Ni subo ni bajo (por ahora)
Parece improbable que, a pesar del solitario adiós de Casado, haya alguien que pueda transformar el oscuro plomo en brillante oro, de modo que me temo que el estropicio conservador va para largo
En Ni Subo Ni Bajo, una tapería gallega cercana a mi casa, puede leerse un cartel en el que se sugiere la razón de su insólito nombre: “Vivir es elegir dependiendo del momento, / y a veces ni subir ni bajar es el mejor movimiento”. La cosa no tendría mayor importancia si el local no fuera uno de los rincones favoritos de Isabel Díaz Ayuso, alcaldesa de Madrid y cuello del tornado que está asolando a la derecha,...
1. Escalera
En Ni Subo Ni Bajo, una tapería gallega cercana a mi casa, puede leerse un cartel en el que se sugiere la razón de su insólito nombre: “Vivir es elegir dependiendo del momento, / y a veces ni subir ni bajar es el mejor movimiento”. La cosa no tendría mayor importancia si el local no fuera uno de los rincones favoritos de Isabel Díaz Ayuso, alcaldesa de Madrid y cuello del tornado que está asolando a la derecha, Dios nos coja confesados. Tras el enfrentamiento final (el derbi, lo han llamado algunos), la sede del PP ha quedado metafóricamente como la granja tejana de la niña Dorothy Gale (Judy Garland) tras el paso del tifón en El mago de Oz. Como entre nosotros ya no quedan alquimistas, parece improbable que, a pesar del solitario adiós parlamentario del líder de la derecha (“En lo personal te deseo lo mejor”, le despedía Sánchez, demostrando una vez más que es el político con más baraca desde Franco), haya alguien que pueda transformar el oscuro plomo en brillante oro, de modo que me temo que el estropicio conservador va para largo. Y como tengo el hándicap de ser a la vez sentimental y tener el corazón en la izquierda, no puedo evitar identificar a Pablo Casado con aquel prepotente e incrédulo Estudiante de Salamanca (de Espronceda; nueva edición en Alba), don Félix de Montemar, que, en su loca persecución del espectro de la novia burlada, encontró su perdición en un ámbito tan desolado y tétrico como un interior de Piranesi (“Todo vago, quimérico y sombrío / edificio sin base ni cimiento”). En cuanto a la mujer del velo, ya saben a quién me refiero, la pierde-gana madrileña tendrá que conformarse con un destino diferente al que probablemente le preparaba el señor Miguel Ángel Rodríguez, su mentor y consejero, el más maquiavélico de todos los políticos que han actuado en este drama de derechas. Yo le ofrecería a la dama el mismo santo y seña para protegerla de los malos que le brindó el buen extraterrestre a Helen Benson (Patricia Neal) en la primera y mejor versión de Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951), y que decía así: klaatu barada nikto. Baje o suba la dama, tome o no tapas en los bares de Chamberí (rodeada de entusiastas hosteleros ayuseros), debería aprenderse esa clave secreta, la más contundente y segura que nunca haya dado el cine. A lo mejor le venía bien.
2. Inventos
Dicen que la ciudad fue el gran invento de Caín. Seguro que al hijo listo de Adán, cuyos sacrificios no agradaban a un Dios caprichoso y voluble, le gustaban las ciudades más que el campo: el Paraíso, con sus árboles atiborrados de manzanas, sus ríos de aguas cristalinas, sus parejas de animalitos en libertad, tenía que ser un auténtico coñazo. A mí me pasa un poco lo mismo: lo que más me gusta del campo es el momento de volver al asfalto redentor, nada que ver con esa vuelta a la naturaleza que parece haberse adueñado de mentes abducidas por los espectros de Emerson, Thoreau y el resto de la tropa trascendentalista (tengo una amiga que le ha puesto a su hijo Walden). El último ejemplo que me ha fascinado de ese, para mí, ruralismo ensimismado son los Diarios en la vieja rectoría (Siruela), que reúne parte de los que escribieron Sophia y Nathaniel Hawthorne durante su primer año de convivencia en Concord. En cuanto a la ciudad, sus orígenes y su historia, Debate acaba de publicar Metrópolis, de Ben Wilson, una estupenda síntesis que no supera, pero sí completa para el siglo XXI, algunos libros fundamentales de fondo de armario, como La ciudad en la historia (Pepitas de Calabaza), de Lewis Mumford, y El triunfo de las ciudades, de Edward Glaeser (Taurus).
3. Gráficas
No ignoro que algunos de mis improbables se ponen de los nervios cada vez que me pillan recomendando novelas gráficas. Conozco a un autor de óperas, por ejemplo, que me da a entender que no le parece serio que les dedique espacio en una columna como esta, consagrada, al parecer, a los Libros con mayúscula y pare usted de contar. Bueno, todo es cuestión de gustos (claro que los hay buenos y malos, como decía un poeta de la experiencia poseído de la verdad de lo a-ras-del-suelo). Guste o no, las novelas gráficas ya forman parte de la cultura de nuestro tiempo (y, a estas alturas, casi nadie separa tajantemente las antes llamadas “alta” y “baja” cultura), y en algunas de ellas respira lo más nuevo y audaz de la forma narrativa del siglo XXI. Permítanme que les seleccione algunas de las que más me han interesado entre las publicadas en las últimas semanas. Hierba (Reservoir Books), de la coreana Keum Suk Gendry-Kim, es la historia real —toda ella contada en blanco y negro y trazo poderoso— de una de las esclavas sexuales utilizadas por el Ejército japonés. Túneles (Salamandra), de la israelí Rutu Modan, cuenta las peripecias de una expedición a los territorios israelíes/palestinos en conflicto en busca del Arca de la Alianza: colores y línea clara que testimonian su deuda con Hergé (y también con Indiana Jones, ya puestos). Le pont des arts (Impedimenta), de Catherine Meurisse, conocida por su trabajo en Charlie Hebdo, vuelve a poner en relación arbitraria a pintores y escritores en una serie de breves sketches repletos de ideas. Nebrija (Nórdica), de Agustín Comotto, utiliza los modos de la narración gráfica clásica, reforzada por una poderosa gama de colores, para poner al alcance de todos la vida y obra del gran humanista hispánico en su quinto centenario.
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