La aventura del piolet asesino
El anuncio de que un museo expondrá la piqueta con la que Ramón Mercader mató a Trotski revive los enigmas sobre la procedencia del arma
El asesinato de León Trotski a manos de Ramón Mercader en México en 1940 tiene muchos elementos que hacen que su relato siga fascinando por mucho que pasen los años. La enemistad de Trotski con su antiguo compañero de revolución, Josef Stalin, que lo mandó liquidar; cómo el espía Mercader se ganó la confianza del círculo más íntimo de su víctima; cómo acometió a la desesperada el crimen después del fracaso de un plan mucho más elaborado o cómo se fue deteriorando física y mentalmente desde que tomó la decisión de hacerlo... Pero por encima de todo está el piolet, la piqueta de alpinista que usó como arma homicida, una de las más curiosas en la historia de los crímenes políticos. “Es sin duda un objeto icónico, sin el cual seguramente el asesinato de Trotski no sería tan conocido”, opina el escritor Eduard Puigventós, autor del libro Ramón Mercader, el hombre del piolet. “Tiene gran importancia, tanto histórica como política”, porque es “el mejor símbolo del estalinismo”, añade Esteban Volkov, nieto de Trotski.
Ahora, el Museo Internacional del Espionaje de Washington asegura que tiene la pequeña hacha en su poder y la expondrá en 2018, junto con otras 7.000 reliquias de los servicios secretos del siglo pasado; prometen todo tipo de artilugios de escape y evasión, códigos y cifrados, incluida una máquina Enigma de la Segunda Guerra Mundial y hasta un submarino espía. Buena parte de los objetos los ha donado un incansable coleccionista llamado H. Keith Melton. Incluido el piolet. Una portavoz del museo no revela cómo, cuándo ni por cuánto lo consiguió, solo que se lo compró a Ana Alicia Salas, una mujer mexicana que, asegura, lo había tenido escondido bajo la cama durante 40 años.
En abril de 2005, la propia Salas explicó en un conocido programa de radio que su padre, Alfredo, agente del servicio secreto durante 36 años, vivió de cerca, en 1940, el asesinato que tuvo lugar en la casa de Coyoacán, el barrio de Ciudad de México donde vivía exiliado el que fuera uno de los principales forjadores de la Revolución Rusa. Años después, Salas, junto a otros colegas, fundó el Museo de Criminología y tomaron el piolet de entre los legajos de evidencias judiciales para exponerlo. Pero, como lo intentaron robar en alguna ocasión, Alfredo Salas decidió quedárselo en su casa y sustituirlo por una réplica, siempre según el relato de su hija. Aquí difiere ligeramente la versión que ofrece el Museo del Espionaje, que asegura que Salas lo recibió como regalo de sus compañeros al jubilarse.
En todo caso, coinciden en lo esencial: que se trata sin lugar a dudas de la piqueta en cuestión —con el mango cortado para que Mercader pudiera esconderlo bajo la gabardina— y que conserva incluso restos de la sangre del revolucionario. Sin embargo, nunca se llegó a hacer la prueba de ADN que ofreció en su día Volkov, el nieto del revolucionario, para comprobarlo, ya que a cambio pedía la donación del hacha a la Casa Museo de Trotski, y Salas no tenía intención de regalarlo; estaba “buscando algún beneficio económico”, le explicó al diario británico The Guardian hace 12 años.
Entonces, ¿cómo está el museo de Washington tan seguro de su autenticidad? “El señor Melton pudo autentificar el piolet a través del sello del fabricante austriaco Werkgen Fulpmes, un detalle que nunca se hizo público”, asegura la misma portavoz, e insiste en que las dimensiones coinciden con las registradas en el informe policial y que la marca de sangre es “idéntica” a la de la fotografía de la conferencia de prensa que se ofreció en 1940.
Un objeto fuera de contexto
“No tengo elementos ni para negar ni para afirmar la autenticidad del objeto, pero por su procedencia es muy posible que sea auténtico”, dice por correo electrónico Volkov, que cuando era un niño llegó a ver a su abuelo sangrando al volver de la escuela el 20 de agosto de 1940. Sí defiende sin asomo de duda esa enorme importancia política e histórica del piolet como símbolo del estalinismo: “Un objeto que normalmente sirve para salvar la vida de intrépidos alpinistas en las cumbres montañosas en sus resbalosas superficies de hielo y nieve, al borde de precipicios y grietas insondables, ya con el mango recortado, fue usado para matar, para asesinar, para destruir el cerebro y la vida de uno de los más renombrados y brillantes revolucionarios del siglo XX”.
Se trata de un objeto extraño, tan descontextualizado que causó incluso una gran controversia judicial tras el asesinato —el piolet no estaba contemplado como arma en el código penal mexicano, lo que podía acabar afectando a la condena— y que conduce a preguntarse por qué fue el arma elegida por Mercader. Teniendo en cuenta, además, que en el momento del crimen llevaba también un cuchillo de grandes dimensiones y una pistola.
Para entenderlo hay que imaginar a Ramón Mercader, un espía de la Unión Soviética de origen español e identidad falsa —sostenía que era el hijo de un diplomático belga— instalado en México. Un joven de 27 años, refinado y de trato exquisito, que había conseguido acercarse a Trotski gracias a las relaciones familiares de su novia, Sylvia Ageloff, a la que había conquistado interesadamente mucho tiempo atrás y muy lejos de allí, en París.
