A propósito de todo, admirado señor Allen
Devoro de un milagroso tirón su apasionante autobiografía
Después de dos meses y medio con la exclusiva compañía de uno mismo, en el campo de concentración en el que se ha transformado tu casa, la impagable risa había dejado de visitarme. Y es muy jodido sobrevivir sin el poder de evasión y el gozo que esta te proporciona. Pero esa bendición que espanta momentáneamente a la soledad ha retornado alguna vez. Por ejemplo, revisando y disfrutando de muchas de las películas que se inventó Woody Allen y prescindiendo de las pocas que no me han hecho gracia. También, en una época adversa a...
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Después de dos meses y medio con la exclusiva compañía de uno mismo, en el campo de concentración en el que se ha transformado tu casa, la impagable risa había dejado de visitarme. Y es muy jodido sobrevivir sin el poder de evasión y el gozo que esta te proporciona. Pero esa bendición que espanta momentáneamente a la soledad ha retornado alguna vez. Por ejemplo, revisando y disfrutando de muchas de las películas que se inventó Woody Allen y prescindiendo de las pocas que no me han hecho gracia. También, en una época adversa a la concentración que exige la lectura, devorando de un milagroso tirón su apasionante autobiografía, titulada tramposamente A propósito de nada. Si en el enunciado hubiera cambiado el “nada” por el “todo”, tal vez fuera menos ingenioso y existencialista, pero sí mucho más preciso.
Adoro una preciosa película suya titulada Días de radio. Y en las 100 primeras páginas de ese libro vuelvo a encontrarme mediante palabras impresas con aquel universo que describió con imágenes y sonidos. Allen escribe con toneladas de ingenio y brillante sinceridad sobre su infancia y adolescencia, la relación con su pintoresca familia, sus sueños y sus realidades, su precoz amor a la magia como refugio ante un mundo que le daba miedo, su desafecto ante los profesores y la autoridad, sus satisfechas pillerías, el descubrimiento de que puede ganarse la vida haciendo reír a los demás.
Y también, de su eterna y carnal afición al otro sexo, con todos sus pasos encaminados para lograr la atención de esas féminas con las que babea. Para ello, tratará de inventarse un personaje educado, parecer culto y comunicativo para despertar el interés de esas crías de largas piernas y medias negras, sofisticadas y leídas, con el maquillaje justo, tan cool ellas. O sea, siempre pensando en lo mismo, en ser hechizante para las damas, en busca de erotismo, seducción y amor, como han hecho todos los adolescentes sanos desde el Paleolítico. Y las mujeres, junto al trabajo incesante y el amor a la música y los deportes, aunque las tormentas y los naufragios le hayan empapado y asfixiado en diversas épocas de su existencia, han sido sus eternas tablas de salvación.
Allen recorre durante mucho y venturoso tiempo sus precoces inicios profesionales escribiendo chistes para cómicos famosos, atreviéndose a pisar los escenarios y los clubs haciendo monólogos humorísticos. Y la fama no se mostró esquiva con su puro talento, su originalidad, su causticidad, su lúcida desvergüenza, su don para conectar con un público exigente y cada vez más amplio.
También descubre lo grato que es que empiecen a pagarle un pastón por lo que sabe hacer. Y la desilusión ante el destrozo de sus guiones en algunas producciones de lujo. Hasta que tiene la oportunidad de dirigir sus propias historias, marcándose desde el principio reglas intransferibles, como hacer lo que le dé la gana, que los productores se olviden de él hasta que entrega su obra, mantener su autonomía artística a cualquier precio. Y le va muy bien. Realiza varias películas hilarantes hasta que llega esa obra maestra que es Annie Hall. Ahí empieza a combinar el humor con los sentimientos, a hablar de lo que les ocurre a los seres humanos. Lo hace con una inteligencia y una complejidad apabullantes. Tampoco le falta nunca la imaginación. Posee multitud de ideas, cosas que solo se le pueden ocurrir a él, y que desarrolla con un estilo, unos personajes, unos diálogos, unas situaciones que llevan la marca de la casa, que van a hacer disfrutar a los espectadores de cualquier parte.
Todo es muy ocurrente, vitalista, paradójico y ameno hasta que llega el momento de ajustar cuentas con el calvario que le ha triturado desde hace 30 años. Hasta entonces, Allen nos ha hablado del conocimiento, éxtasis, declive y separación con las mujeres que marcaron su vida. No hay rencores a pesar de los pesares, son las cosas de la vida. Con Diane Keaton, una de ellas, mantendrá profunda amistad y complicidad a perpetuidad. También ha existido un bache por razones económicas que no se reparará jamás con su productora y fraternal amiga Jean Doumanian. Pero lo que ocurre entre él y Mia Farrow es salvaje, tenebroso, sórdido. Allen asegura incansablemente haber sido una víctima en manos de una persona tan maléfica como desequilibrada, sádica y manipuladora, calumniadora e implacable. Y entiendo que se explaye con el horroroso tema después de tantos años de silencio, defendiéndose en los tribunales de justicia, y estos desestimaron todas las demandas, contra la opinión de muchas histéricas y oportunistas cazabrujos del MeToo, de los medios sensacionalistas (también con The New York Times, aunque este presuma de riguroso), de bastante gente que había trabajado con él y renegó de Allen buscando salvarse del apestado y conseguir certificado de moralidad. Yo me creo lo que cuenta Woody Allen, pero hay un momento en el que digo: “Para ya, vuelve a otro tema”. Lo hago por egoísmo, ya que el brillante espectáculo se ha tornado muy trágico y muy sucio. Cuando este finaliza retorna el Allen que habla de su cine y del ajeno, de sus grandes amores artísticos, que no comparto precisamente. No aparecen los grandes nombres del cine estadounidense, casi todas sus pasiones son europeas. Su homenaje a los actores y a las actrices que trabajaron con él, su muy esforzada y obsesiva negación de que nunca ha sido un intelectual, jocosas anécdotas de su existencia, su alergia a cosas que podrían poner muy contentos a gran parte de los mortales. Nada en el pensamiento y en la actitud de este hombre es convencional.
Y termina afirmando que su existencia es feliz al lado de Soon-Yi Previn y de los dos hijos que adoptaron, no parando de currar (yo lo denominaría crear, aunque suene ampuloso), haciendo esta declaración tan inquietante como conmovedora: “Cuando hay sol, me deprimo. Y la ciudad es tan hermosa bajo la lluvia, con el cielo nublado. No sé por qué. Algunos sugieren que es un correlato objetivo de mi estado de ánimo. Mi alma está cubierta de nubes”. Y respecto a su legado: “Más que vivir en los corazones y las mentes de mi público, prefiero seguir viviendo en mi casa”. Tiene crudo su deseo, su cine ya está instalado para siempre en los corazones y cerebros de todos esos espectadores a los que nos ha hecho dichosos.