Beethoven reina en Hamburgo
Andris Nelsons y la Filarmónica de Viena completan un extraordinario ciclo sinfónico del compositor alemán en la Elbphilharmonie
Beethoven nunca estuvo en Hamburgo. No fue un gran viajero y, salvo una travesía adolescente por el Rin con su madre que lo llevó hasta Róterdam, otra gran ciudad portuaria, no pasó de pequeños desplazamientos en un radio geográfico muy limitado de Alemania y Austria. Sus planes de visitar París o Londres quedaron en nada. Ni siquiera pudo volver nunca, como era su deseo, a su Bonn natal, que abandonó a los veintiún años en 1792 para recibir “el espíritu de Mozart de manos de Haydn”, como profetizó el conde Waldstein en el liber amicorum con que lo despidieron sus personas más allegadas...
Beethoven nunca estuvo en Hamburgo. No fue un gran viajero y, salvo una travesía adolescente por el Rin con su madre que lo llevó hasta Róterdam, otra gran ciudad portuaria, no pasó de pequeños desplazamientos en un radio geográfico muy limitado de Alemania y Austria. Sus planes de visitar París o Londres quedaron en nada. Ni siquiera pudo volver nunca, como era su deseo, a su Bonn natal, que abandonó a los veintiún años en 1792 para recibir “el espíritu de Mozart de manos de Haydn”, como profetizó el conde Waldstein en el liber amicorum con que lo despidieron sus personas más allegadas cuando se fue a estudiar a la capital austriaca. La semana pasada, sin embargo, reinó en el Théâtre des Champs-Elysées de París y desde el pasado martes está haciendo lo propio en la libre y hanseática ciudad de Hamburgo.
A orillas del Elba, en la Elbphilharmonie, el majestuoso auditorio construido por Jacques Herzog y Pierre de Meuron sobre un antiguo almacén de café y cacao en el puerto de la ciudad, se han celebrado esta semana cuatro conciertos cuyos programas han estado dedicados íntegramente a presentar, en riguroso orden numérico (y, por tanto, también cronológico), las nueve sinfonías de Beethoven. Los dos primeros conciertos dejaron un inmejorable sabor de boca: por la incontestable comunión espiritual que se percibe entre la Filarmónica de Viena y el director elegido para esta gesta que se trasladará ahora a Múnich, el letón Andris Nelsons, por las altísimas credenciales beethovenianas que han demostrado una y otro, por la práctica ausencia de altibajos en las nueve versiones y por las bondades acústicas de la sala. Gracias a su emplazamiento, a su impresionante porte, a su condición de nuevo faro simbólico de la ciudad, la Elbphilharmonie se ha convertido en el mayor atractivo turístico no solo de Hamburgo, sino de toda Alemania: doce millones de personas la han visitado desde su inauguración hace poco más de tres años. Pero el continente no puede hacernos olvidar que, más allá de la estética, la música que acoge –el contenido– se beneficia de unas condiciones acústicas inmejorables, tanto en la impactante sala grande como en la mucho más sobria sala pequeña. Así se constató ya en los diversos conciertos de inauguración y por ello se ha convertido en permanente objeto de deseo de orquestas, cantantes e instrumentistas.
Tras la última sinfonía escuchada el miércoles, la Quinta, cuyo último movimiento, como escribió E. T. A. Hoffmann en su famoso texto sobre la obra, “es como un radiante y cegador rayo de sol que ilumina de repente la oscura noche”, el viernes volvió a hacerse la luz con la única sinfonía de Beethoven animada por un auténtico programa descriptivo, tal como reflejan los títulos de sus cinco movimientos: la “Pastoral”. Nelsons la concibe casi como un ejercicio de goce estético, sensorial, tanto para él mismo, extasiado ante los sonidos que es capaz de producir la Filarmónica de Viena, como para sus oyentes. La fiesta no es solo puramente sonora: la interpretación es un despliegue constante de luces, de colores, de timbres, de leves irisaciones que dan fe de las emociones que despertaban en el propio compositor la contemplación y la vivencia de la naturaleza, el entorno que más inflamaba su inspiración.
Curiosamente, Nelsons no repitió la exposición del primer movimiento (otro tanto haría luego al comienzo de la Séptima, pero esta sinfonía ya anda sobrada de repeticiones), lo que no beneficia a la arquitectura global de la obra. Fue un mínimo borrón en una versión fraseada con delectación y cuidadísima aun en los detalles que pueden pasar más inadvertidos: los ocho últimos acordes del primer movimiento, por ejemplo, un prodigio de planificación de las distintas voces, o el último del segundo, poco después de las onomatopeyas sonoras de las tres aves, apenas una leve y delicada pincelada sobre un lienzo. Pero donde Nelsons se emocionó profundamente, allanando el camino para que el público lo acompañara, fue en el pasaje más cromático del desarrollo, un diálogo protagonizado por clarinetes, fagotes y primeros violines que marcó el punto más alto de la versión junto con otro destello de genialidad (el tempo suspendido) que confirma que el letón no imita a nadie, sino que tiene sus propias y brillantes ideas, a pesar de tratarse de un repertorio tan trillado. Fueron justo los últimos compases de la obra, manejando la dinámica con tiralíneas y el tempo, por el contrario, con la máxima libertad posible. Antes había planteado una tormenta rotunda, pero sin excesos, y un tercer movimiento muy vivo, quizá para acentuar el contraste con la milagrosa suspensión del tiempo alcanzada en la escena junto al arroyo.