Su grupo lo formaban él mismo, su madre, Caridad Mercader —a quien se le llegó a conocer como la Pasionaria catalana— y el amante de esta, Leónidas Eitingon, y jefe de la unidad. En principio, ellos no eran los encargados del asesinato ordenado por Stalin, líder supremo de la Unión Soviética, que temía que su viejo compañero en la dirección del Partido Comunista, fundador del Ejército Rojo, ahora disidente en el exilio, le pudiera hacer sombra.
Sin embargo, en junio de 1940, tras el intento de otro grupo liderado por el pintor David Alfaro Siqueiros —entraron a tiros en la casa de Trotski, pero, inexpertos, mal organizados y bastante borrachos, fracasaron estrepitosamente—, Mercader decidió acabar él mismo el trabajo. A pesar de que estaba convencido de su misión, el peso de la encomienda era tal que sufrió un rapidísimo deterioro físico (se quedó extremadamente delgado, con un aspecto enfermizo) y mental (estaba nervioso, fumaba sin parar, divagaba), explica el historiador Puigventós.
Una vía de escape
En ese contexto tuvo que resolver qué arma iba a utilizar. Y eligió varias, por si acaso: una pistola automática Star del calibre 45, un cuchillo de casi 35 centímetros y la famosa piqueta. Aunque él ya se había decidido por esta última: “Pensaba emplear mi piolet que traje de Francia, porque sé manejarlo muy bien y me había dado cuenta en mis ascensiones a las montañas nevadas, donde con un par de golpes lograba arrancar grandes bloques de hielo”, confesó a la policía después del asesinato, según las declaraciones recogidas por Juan Alberto Cedillo en el libro Eitingon, las operaciones secretas de Stalin en México.
Puigventós advierte de que no hay que creerse todo lo que dijo Mercader durante años en los que se contradijo y cambió su versión en varias ocasiones —llegó a asegurar que actuó en defensa propia y que llevaba la piqueta encima porque la acababa de recoger del carpintero—. Pero en este caso el especialista sí opina que el piolet era suyo y que era su primera opción. “Creo que lo usó porque pretendía escapar después de cometer el crimen; su madre y Eitingon le estaban esperando en la puerta con el coche en marcha. La pistola iba a hacer mucho ruido y el uso del cuchillo requería mucha destreza, así que debió pensar que con el piolet podría acabar de un solo golpe con Trotski”, explica el escritor.
La casa del revolucionario se había convertido en un fortín absolutamente protegido, sobre todo tras el primer intento de asesinato. Así que la idea de la pequeña célula espía familiar era copiar un crimen cometido un año antes en Teherán por la División de Servicios Especiales soviética. Entonces, un marino fortachón mató al embajador de la URSS en Persia con una barra metálica que llevaba escondida en la ropa, golpeándole por la espalda mientras la víctima revisaba unos papales que le acababa de entregar. Después, salió tranquilamente del despacho y desapareció antes de que nadie se percatara del crimen, según relata Cedillo en su libro sobre Eitingon.
Pero a Mercader las cosas no le salieron como esperaba. Cuando finalmente, el 20 de agosto de 1940, llegó a la casa de la calle de Viena, en el barrio de Coyoacán, y pidió ver “al viejo” con la excusa de enseñarle un artículo político que estaba escribiendo, Trotski, un hombre de 60 años curtido en mil batallas y todavía fornido, no solo lanzó un grito estremecedor que alertó a todo el mundo al recibir la embestida del piolet en la cabeza, sino que se las arregló para hacer frente a su agresor, que enseguida fue apresado por los guardaespaldas. El revolucionario, sin embargo, murió al día siguiente en el hospital y su leyenda quedó agigantada para siempre. Mercader, juzgado y condenado, estuvo dos décadas en la cárcel y pasó sus últimos años acogido por el régimen cubano; murió en La Habana, en 1978. Y aquel piolet, o uno muy parecido, podrá verse el año que viene en el Museo del Espionaje de Washington.
El hijo de la Pasionaria catalana
Un personaje central en la historia del asesinato de Trotski es, sin lugar a dudas, la madre de Ramón Mercader, Caridad. Nacida en Cuba, en 1892, hija de uno de los últimos gobernadores españoles de Santiago y separada del padre de Ramón, un industrial de la burguesía catalana, Caridad del Río ha sido definida por diferentes fuentes como una militante fanática de la causa estalinista. El escritor Gregorio Luri publicó el año pasado una biografía sobre ella (El cielo prometido, una mujer al servicios de Stalin) en la que la describe como una líder que se destacó entre las tropas durante la Guerra Civil —se la llegó a conocer como la Pasionaria catalana o la pequeña Pasionaria— y se convirtió en agente secreto de la URSS ya en Francia. Allí reclutó a su hijo Ramón.
Y allí, en París, comenzaron un duro y largo trabajo para infiltrarse en los círculos trostkistas que les acabaría llevando a México, formando el grupo con el amante de Caridad, Leónidas Eitingon —cuya experiencia se remontaba a la Checa, la primera policía secreta creada por Lenin— que llegaría culminar, casi por casualidad, el encargo de Stalin de matar al exiliado fundador del Ejército Rojo.
Babelia
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