a través de alguna de las seis organizaciones de venta pesquera que operan en Noruega. Cuando las plantas procesadoras compran la mercancía recién llegada a puerto, la abonan a dichas entidades, que a su vez liquidan automáticamente las capturas a los pescadores en sus cuentas bancarias, garantizando su salario con independencia de los posibles vaivenes financieros que sufran las compañías compradoras. La ministra del ramo del Gobierno conservador, Elisabeth Aspaker, asegura que las exportaciones de pescado noruego alcanzaron los 7.300 millones de euros en 2014. “Somos conscientes desde hace mucho de que la actividad petrolera acabará en Noruega y hay planes para reajustarnos tras una economía basada en el crudo. La industria pesquera tiene potencial para convertirse en uno de nuestros principales puntales”.
Frente a una política pesquera común para la Unión Europea (UE) que no ha logrado erradicar el grave problema de la sobrepesca, la ministra de Noruega, país no miembro de la UE, asegura: “Todas las especies principales en nuestras aguas están reguladas mediante cuotas basadas en escalas científicas. La mayoría de las existencias se comparten con otros países, y la cuota total y la nacional se negocian con los Gobiernos involucrados. Nuestro reto está en que la sostenibilidad económica ha sido ignorada durante demasiado tiempo. Muchos negocios alrededor de la costa están en apuros por la falta de rentabilidad, y la tendencia ha sido negativa durante demasiado tiempo. Mientras el 95% de nuestro pescado se exporte, resulta vital mantener la competitividad en el mercado internacional”.
Desde el Consejo de Pesca de Noruega, el otro gran organismo local de control del sector, aseguran que “de una exportación total de 2,7 millones de toneladas, 8.000 toneladas corresponden al skrei”. El año pasado llegaron hasta España 2.984 toneladas de esta especie entre enero y abril, según la sede madrileña del Consejo de Productos del Mar de Noruega, que auspicia este viaje. Este mismo organismo aclara que hasta las Lofoten también llegan embarcaciones con bandera española que pueden capturar 2.700 toneladas durante la temporada. Hasta aquí también recalan naves con base en otros puertos noruegos que compran cuota pesquera del skrei durante la temporada. Es el caso de André Vikan, patrón de 44 años, cabello rubio y barba de una semana, que tiene licencia para cosechar 200 toneladas. Poco antes de las seis de la mañana, sale cada día a faenar con su hermano Karl y su amigo Erik. Ambos rondan también la cuarentena. Oriundos de la pequeña isla Froya, al sur de Noruega, los tres zarpan del puerto de Gryllefjord a bordo del Froymann, un barco panzudo y estable de 15 metros cuyo nombre significa “los hombres de Froya”.
Rumbo al noroeste, el Froymann zumba a toda máquina con los 400 caballos de sus motores batiendo espuma en un mar hoy quieto como un plato que empieza a desperezarse. Ocho millas náuticas más tarde, André y sus hombres alcanzan la primera de las redes que tiraron anoche en un banco de skrei. Cada tarde durante estos días, regresan a puerto con dos toneladas en sus bodegas. Tras descargar la mercancía y rellenar el papeleo burocrático, duermen en los mullidos camastros del Froymann amarrado a puerto. El patrón está casado y tiene un hijo de 15 años y una hija de 18, que a veces le ha acompañado en sus travesías. “Hace diez años, este oficio lograba reclutar a más gente joven, pero me temo que en las familias modernas no está bien visto”, explica André con una mano al timón.
André es pescador desde los 16 y ha perdido a más de un compañero en algún naufragio. En su pueblo tiene dos barcos además de este y sus dos hermanos trabajan con él. “Antes, un pescador era lo más parecido a un héroe. Hoy noto que ese prestigio ha desaparecido. En mi caso creo que es porque los hijos de nuestra sociedad manejan mucho dinero. Y eso que algunos jóvenes podrían llegar a embolsarse hasta 600 euros por un fin de semana de trabajo, pero no quieren venir hasta aquí. Creo que dentro de diez o veinte años los barcos serán muchos más grandes y las tripulaciones estarán mayoritariamente compuestas por extranjeros”.
Donde ya resulta fácil encontrarse con cuadrillas de otras nacionalidades es en los muelles. Cuando André regrese horas más tarde a tierra firme, un grupo de hombres y mujeres venidos de Lituania saldrán de una planta de procesado del puerto de Gryllefjord tras terminar su jornada. Karolis, lituano de 40 años, dirá que está a cargo de la formación y que los trae aquí hasta el fin de la temporada del bacalao de invierno. “Estas personas volverán a casa con 2.200 euros cuando acabe todo en abril. A pesar de la dureza del clima y de las largas jornadas, es un buen dinero si tenemos en cuenta que las cosas no van muy bien en Lituania”.
Poco antes de las siete de la mañana, con la luna rozando los picos de la isla de Senja, André sale a cubierta del Froymann con su hermano Karl y su amigo Erik para repetir el mismo ritual que dos días atrás ejecutaban en aguas mucho más turbulentas Trond Dalgard y el viejo marinero de ojos tristes Yom-Gunnar Johansen. La diferencia en este barco es que “aquí se habla de fútbol, de mujeres, de todo” mientras se faena. André, el patrón, suele descansar de este trasiego durante tres semanas al año. Entonces, aprovecha para instalarse con su familia en la localidad costera española de Benidorm. Le gusta lo que hace, pero tampoco pretende pasar toda su vida embarcado. El año pasado facturó 500.000 euros con todas las temporadas de pesca que cubrió, “a lo que hay que descontar los impuestos, que rondan el 40%, y el reparto de ganancias con la tripulación”.
Al caer la tarde, el patrón y sus marineros han cosechado cuatro toneladas de bacalaos. Suficiente por hoy. El Froymann regresa a puerto con las bodegas bien repletas. Sobre la cubierta yace el cadáver de un delfín que quedó atrapado en las redes. Durante la travesía se divisa por la proa una ballena que asoma su cola majestuosa. Tras contemplar en silencio la escena, André, que además de pescador es cazador, asegura que no le gustaría arponear a ese cetáceo que campa a sus anchas por las inmediaciones de los fiordos de las islas Lofoten. Aferrado al timón de su barco, el patrón concluye: “Hay animales a los que cuando miras a los ojos sientes que hay algo que nos une a ellos”.
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