‘Sinsonte’, recuerdos de un robot suicida
Walter Tevis narra una lucha contra el fin de la palabra escrita en un futuro en el que la búsqueda del placer instantáneo ha acabado con la esencia del ser humano
Bob Spofforth es decano de la Universidad de Nueva York. Pero también es una Máquina Nueve. Un robot diseñado para vivir eternamente y a la vez no olvidar nada. El último de los de su especie. El único con un cerebro no sintético. Esto es, el único con un cerebro diseñado a partir de un cerebro humano. Spofforth tiene recuerdos reales de un tipo que existió, y que sirvió de modelo para los que eran como él. En su desdicha, Bob no piensa en otra cosa que descubrir quién fue. Aunque sobre todo piensa en la chica del abrigo rojo, la chica de la que se enamoró cuando era una máquina nueva y a la que aún recuerda, siglos después, como cuando la vio por primera vez. Cuando la vio por primera vez ella tenía 17 años. Y ella le pidió que se largara. Largo de aquí, puto robot, le dijo.
En la sociedad postecnológica y poshumana en la que Bob es el único de su especie, los años se cuentan en colores —100 años son 200 amarillos— y los libros no existen. Hace demasiado que dejaron de existir. Nadie sabe leer ni escribir. Y lo que queda de la humanidad se mantiene al margen del resto: no existen las conversaciones ni las familias, ni siquiera los amigos. Hay Normas de Intimidad y, por supuesto, drogas, que sustituyeron a los primigenios agentes narcóticos —la prehistórica televisión— en el arte del entretenimiento. Los autobuses pueden leerte la mente —de hecho, se llaman autobuses mentales— y llevarte a donde sea que se te pase por la cabeza. Puedes ir al zoo del Bronx, como Mary Lou, pero no vas a ver animales, ni niños, que no sean metálicos.
Publicada originalmente en 1980, la penúltima novela de Walter Tevis (San Francisco, 1928-Nueva York, 1984), el tipo al que siendo niño le cambiaron la vida un puñado de tierras en Kentucky, es una desesperanzadamente brillante y profunda elegía a la, en ese mundo distópico, desaparecida literatura, a la forma en que nos moldea e intensifica y expande lo vivido. Dos son los personajes que, como Adán y Eva, unos Adán y Eva para los que el paraíso es una biblioteca, lo evidencian al recuperar la capacidad lectora —en realidad, la entrenan, porque primero uno y luego la otra aprenden a leer, y dan sentido de nuevo a las palabras, utilizando las únicas que quedan: las impresas en el cine mudo— y empiezan a sentir cosas que jamás habían sentido.
Así, mientras Spofforth, el robot, desea la muerte —todo lo que quiere es suicidarse— para acabar de una vez por todas con ese simulacro de vida imposible de soportar cuando eres capaz de recordarlo todo, Mary Lou y Paul, ese par de únicos lectores, reconstruyen el arte perdido, cada uno a su manera. Se encuentran por primera vez en el zoo del Bronx, adonde Mary Lou acude a diario, y donde vive, al margen del sistema. Se alimenta de los sándwiches que no vende uno de los robots inútiles que están por todas partes. Cuando conoce a Paul, está intentando, dice, memorizar su vida. Se repite lo que hace cada día para no olvidarlo. Es entonces cuando Paul le habla de que una vez existió una cosa que hacía justo eso. Recordarle a la humanidad todo tipo de cosas.
Utiliza Tevis una poderosa cita de Edward Hopper, el pintor de lo dolorosamente solitario, como escudo para abrirse camino por la que sin duda, por lo poético y abismal de su rotunda y aparente sencillez, es su obra maestra. La cita arranca como sigue: “La vida interior de un ser humano es un reino vasto y diverso”. Y podría decirse que esa es la conclusión a la que se llega tras el viaje a la Nueva York de 2337 en la que coinciden Spofforth, Mary Lou y Paul Bentley. “La mente de todo el mundo es ahora como una película barata”, se dice en cierto momento. Y también: “Esta vida no es mucho mejor que estar muerto”. Pero sobre todo se habla de la forma en que el entretenimiento y la búsqueda de la perfección han acabado con el ser humano.
Y como todo clásico que se precie, en lo que a ciencia ficción humanístico-especulativa —casi un tratado filosófico con aspecto de novela— no puede evitar leerse como un (mal) presagio que dispara contra el presente, cualquier presente. Porque la manera en que el placer instantáneo —tenga forma de red social o de lo que en la novela llaman, curiosa e irónicamente, sopores— puede acabar aniquilando toda forma de pensamiento y, con ello, toda forma de humanidad no es vana sino real, muy real. Sí, puede que la novela se espeje en, sobre todo, 1984 —por la relación militante entre Mary Lou y Paul— y Un mundo feliz —aunque aquí la sofisticación es mera idiotez—, pero también rescata el espíritu de Fahrenheit 451 y lo amplifica.
Porque no se limita a narrar la forma en que una pequeña parte de la humanidad —aquí pequeñísima— se rebela contra el fin de la palabra escrita, sino que expone sus consecuencias, y también las consecuencias de su recuperación, desde un yo escindido que ni siquiera olvida el uso material —modélico: todos esos manuales de cosas— de aquello que se escribe. Tevis, el tipo que aseguró que el marciano al que el alcohol arruina la vida en El hombre que cayó en la Tierra no era otro que él, de niño, sin acabar de entender el mundo, cruzando Estados Unidos para reunirse con sus padres en Kentucky, convierte una vez más al outsider (como en Gambito de Dama, como en el resto de su nada extensa obra) en el único capaz de entender lo afortunados que somos.
Sinsonte
Autor: Walter Tevis.
Traducción: Jon Bilbao.
Editorial: Impedimenta, 2022.
Formato: tapa blanda (352 páginas. 23,95 euros).
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