Historia de otra escalera
‘La pechuga de la sardina’ es una alegoría del deseo femenino
No tuvo fortuna la generación realista: su teatro incomodó a los censores franquistas, pero tampoco fue muy del agrado de quienes pilotaron los teatros públicos durante la Transición, quizá porque a la postre transmite la impresión de que el clasismo, la corrupción moral, la violencia económica rampante y el expolio de las clases humildes son en España problemas estructurales, fruto de una enfermedad social crónica, de una malformación del carácter nacional o de un retrovirus inoculado por los grandes tenedores de capital. Releyendo las obras escritas por Lauro Olmo en los años sesenta, sentimos que el dilema de Juan, protagonista de La camisa (que se resiste a emigrar aunque aquí no halle con qué ganarse el sustento), y el de los jóvenes parados que aceptan de buen grado el darwinista e inmoral plan de negocio propuesto por el Mister, profeta de la globalización, en English Spoken, prefiguran la encrucijada en la que se encuentran hoy los nietos de todos ellos. Cambiaron el régimen político, las libertades formales y las costumbres, pero la tragedia del hombre común y sus causas restan idénticas. De la historicidad del teatro de Olmo nace su universalidad. Cabe imaginarse una relectura con perspectiva de English Spoken, a la manera de aquella de Los diez mandamientos (comedia de Raffaele y Vittorio Viviani) en la que el director suizo Christoph Marthaler estableció un paralelismo entre el Nápoles de posguerra y la Alemania Oriental, fagocitada por su gemela tras la caída del muro.
La pechuga de la sardina
Autor: Lauro Olmo. Intérpretes: María Garralón, Amparo Pamplona… Dirección: Manuel Canseco. Madrid. Teatro Valle-Inclán, sala Nieva. Hasta el 29 de marzo.
La pechuga de la sardina es, en el bien temperado montaje de Manuel Canseco, un aguafuerte del universo femenino de la España predesarrollista, pero también una alegoría del juicio moral previo que la opinión pública de casi toda época hace del deseo sexual, en función del género. En la obra, el deseo de la mujer anda preso entre las cuatro paredes de una pensión familiar, donde no encuentra cauce, mientras que los varones se desfogan por las calles, aunque sea de boquilla: a la hora de pasar a la acción, solo los dos adolescentes (el voceador de periódicos y Cándida, chica para todo) parecen capaces de entablar una relación erótica libre del miedo, la torpeza, la violencia y el adoctrinamiento moral que entreveran la sexualidad de sus mayores, educados bajo la Acción Católica Española del primer franquismo.
En esa pensión, desparramada por todo el escenario, circundada por calles donde la testosterona y el cotilleo inmoral de las beatas corren a sus anchas, el eterno femenino es una construcción coral en la que se individualizan la voz vitalísima, estoica, sabia del día a día y encantadora de la Juana de María Garralón, actriz espléndida; la graciosa criadita de Nuria Herrero, la atribulada Concha de Natalia Sánchez, la anhelante Soledad de Alejandra Torray, la esperanzada opositora de Cristina Palomo y la Bernarda Alba urbana de Amparo Pamplona, inquisidora vocacional de todas sus compañeras de infortunio. Juan Carlos Talavera y Víctor Elías humanizan sendos papeles de recorrido dramático corto. Las canciones, están entonadas certeramente, sin contaminación pop alguna.
Babelia
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