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La postulación política de Javier Milei excede notoriamente la escena frustrante de cualquier segunda vuelta sin mayores esperanzas
No es la primera vez (y habrá que resignarse a la posibilidad de que tampoco sea la última) que la segunda vuelta en una elección presidencial nos deja a los argentinos ante una alternativa para muchos insatisfactoria: uno y otro candidato, de los dos que hay para elegir, y no porque sean “lo mismo”, resultan decepcionantes: discrepamos de sus ideologías (o de s...
No es la primera vez (y habrá que resignarse a la posibilidad de que tampoco sea la última) que la segunda vuelta en una elección presidencial nos deja a los argentinos ante una alternativa para muchos insatisfactoria: uno y otro candidato, de los dos que hay para elegir, y no porque sean “lo mismo”, resultan decepcionantes: discrepamos de sus ideologías (o de su pretensión de no tenerla), sus propuestas nos resultan tan magras como desconfiables, nos dan sólo desesperanza, no los querríamos votar. Ocurrió, por lo pronto, en 2015: de un sector declaradamente progresista surgió la candidatura de un político más bien conservador (pero entonces qué quedaba por hacer, con ese progresismo, sino revisarlo a conciencia); y de un sector que bastardeaba a golpes de frivolidad las nociones de revolución o de cambio, surgió previsiblemente un candidato netamente conservador (que fue el que terminaría ganando la elección y gobernando durante cuatro años el país, para mal de muchos).
En instancias de esa índole, se abren dos criterios para quienes deben afrontar la elección desolados desde el vamos: el criterio del mal menor (pues aun entre dos calamidades cabe siempre considerar que una puede ser peor que la otra) y la opción del voto en blanco (que es un voto y es elección, no es abstención ni es prescindencia; es la manifestación expresa de un descontento de elector, o en todo caso lo que Roland Barthes asignaba a la condición de “lo neutro”: puesta en cuestión, desde su condición de tal, de una dicotomía determinada).
La segunda vuelta que nos espera el domingo 19, sin embargo, no es exactamente así. Podría serlo por el lado de Sergio Massa, actual ministro de economía, en las insuficiencias que no pocos le asignan sin precisar para eso honduras. Pero no lo es por el lado de Javier Milei. Lo que la postulación de Javier Milei apareja no es solamente un proyecto político con el que se pueda discordar y al que se quiera contrarrestar con los votos; más allá de eso, lo que Javier Milei jaquea son las premisas y los fundamentos del orden político del que, pese a todo, participa. Es extremadamente violento, no controla su agresividad o la controla con demasiado esfuerzo; maneja un credo economicista monocorde al que da no obstante por absoluto y lo faculta a denigrar cualquier otra visión que se tenga (humilló a gritos a una periodista, durante una conferencia de prensa, porque osó preguntarle por Keynes, cuya sola mención lo desencaja hasta la furia).
Victoria Villarruel, quien integra la fórmula con él como candidata a la vicepresidencia, reivindica abiertamente a los criminales que perpetraron el terrorismo de Estado durante la última dictadura militar, y el propio Milei, en un debate entre candidatos, relativizó esos hechos reproduciendo exactamente los términos a los que apelaron los propios represores durante el juicio en el que, en 1985, se los juzgó y se los condenó. Y es que Milei, receloso del Estado en grado máximo cuando se trata de gestión pública o de políticas sociales (se ha pronunciado expresamente en contra de la justicia social), resulta ser un fervoroso adepto del aparato del Estado cuando de funciones represivas se trata. A eso adhiere, y con vehemencia, y se ha rodeado de figuras siniestras, no del todo solapadas. De la salud pública y de la educación pública, dos de las pocas cosas que en la enrevesada historia argentina pueden ser motivo de orgullo, se ha mostrado también adverso. Contrario a los derechos, como se declaró, incluidos el del acceso a la salud o el del acceso a la educación, simplemente las detesta.
Queda claro que el fenómeno Milei (por algo, al referirse a él, suele aflorar la palabra fenómeno) forma parte de una tendencia global que incluye tan luego a figuras como Donald Trump o como Jair Bolsonaro: heterodoxos y muy reaccionarios. Sin pretensión de postular alguna clase de especialidad argentina, creo pertinente mencionar, dentro de esa tendencia global, algunas peculiaridades que exhibe Javier Milei. De entre varias disponibles, elijo puntualizar que este candidato a la presidencia de la nación asegura hablar con su perro Conan, al que oye y le contesta y al que toma por asesor. Quisiera agregar, porque lo creo relevante, que Conan murió hace ya varios años, que Javier Milei lo clonó y considera en consecuencia que sigue ahí, siempre con él.
La postulación política de Javier Milei, y el considerable grado de adhesión que ha obtenido, exceden notoriamente la escena frustrante de cualquier balotaje sin mayores esperanzas, como puede haber ocurrido o podrá llegar a ocurrir otras veces, para aquellos que descreen de los dos candidatos a elegir. Javier Milei pone en problemas a la propia democracia. Disruptivo, pero retrógrado, lejos está de abrir con eso la opción de una transformación política posible mediante una discusión eventual sobre el tipo de democracia que tenemos o que queremos. Su violencia destemplada augura un tipo de destructividad más bien proclive a agotarse en sí misma, como cuando en un programa de televisión le acercaron una maqueta del Banco Central y él procedió a romperla a palazos limpios (repitió en otras ocasiones el show del desaforado).
