Un humanista para la Academia
El común de los mortales, creo saber, tiene una imagen sustancialmente conspirativa de las academias europeas: oscuras logias gobernadas por un riguroso corpus de doctrina, con pétrea disciplina interna e inflexible unidad de puertas afuera, en perpetuo conciliábulo y transacción para elegir a este y no aquel nuevo miembro... En absoluto, digo yo. El común de los inmortales apenas se entera de la mayor parte de las actividades y rutinas de la institución, y apenas in extremis entra en las componendas de cada cooptación. Las más de las grandes academias de Europa no existen como corporaciones: la academia es el director y el secretario, y con frecuencia sobre todo el secretario (no digamos si perpetuo), acaso con el concurso de dos o tres adeptos.
La excepción más conspicua a esas generales de la ley es la Real Academia Española. Por una sencilla razón: de la comunidad hispanohablante, poco menos que por resignada unanimidad, ha recibido el mandato de mantener en limpio y en todo el buen orden posible el léxico y la ortografía del español. Lo cumple, en continua alianza con las academias americanas, unas veces bien y otras no tanto. Pero pelillos a la mar, porque, como a los tribunales constitucionales, es preciso concederle licencia para prevaricar con oportunidad. No se trata de dictar sentencias acordes con el derecho, la razón o el sentimiento, sino de poner un límite a los litigios. Una ley no dice lo que diga, sino lo que el tribunal dice que dice; a la postre, no importa el contenido de una regla, sino que la Academia la establezca.
Un cierto número de académicos, junto a un número muy superior de endurecidos lexicógrafos, tiene asignadas esas tareas esenciales, a las que si es necesario se sacrifica cualquier otro empeño: que los hay, de la gramática a las publicaciones, y también a cargo de sendos numerarios. Entre todos los otros, en las comisiones (y, ya, sólo por anomalía en los plenos), a lo largo de un año no habrán visto ni el dos por ciento de las entradas del diccionario. Ni esos otros suelen estar al loro de asuntos a menudo relevantes: así, la promulgación de las nuevas normas ortográficas pilló a muchos completamente por sorpresa y sigue provocando novelescas y filológicas insurrecciones. En esa amplia zona, la Española sí concuerda con el patrón más corriente en las academias europeas.
Cocinero antes de fraile, Darío Villanueva, hasta la fecha secretario, es ya flamante director de la tricentenaria casa. Por nombramiento de hoy y experiencia de un lustro, tiene en la mano, pues, todas las cartas para ganar la ardua partida a la que acaba de sentarse. Lo conocí cuando universitariamente iba casi de pantalón corto, apegado a su maestro don Enrique Moreno Báez, pero con los ojos vueltos a todas las direcciones innovadoras y a todos los modelos valiosos. Lo he visto crecer en prestigio y multiplicarse en saberes, hasta alcanzar una personalidad propia, que conjuga la crítica y la teoría literaria, la semiótica, el comparatismo, la pragmática..., sobre la base constante del humanismo clásico: la creencia en el valor formativo de la literatura y en su carácter insustituible para darnos la capacidad expresiva, lingüística, que nos hace libres, cuando menos, de espíritu. Buen punto y buen día para la Academia.
Francisco Rico es miembro, entre otras, de la Real Academia Española, Accademia dei Lincei, Académie des Inscriptions et Belles Lettres (Institut de France) y British Academy.
Babelia
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