La mentira como metástasis
Hay que ir al madrileño teatro Pavón Kamikaze para aplaudir 'Traición', una cumbre de Harold Pinter, dirigida por Israel Elejalde
Podría decirse que Traición (Betrayal; 1978), de Harold Pinter, es un laberinto de engaños. O tres ejemplos de la mentira como metástasis.
Israel Elejalde nos ha servido una muy buena función. Como debe ser: muy feroz, muy triste, muy divertida. Arranca con una mezcla de tonalidades y un diálogo estupendamente medido. Jerry, agente literario, y Robert, editor, son amigos íntimos desde la universidad. Emma, esposa de Robert, dirige una galería de arte. Penelope Wilton, Michael Gambon y Daniel Massey, protagonistas de lujo, la estrenaron en el Lyttelton, en el National Theatre de Londres, a las órdenes de Peter Hall. Su estructura de juego temporal recuerda a la de Merrily We Roll Along (1934), el clásico de Kaufman y Hart, pero en clave mucho más seca y amarga. Aquí son nueve escenas, que comienzan en 1977 con un reencuentro en un pub, años después de una intensa relación. La segunda escena sigue en ese año, y la tercera, en 1975. Las siguientes continúan retrocediendo (1974, 1973, 1971), y la historia retorna al origen: 1968.
Pinter borda de muy distintas maneras las rendijas por las que nacieron y, sobre todo, escaparon las pasiones. No hay aquí nada críptico: todo es complejo pero sencillo. Para mi gusto, lo más fascinante del texto es su economía (y la de su puesta). El dramaturgo resumió Traición diciendo que narraba 10 años en la amistad entre dos hombres. La misoginia de ambos repta como sanguijuelas inesperadas: la metáfora del squash como un ritual íntimo masculino, casi vetado para mujeres, por ejemplo.
Abundaron los palos de la crítica, que tildó la obra de frívola o banal, pero acabaría siendo el mayor éxito de su autor, la más popular y asequible.
Es excelente la pianista Lucía Rey, aunque a ratos su talento apabulla un poco o subraya demasiado. Lo mejor: cuando sus sonatas parecen árboles recién amanecidos o fundiéndose con el frío. Y hace crecer el silencio. En las obras de Pinter, el silencio suele ser más poderoso que un estallido.
Antes he hablado de amargura, pero también estoy muy de acuerdo con Hall cuando calificó la pieza de música de cámara que le recordaba a Mozart. Desde muy joven, a Pinter le gustaba Noël Coward, aprendió mucho de él y más tarde lo interpretó varias veces. Aquí Coward suena cambiante, como el comodín de una baraja, y su mezcla de alta comedia y crueldad sonriente hace culminar la escena de Torcello. A ratos, Robert parece que no se entera de nada y lo pilla todo al vuelo. Pasa tres cuartas de lo mismo con su amigo, pero al revés: Jerry tiene algo de halcón, pero también parece ser el último en enterarse. Pinter no da puntada sin hilo: tampoco hay que perderse otra escena en la que Robert, bajo la caperuza de una borrachera, nos cuenta una crisis que dice mucho de su vida.
Israel Elejalde dirige sus puestas con una firmeza cada vez más intensa. El equipo estuvo a punto de pisar el escenario del Pavón la pasada primavera, pero estalló la pandemia. Ahora han vuelto los tres intérpretes y da gusto verlos: Irene Arcos (Emma), Raúl Arévalo (Robert) y Miki Esparbé (Jerry). La versión (rítmica, casi musical) corre a cargo de Pablo Remón. Jerry es ególatra y narcisista, pero con las mañas de un timador elegante, y una violencia sibilina que parece a punto de estallar en cualquier momento sin perder la sonrisa. Arévalo tiene el aire de un joven De Niro, un gánster del East End, con su humor tenso, cínico, afilado. Jerry quizás acabe siendo el más triste. La escenografía, coronada por el título como un rótulo rojo de club nocturno, lleva la firma de Mónica Boromello, y la cuidada luz es de Paloma Parra.
He visto cuatro montajes de la función al correr del tiempo y sigo atrapado en una paradoja: echo muchísimo de menos conocer más cosas de Emma y sin embargo me fascina, porque es uno de los personajes femeninos más hondos del autor. Tiene los destellos pasionales de una criatura de Terence Rattigan: densidad emotiva, sensualidad, sutileza. Y misterio. Irene Arcos, nueva en esta plaza, exhala la dulzura juvenil de Jane Birkin y parece hacer brotar sus sentimientos a flor de piel, como un chasquido de dedos. Única pega: a veces se le escapa la vocalización.
Sus mejores escenas son varias, pero me quedo con la primera y la última (que van a la inversa, como se sabe). Lo diré de otra manera: el amor emergiendo en la penumbra de una alcoba familiar y el golpe de llanto tras una tensión que estalla en unas lágrimas cargadas de pasado. Por cierto: ¿por qué no aparece Judith, la esposa callada, ni Casey, el joven escritor que ha forrado a su agente? Preguntas cuyas respuestas están en manos de Pinter y deja que se formen en nuestras cabezas. Y vuelvan como un posible eslogan: la peor traición es engañarse a uno mismo.
Traición. Texto: Harold Pinter. Dirección: Israel Elejalde. Teatro Pavón Kamikaze. Madrid. Hasta el 4 de octubre.
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