La Pastoral protagoniza este año un proyecto internacional que enarbola la partitura de Beethoven como un recordatorio de que aquella naturaleza que la inspirara podría dejar pronto de existir tal como la conoció el compositor (en cierta medida ya lo ha hecho, como tristemente sabemos). En un nivel más prosaico, pocas horas antes del concierto, sin saber probablemente que otros campesinos ocuparían pocas horas después el centro del escenario de la Elbphilharmonie, decenas de agricultores bloquearon el centro de Hamburgo con sus tractores para protestar sonoramente por los bajos precios que reciben por sus productos. Nihil novum sub sole: en todas partes cuecen habas.
En la Séptima se repitió el prodigio inicial de la Cuarta: una introducción lenta que pocas veces ha podido escucharse mejor concebida y ejecutada. Como ya había sucedido en los dos primeros conciertos, el fugato del Allegretto fue otro dechado de transparencia y equilibrio, mientras que los dos últimos movimientos mantuvieron en todo momento el interés, a pesar de sus reiteraciones, gracias a la tensión y la permanente propulsión que sabía generar Nelsons desde el podio. El último as que escondía en la manga es una sensacional coda del Allegro con brio final, concebida y ejecutada como un gran arquitecto. Su rostro era desde el comienzo del concierto un rosario de sonrisas y gestos de aprobación (por haber hecho los músicos las cosas tal como él las había pedido en los ensayos), de complicidad (como cuando levantó hacia arriba el pulgar al timbalero a poco de iniciada la tormenta de la “Pastoral”) o de satisfacción plena. Los músicos también disfrutan tocando para él y la palma se la ha llevado estos días en este sentido Christoph Koncz, sentado en el primer atril de los segundos violines: su rostro es el de la expresión de la felicidad haciendo música.
En el concierto del sábado, que cerraba la serie, y organizado como los dos anteriores por ProArte (la institución que fundara Rudolf Goette), el director letón se mostró quizás algo más ausente, menos conectado tanto con la música como con la orquesta. Su versión de la Octava brilló con fuerza únicamente a ratos, como en el desarrollo del primer movimiento, un derroche de fuerza contenida, y todo el segundo movimiento, planteado casi como un delicado mecanismo de relojería solo en apariencia sencillo. Y algo parecido sucedió en la siempre esquiva Novena, una obra que “se ha visto rodeada de una niebla de palabras y epítetos considerables. Es, junto con la célebre ‘sonrisa de la Gioconda’, que una curiosa obstinación etiquetó para siempre como ‘misteriosa’, la obra maestra sobre la que se han dicho el mayor número de tonterías. Resulta asombroso que no haya quedado finalmente sepultada bajo el montón de prosa que ha suscitado”. Son palabras de Claude Debussy, que vinieron a la mente cuando Nelsons intentaba abrirse paso justamente entre esos jirones de niebla.
Es posible que se tratara del cansancio acumulado de director y orquesta tras dos semanas de gira muy exigente, ya que, al fin al cabo, están ofreciendo comprimido en cuatro días lo que a Beethoven le costó veinticinco años concebir e interpretar la música del alemán es un ejercicio tan gratificante como agotador: física y mentalmente. No obstante, también aquí asistimos a genialidades puntuales dentro de una plasmación global muy orgánica, como todas las anteriores, del conjunto de la obra. Lo que sucede es que el organismo de la Novena es muy complejo, muy novedoso, muy escurridizo. Nelsons no cargó las tintas en el primer movimiento, que fue creciendo en interés hasta cerrarse, una vez más, con una extraordinaria coda. En el segundo primó el orden y la precisión sobre el conflicto, mientras que fue en el tercero donde se alcanzó por fin una homogeneidad ininterrumpida, gracias a que volvió a funcionar la comunicación en las dos direcciones entre orquesta y director. Nada hace pensar tampoco que el letón tenga un programa oculto que ilustre esta música absoluta, a la manera defendida por Kirill Petrenko, cuya reciente visión de la obra reviste muchísimo menos interés que la de Nelsons.
En el último movimiento, el que concentra todas las miradas, la mejoría fue asimismo muy progresiva, con los consabidos momentos inalcanzables para casi cualesqiuiera orquestas y directores (el recitativo de violonchelos y contrabajos, los diálogos entre las maderas, la redondez del metal) y el definitivo punto de inflexión ascendente se produjo a partir del solo del tenor: la implicación física de Nelsons sobre el podio era, siquiera visualmente, el mejor termómetro. Dos coros de radio alemanes (de la NDR, la emisora local, y la WDR) prestaron una más que digna y valiente contrapartida a la excelencia de la orquesta, mientras que del cuarteto vocal solista destacaron claramente las dos mujeres (Lucy Crowe y Gerhild Romberger) sobre los hombres (Russell Thomas y Shenyang). Es muy difícil oír en directo la Novena con un cuarteto vocal en condiciones: cantan poco y lo que escribió Beethoven para los cuatro solistas es incómodo e ingrato. La más arrojada fue la soprano británica, que ascendió hasta el Si natural con suficiencia, poderío y belleza tímbrica. El triunfo final fue enorme, por supuesto, porque esta obra universal y universalista tiene la capacidad de arrastrar multitudes. Pero, sopesadas en frío, ninguna de las dos sinfonías había conocido una interpretación de la altura estratosférica de las siete anteriores.
No puede dejar de reseñarse para acabar, una vez más, que en los cuatro conciertos no ha habido un solo asomo de divismo por parte de nadie (Andris Nelsons el primero), ni propinas extemporáneas, ni aplausos desmedidos, ni salidas a escena del director en solitario tras retirarse la orquesta. Ha habido únicamente música grande interpretada con grandeza.