Esta idea de destrucción, la que se resuelve en descarga pura, puede comprensiblemente atraer a los muchos que en la Argentina se encuentran largamente hastiados, agobiados, incluso desesperados, abrumados por condiciones aflictivas de las que Sergio Massa es en buena parte responsable. A esa forma de adhesión puede que se agreguen otras: la de quienes se ven fascinados con los desquicios de Javier Milei, resueltos en el magnetismo personal de un líder de carácter populista, o la de quienes lisa y llanamente comparten su misoginia ostensible, su rechazo del derecho al aborto, su vituperación del Papa, su apego a la represión estatal, su marcada inclinación a la violencia.
El tenor de la violencia circulante en la sociedad ha subido considerablemente de grado en los últimos tiempos, en especial si se tiene en cuenta la expansión y la naturalización de las prácticas de denigración y hostigamiento verbal imperantes en las redes sociales (hay insultos que azuzan debates, pero hay insultos que los frustran y los impiden; no impiden tan sólo los consensos y los entendimientos, sino también las disputas, las discusiones). Visiblemente ese estilo de rebajamiento traspasó en buena medida al discurso político y a los medios tradicionales, que admiten cada vez más el registro cloacal que en las redes ya se ha asentado. La violencia verbal y gestual define todo un tono de época. Javier Milei en la política argentina lo captó y lo plasmó mejor que nadie. En la interna del frente conservador, liderado por el expresidente Macri y denominado Juntos por el Cambio, el candidato moderado y dialoguista, Horacio Rodríguez Larreta, perdió con Patricia Bullrich, más violenta y agresiva. Pero luego, en la elección nacional, ganada por Sergio Massa desde el oficialismo, Milei logró aventajar a Bullrich, porque en materia de agresividad y violencia, lo es más y mejor que ella.
Hay quienes confían en que, llegado a la Presidencia, Milei sabrá moderarse; así como algunos lo votan porque confían en que varias de sus propuestas (dolarización y pauperización agravada, cierre del Banco Central, ruptura de relaciones con los países más importantes para el comercio exterior argentino, etc.) no podrán llevarse a cabo. Extrañamente lo votan no por lo que es, sino en la esperanza de que deje de serlo; no lo votan para que cumpla lo que promete, sino en la esperanza de que no pueda cumplirlo (funcionan entonces como amenazas, antes que como verdaderas promesas).
Y hay no pocos que, extensamente, y alarmados y con énfasis, señalaron que votar a Milei era un peligro mayor para el país y para su población, denunciando su inestabilidad psíquica, su preocupante postura sobre la venta de armas, etcétera, etcétera, etcétera. Y de pronto se mostraron ya dispuestos a votarlo. ¿Cómo fue? ¿Qué pasó? ¿Se les fue acaso el susto? Nada de eso. Es que asumen a conciencia el peligro, que ellos mismos denunciaron con pavura, con tal de que no gane Massa, candidato del peronismo (ala moderada del peronismo, por decirlo suavemente, por no decir ala liberal, por no decir ala conservadora, pero peronismo al fin). En la vida política argentina, como es ya reconocido, existe un posicionamiento político nada exento de fanatismo, un fanatismo que a menudo enceguece: es el antiperonismo. El antiperonismo, basado en sentido estricto en el odio y el desprecio hacia amplias capas de la población nacional, no se conforma con el no peronismo; para ellos (y me consta), un no peronista es un peronista encubierto. Y al antiperonismo, así exigido, no lo conciben como una forma de superación crítica de lo que el peronismo ha sido o podría llegar a ser; para ellos (y me consta) no hay que superarlo sino directamente quitarlo, eliminarlo, suprimirlo, reducirlo a inexistencia.
Ese odio es muy largo y acendrado y cuenta con una importante historia. Hay casos en los que podría decirse incluso que es la pasión de sus vidas, y que así como se estila decir que existe “el amor de mi vida”, hay un odio de la vida también, y este es el odio de sus vidas. Y que así como en ciertas escenas alguien pide “la prueba de amor”, podría concebirse también algo así como una “prueba de odio”. “¿Qué harías por mí?”, pregunta la persona amada a la persona que la ama. Y la persona que la ama responde: “Haría cualquier cosa”. ¿No podría, como prueba de odio, suscitarse una pregunta análoga: ¿Qué harías por mí? Pregunta posible para el odio antiperonista: “¿Qué harías por mí?”. Respuesta posible: “Haría cualquier cosa”. ¿Cualquier cosa, por ejemplo qué? Por ejemplo: votar a Milei.
No pienso ahora en los que creen en él, no pienso en los que concuerdan con él, no pienso en los que desean verlo romper todo de una vez por todas. Pienso en los que lo consideran todo un peligro para la democracia, porque una y otra vez lo dijeron, y ahora acaso lo van a votar. ¿Lo harán, como prueba de odio? ¿Estarán dispuestos a hacer cualquier cosa, sabiendo que es ni más ni menos que eso?
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