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Obituario
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Querido Miguel

Seguramente, Miguel Barroso es el ser más libre que nunca he conocido. Hizo, casi siempre, lo que quiso. Jugaba las partidas a las que la vida te enfrenta sin miedo alguno al fracaso

Miguel Barroso
Miguel Barroso, en una imagen del pasado octubre.Samuel Sánchez

Todo un personajazo. Pocas personas he conocido en mi vida con mayor capacidad expresiva y con menos voluntad de exteriorizar sus propios sentimientos. Miguel Barroso dominaba la técnica de despertar fascinación en cualquiera con el que se encontrara. Era un conversador permanente, agudo, culto, perspicaz, divertido, interesante, original. Le gustaba deslumbrar. Sabía cómo hacerlo y casi siempre lo conseguía. Su especialidad era crear con todo aquel con el que conectaba una relación personalizada que hacía que el otro se sintiera diferente a los demás.

En realidad, su mayor riqueza consistió en saber sacar de los demás lo mejor de sí mismos para formar parte de su mundo. Él tampoco arriesgaba mucho. Hacía que la gente se sintiera encantada al abrirle la posibilidad de compartir con él alguna aventura fascinante, ya fuera cultural, sentimental, política, enredadora o puramente festiva.

Es imposible explicar su vida de forma diacrónica. Siempre se esforzó por vivir varias existencias en paralelo. Decir que ha vivido 70 años es absurdo. Ha mantenido siempre varias vidas simultáneamente. No podía permitir que algo interesante sucediera en su entorno sin que él tuviera un papel protagonista. Su táctica era siempre la misma. Allí donde llegara, se adueñaba inmediatamente del espacio común y pasaba a dirigir las operaciones. Sólo sabía mandar. Obedecer nunca le apeteció.

Miguel, básicamente, ha hecho en su vida casi todo lo que le ha apetecido. No le recuerdo prácticamente ninguna frustración, ni ninguna aspiración no conseguida. Peleaba logros diferentes a todos los demás. Por eso le era tan fácil ganar siempre las batallas. Nunca buscó el dinero, ni un cargo que le diera reconocimiento profesional, poder ejecutivo o presencia pública. Tuvo salarios extraordinarios en responsabilidades laborales de primer nivel en el sector privado que abandonaba en cuanto empezaban a convertirse en rutinarias o le obligaban a dedicarles un tiempo que no estaba dispuesto a perder.

El presidente Zapatero lo conoció muy bien. Hizo de él la mejor definición que jamás escuché. Decía que Miguel Barroso, cada vez que llegaba a un punto de destino, lo primero que hacía era buscar la vía para fugarse en la primera oportunidad que surgiera. Era imposible de amarrar. Nada le agobiaba más que sentirse encerrado o sin posibilidad de vivir una nueva experiencia.

Seguramente, es el ser más libre que nunca he conocido. Hizo, casi siempre, lo que quiso. Jugaba las partidas a las que la vida te enfrenta sin miedo alguno al fracaso. Si perdía, sabía que en realidad representaba una gran ventaja. Se le abría una nueva puerta de salida. En su colaboración con la política, una de sus grandes pasiones, esta forma de entender la vida fue la clave de su éxito. Nunca aspiró a nada. Nunca pidió nada. Nunca recibió nada.

Era un hombre profundamente de izquierdas y su única implicación política era la de ayudar y enredar siempre que alguien solicitara su participación, siempre desinteresada. La recompensa era poder participar en un momento histórico y contribuir a que saliera adelante como él deseaba. Saber perder en la vida es una habilidad muy difícil de sobrellevar para la mayoría. En política, aún más. Pero a Miguel no le terminaba de afectar. Le molestaba perder, aunque no era lo habitual. La clave de muchas de sus grandes victorias derivaba de esa ventaja extrema que suponía no tener miedo a la derrota.

Una de sus frases míticas en la política española la escribió para Felipe González en 1993, aquella increíble noche en la que el PSOE consiguió ganar las elecciones contra todo pronóstico. El presidente González sabía que había ganado gracias al respaldo de última hora de una ciudadanía dolida con la deriva del Gobierno en los últimos años. En lugar de salir a presumir de victoria, a Miguel se le ocurrió una frase humilde, vigorosa y agradecida. Felipe González la dijo con esa autoridad que sólo él desplegaba en aquel tiempo: “He entendido el mensaje”.

Nos hicimos amigos en 1983. Han pasado cuarenta años. Hemos compartido juntos infinidad de experiencias de todo tipo. En multitud de ocasiones han tenido que ver con actuaciones que otros han protagonizado y a los que en justicia les corresponde el mérito de lo ocurrido. Profesionalmente, prácticamente nunca hemos trabajado juntos. Chocábamos inmediatamente. Sin embargo, hablando, dando ideas, proponiendo alternativas, echando una mano cuando alguien lo requería creo que hicimos un buen tándem.

Hemos compartido en más de cuarenta años juntos multitud de aventuras y desventuras. Nuestras eternas conversaciones siempre terminaban recordando los detalles de cada historia en la que estuvimos presentes. Miguel tenía una magnífica memoria. Todo lo contrario que yo. Nuestra charla infinita consistía en que él, el mejor narrador de historias que haya conocido, me contara con detalle lo que se suponía que nos había ocurrido. Por supuesto, nunca me importó que novelara todo lo que quisiera. Las mejores anécdotas, con los años, fueron creciendo, pasando de lo increíble a lo absolutamente alucinante.

Como dos buenos hermanos, nos hemos peleado en infinidad de oportunidades, tantas como las que nos hemos reconciliado. En realidad, siempre fui yo el que manifestaba el perdón. A él le resultaba muy complicado llegar a expresar un sentimiento seriamente afectivo. Hace unas semanas, le reproché, por enésima vez en la vida, la falta de atención que prestaba a los afectos, al compromiso de la amistad. Siempre jugué con la ventaja de saber que esos sentimientos los tenía, aunque fuera incapaz de mostrarlos. Para mi sorpresa, por vez primera en cuarenta años, me pidió perdón y me aseguró que no volvería a descuidarse. Me impresionó y me emocionó. Por supuesto, siguió comportándose exactamente igual. No sabía ser de otra manera.

Nuestra última aventura ha tenido que ver con el intento de revitalizar el grupo PRISA, en apoyo del impulso encabezado por Joseph Oughourlian. Estábamos inmersos en esta batalla. Hablábamos a menudo de que esta tenía que ser nuestra última aventura profesional. Por primera vez, en realidad, estábamos colaborando juntos en un mismo proyecto laboral, aunque fuera en espacios bien separados. Su muerte nos deja desguarnecidos, desarmados. Pero seguiremos adelante. Se lo debemos.

Esta semana teníamos ya previsto vernos. Hubiéramos quedado a cenar en algún restaurante cerca de su casa, como siempre. Adoraba fingir que podía desplazarse a cualquier sitio. Era mentira. Siempre acababa llevando a todos cerca de su casa, dentro de los límites de su territorio. Eso sí, se dejaría invitar para dejar claro que no era el anfitrión.

Inevitablemente, querido Miguel, te voy a echar de menos. Hablar contigo ha ocupado una parte importante de mi vida. No sé bien quién me va a rememorar nuestras peripecias, convertidas por ti siempre en hazañas bélicas.

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