El municipio que se compró a sí mismo
Los habitantes reunieron una fortuna para evitar que Felipe II vendiera la comarca a un noble genovés. Un paseo demuestra que hicieron una buena inversión
Hay un lugar en Madrid donde el viajero, por mayor que parezca, vuelve a ser un niño. Esto ocurre cuando mira al cielo de Ajalvir y contempla —anonadado— cómo las aves surcan el cielo de esta comarca, ubicada al noreste de la región, con la misma familiaridad, acaso, con que los dinosaurios se paseaban por las llanuras de Parque Jurásico. La sorpresa aquí es similar a la que experimentaba en la cinta de Spielberg el doctor Alan Grant a bordo de aquel todoterreno. Pero esta localidad tiene, además, otros encantos que harán también que el visitante gire la cabeza.
Situado entre los ríos del Jarama y Henares, este paraíso ornitológico se remonta al siglo VIII, cuando los árabes se asentaron en esta zona a la que llamaron fayy albir [paso ancho entre dos montañas]. Pero el hecho histórico más curioso ocurrió en el siglo XVI. Y lo narra así uno de los investigadores locales: “Ajalvir pertenecía al Arzobispado de Toledo, pero el rey Felipe II no tenía dinero y vendió esta zona a un noble genovés llamado Baltasar Cataño. Los ajalvireños no querían tener otro señor. Así que decidieron usar el derecho de tanteo para comprar ellos mismos el pueblo. Cada vecino puso dinero y Ajalvir volvió a ser parte de la Corona”.
Aquellos lugareños pagaron 295.467 maravedís, la moneda de la época. Un dineral que hoy, sin embargo, no llegaría para comprar todos los tesoros que guarda este municipio de 4.339 habitantes. Por el camino, algo se intuye ya al adentrarse en el pueblo: con esa visión de la esbelta iglesia de la Purísima Concepción, que corona esta localidad y que data del siglo VIII. Pero la ermita de San Roque y la ermita de la Soledad merecen ser visitadas también.
Y volviendo a ese primer párrafo: el viajero que recale aquí se maravillará de la cantidad de aves que pueden verse en este pueblo sobrevolando, incluso, la propia plaza del Ayuntamiento. Parte de este término municipal está declarado Zona de Especial Protección de Aves. Así, el turista que llegue hasta Ajalvir no ha de extrañarse —ni temer— por los buitres leonados que cruzan esta comarca.
Subir a los cerros
Para disfrutar de ese paisaje, se recomienda coger un vehículo tipo jeep —o similar— y subir a los cerros del pueblo. O bien hacerlo en bicicleta. El terreno, eso sí, es escarpado. Pero el esfuerzo merece la pena. Como en Parque Jurásico, más de uno girará la cabeza al ver el vuelo majestuoso de las avutardas, los milanos o las cornejas. También es posible que el visitante se dé de bruces con garzas o corzos. Y todo esto con las vistas de la sierra norte de Madrid, a la derecha, y el monte Gurugú, a la izquierda. Aunque, como bien precisa Juan Félix Berzal, agricultor de 53 años, “esto no es un safari park”. Es decir, las aves no están allí esperando al público: “Para verlas es mejor ir a primera hora de la mañana. Porque hace mucho calor y las avutardas no son tontas: ellas también buscan la sombra”.
En este pueblo, la sombra se encuentra fácilmente en la terraza del bar Manolo. Este local es uno de los que tienen más solera. Y es perfecto para tomar el vermut. Manolo Muñoz, su gerente, atiende a pie de barra. Lo que se estila aquí, cuenta, son las mollejas de cordero —a 15 euros—; los boquerones en vinagre —10 euros—, los zarajos —tres—, y el plato estrella de esta comarca: el besugo en escabeche. Un hecho curioso. Porque ninguno de los parroquianos de este bar entiende muy bien de dónde viene esa tradición culinaria “en un pueblo sin mar y cerealista”. Pero ninguno de ellos, tampoco, le pone ningún pero a este plato “exquisito”.
En realidad, basta pasar una mañana por la zona para que el viajero se deje de preguntar por ciertos exotismos locales. Como sus fiestas: en Ajalvir se celebra casi todo. Sus fiestas patronales de febrero —aquí el patrón es san Blas— y también otras que, por su situación geográfica, no le corresponderían, como la Feria de Abril o la feria del marisco gallego. “Y no se celebra el Oktoberfest porque, de momento, no saben cómo se escribe”, ironiza una vecina, que reconoce, al mismo tiempo, que no se pierde ninguna de esas fiestas. “Es un pueblo divertidísimo”, zanja.
Destaca también su Feria de San Isidro. Ajalvir es una comarca de tradición taurina. Y en la finca El Cubilete, el visitante encontrará desde capeas hasta fiestas camperas. Y si al salir se le ha echado la tarde encima, nada de irse. Mejor ir al olivar de los cerros —como lo conocen los lugareños—, subir a lo más alto y recordar por qué los ajalvireños compraron su pueblo.
Una oferta que el rey no pudo rechazar
Era 1574 y la Corona pasaba por apuros económicos. El rey Felipe II se había granjeado el favor del Papa Gregorio XIII para poder vender los bienes eclesiales. Pero aquello no era suficiente. Así, en 1578 el monarca ordena que comience el proceso de separación de Ajalvir del arzobispado de Toledo. Aunque lo que quería de verdad, según explican los investigadores locales, era vender este municipio. Y eso hizo, ofreciendo esta villa al genovés Baltasar Cataño. El pueblo de Ajalvir acudió a la Corte y suplicó poder seguir unido a la Corona. Y Felipe II resolvió que si igualaban la oferta, Ajalvir sería suyo y seguirían formando parte de su legado. El resto es historia y 295.467 maravedíes.
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