Los colombianos llegan a las urnas con una confianza muy baja en su democracia
Un 85% se fía poco o nada de las instituciones electorales y un cuarto de los colombianos ha perdido la fe en el voto como el mejor sistema. La izquierda, los jóvenes y los estratos bajos, los grupos más desafectos.
Toda democracia se basa en un acuerdo: los gobernados aceptan serlo a cambio de que los gobernantes resuelvan problemas y tomen decisiones que implican conflictos de intereses. Si no hay soluciones, o si las decisiones siempre caen del mismo lado (si siempre salen perdiendo los mismos), el acuerdo se quiebra. La primera víctima de la ruptura son los propios representantes. Pero si la falta de respuesta es continuada, las siguientes víctimas serán plataformas que los sostienen (los partidos). Y, si lo sigue siendo, a continuación la mira de los gobernados se posará en las instituciones esenciales y su funcionamiento. Por último, en caso que la erosión sea lo suficientemente intensa y sostenida en el tiempo, la propia idea de democracia acabará por caer. La insatisfacción de la ciudadanía colombiana ya se ha cobrado a las dos primeras víctimas (políticos y partidos tradicionales), y ahora va por el tercer nivel.
Así, aunque la valoración media de la democracia como sistema sigue siendo más positiva que negativa, la insatisfacción con su funcionamiento en el país no podría ser más profunda. No es solo que el 80% se describa como poco o nada satisfecho, es que este descontento es casi transversal. Los grupos con una visión menos negativa son los ubicados a la derecha del espectro ideológico, tal vez no por casualidad: esta es la ideología del Gobierno saliente, y también se percibe como un hecho que la izquierda no ha gobernado el país en sus 200 años de independencia. Pero fuera de este grupo, que representa menos de 1 de cada 5 colombianos, nadie está satisfecho: ni los estratos socioeconómicos altos (27% lo está “bastante” o “mucho”), ni las personas de más de 55 años (26%). Las cifras se vuelven ínfimas entre los jóvenes (11%), las mujeres (16%), y los estratos bajos (16%), según una encuesta de 40db para EL PAÍS.
La confianza en la institución operativa clave para la democracia, la que se encarga de las elecciones, es incluso más baja. Solo un 10% le otorga “mucha” o “bastante”. Aquí, con la salvedad del efecto ideológico, la desconfianza es más transversal.
Ahora bien, todo esto no se traslada por completo a la valoración abstracta de la democracia como sistema. Para una clara mayoría del 67% no hay ninguna alternativa mejor. Lo que sí resulta preocupante es que las divisiones por sexo, edad, estrato y posición ideológica observadas respecto a las instituciones específicas se reproduzcan tal cual en la apreciación general: jóvenes, de izquierda, menor estrato y hombres tienen más dudas sistémicas.
También resulta preocupante que la tendencia haya ido a peor, con dos excepciones en 2014 y 2018 afectadas por la coyuntura electoral, los colombianos han ido reduciendo su grado de acuerdo con la idea de que la democracia es un sistema superior a sus rivales. Esta erosión es más profunda desde 2012.
Colombia se convierte así, junto a Perú, en uno de los países de la región americana que presenta un desapego sistémico mayor del que cabría predecir por la calidad de sus libertades sobre el papel. Normalmente, a mayor restricción existe en las normas y las instituciones, menos confía el electorado en la superioridad democrática. Pero en el caso colombiano, como en el peruano, esta negatividad queda por encima de lo observado en países con calidades institucionales similares (Paraguay, Bolivia, Brasil, Ecuador, República Dominicana).
Esta brecha está probablemente llena de percepciones de falta de respuesta, de ruptura del acuerdo básico entre gobernantes y gobernados.
Otra señal de cómo la desafección está destruyendo las defensas institucionales de Colombia está en la tendencia de tres indicadores: el orgullo, e incluso la petición de apoyo, para el sistema político han caído desde 2008-2010 (con un pico excepcional en 2018 debido a la fecha electoral, que remitió rápidamente). Pero se ha mantenido, e incluso ha aumentado muy ligeramente, la idea de respeto por las instituciones.
Esta diferencia refuerza la idea de que la erosión aún no ha penetrado completamente en la fe sobre la democracia y sus instituciones esenciales. Ha afectado dramáticamente a líderes, plataformas, e incluso a la primera línea institucional (mecanismos electorales, satisfacción coyuntural con la democracia). Y se ha empezado a filtrar a través de los sectores menos reconocidos en las decisiones y procesos actuales. Pero no ha destrozado los cimientos. No todavía, al menos. La tolerancia por un golpe del poder ejecutivo sobre el resto justificado a través de una corrupción excesiva, un indicador práctico de la abstracción del respeto por la democracia como mejor sistema de gobierno, había descendido en 2018, pero ha repuntado una vez más en 2021, sin llegar, eso sí, a niveles vistos en el pasado reciente.
Una ciudadanía profundamente insatisfecha con la manera en que los gobernantes sostienen su parte del pacto democrático ofrece la oportunidad perfecta para que llegue alguien a proponer su ruptura. Bien sea un recién llegado que promete una democracia realmente sensible a las demandas públicas, o las élites reinantes jurando salvación ante una nueva amenaza. Y aquí viene la paradoja, un pacto incumplido necesita ser reformado, pero en su reforma se encierra el peligro de incrementar la erosión si, una vez más, no se cumple con las expectativas existentes.
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