Murciélago de compañía
Que se te cuele un quiróptero en casa mientras ves la tele invita a reflexionar sobre estos incomprendidos animales y, claro, los vampiros
“El día pertenece al hombre, pero la noche es suya”. Pensaba hace unas semanas en la inquietante frase promocional de la versión cinematográfica (bastante endeble) de la estupenda novela Alas de noche, de Martín Cruz Smith (Argos Vergara, 1977), sobre una invasión de murciélagos vampiros infectados de peste bubónica en una reserva hopi de Arizona, que ya es tema. Me vino a la cabeza porque estaba viviendo una situación parecida: se había colado un murciélago en mi casa de Viladrau, en la montaña, y estaba el tío volando una y otra vez de lado a lado del salón, surcando el aire justo ante mis ojos, a la altura de la pantalla del televisor, en el que me gustaría poder decir que daban Las novias de Drácula, pero en realidad eran las noticias de La 1.
El bicho era seguramente un murciélago común, un pipistrelo (Pipistrellus pipistrellus), que es como, por cierto, denominaban a los bombarderos italianos Savoia-Marchetti SM 81 de la Guerra Civil, ahí queda. Pero vete a saber, igual se trataba de uno raro como el nóctulo gigante, o de un myotis, o de un despistado —pues no hay en el Montseny— moloso común (Tadarida brasiliensis) como los que forman las grandes colonias del sur de EE UU y que constituyen un espectáculo de primera, digno de Bram Stoker, cuando salen volando a millones de sus dormitorios en oscuras columnas semejantes a siniestros pendones transilvanos recortados contra el crepúsculo.
No es que lo haya visto personalmente, ese despliegue de patagios, pero lo explica de maravilla el ecólogo, conservacionista y apasionado defensor y divulgador de los murciélagos Merlin Tuttle (Honolulú, 79 años), autor del imprescindible The Secret Lives of Bats, My Adventures with the World’s Most Misunderstood Mammals (Las vidas secretas de los murciélagos, mis aventuras con los más incomprendidos de los mamíferos, HMH, 2015). Tuttle, que trata de concienciarnos de lo asombrosas e interesantes, y nada siniestras, que son esas criaturas que jamás se te enredarán en el pelo, fue el científico que salvó en los años ochenta del exterminio la famosa colonia de un millón de molosos que vive en verano bajo el puente de la Avenida del Congreso en Austin, Texas. Tuttle revirtió su mala fama para convertir esos murciélagos y su espectacular e intimidante vuelo masivo al ponerse el sol en una de las grandes atracciones turísticas de la ciudad, devenida, según su alcalde, en “The bat capital of America”, la capital murciélago de América, desbancando así a Gotham.
En su libro, el mejor de murciélagos que conozco, sin olvidar el de Cruz Smith, Drácula y los cómics de Batman, el biólogo justifica su amor por esas criaturas denostadas —y más ahora que se las señala como vector de transmisión de la covid, además de contagiar la rabia—, y nos lleva con él de viaje para vivir extraordinarias aventuras (incluso en el río Kwai) en busca de las más raras y fascinantes especies (hay un millar en total, 30 en España). Entre ellas el murciélago pinto, el blanco de Honduras, el de alas amarillas, el amenazado zorro volador de Samoa, o los comedores de ranas, que pueden identificarlas por sus cantos nupciales. En África, el naturalista hubo de afrontar leones, mambas, elefantes furiosos y furtivos; afortunadamente, lo acompañaba un kikuyo especialista en vida salvaje y adiestrado en contrainsurgencia por el Mossad.
De la mano de Tuttle nos adentramos en las inmensas cuevas donde se refugian los murciélagos, como la de Tailandia en la que vivía además un tigre, lo que la hacía difícil de visitar; la Khao Chong Prang o la famosa Bracken Cave, cerca de San Antonio (Texas), un lugar dantesco donde los murciélagos, entre 10 y 20 millones de ellos (las mayores colonias de mamíferos del mundo), cubren completamente las paredes como una masa viva y sus deposiciones (guano) producen una cantidad tal de amoniaco que la atmósfera se hace irrespirable para los humanos. Durante su visita, Tuttle —y mira que le gustan los murciélagos— casi se desmaya por los gases y fue atacado por los escarabajos derméstidos que se alimentan de los excrementos y ríete tú de los que protegían los secretos de Hamunaptra en La momia.
Con el biólogo, que en una ocasión se encuentra con una cobra real en un angosto paso en una gruta, un trance, aprendemos cosas como que los murciélagos son fundamentales en la dispersión de semillas y en la polinización de muchas especies vegetales, así como en la destrucción de insectos que devastan las cosechas; que viven mucho más que otros mamíferos de su tamaño, una media de 20 años; que las hembras son excelentes y abnegadas madres que adoptan a los huérfanos, o que aunque se parezcan es fácil distinguir los excrementos de murciélago de los de ratón: los primeros son iridiscentes por los restos de la quitina de los insectos que consumen.
El capítulo que más me ha gustado es, claro, el de los vampiros. No podía dejar de pensar en ellos mientras el murciélago hacía pasada tras pasada frente a mí, deteniéndose a veces en una viga del techo para luego volver a lanzarse como un pequeño trapecista a lo Alfredo Colona. ¿Me estaría mirando el cuello?, me preguntaba aferrado a la raqueta de tenis como arma disuasoria tipo estaca. ¿Se convertiría en una vampiresa como las que seducen entre sedas, muslos y colmillos, a Jonathan Harker (Keanu Reeves) en el Drácula de Coppola? (¡a ver si había suerte!).
Los vampiros de verdad nada tenían que ver inicialmente con los de las leyendas, que son anteriores al hallazgo, en América —el único continente donde viven— de los murciélagos que se alimentan de sangre. Al descubrir su existencia, los europeos los bautizaron como a los monstruos de sus pesadillas. Solo tres especies de murciélagos son hematófagos (menos del 1% de las especies) y solo una, el vampiro común (Desmodus rotundus), chupa a los humanos. Los otros dos, el vampiro de alas blancas y el de patas peludas, se alimentan de la sangre de las aves. Sus excrementos son distintos de los de los otros murciélagos, como alquitrán negro rojizo. Se los persigue con saña por sangrar al ganado y sobre todo por su mala fama acuñada en tantas películas de la Hammer: Tutlte describe cómo se usan contra ellos incluso lanzallamas ¡(lo que hubiera dado Van Helsing por tener uno!). Sin embargo, el naturalista señala que son animalillos bastante inofensivos e inteligentes, capaces de saber por el ritmo cardiaco si sus huéspedes (y valga el concepto) están dormidos. Alimentarse de sangre de animales vivos si eres pequeñito y no dispones de los recursos sobrenaturales de Drácula es muy peligroso, subraya empáticamente Tuttle. El vampiro, que mantiene su pelo facial en constante contacto con la presa para detectar cualquier movimiento y escapar, generalmente corriendo más que volando, ha de actuar con muchísimo tiento. Su saliva es un cóctel químico con sustancias anestésicas y que estimulan el sangrado, entre ellos el anticoagulante draculina (!).
Merlin Tuttle explica que una vez, estando entre los indios chamula de México, que le decían que “solo un loco juega con vampiros”, le mordió uno mientras lo desenredaba de la fina red con que lo había capturado. Es la segunda persona real a la que conozco a la que ha mordido un vampiro. La otra es mi madre. La mordieron varias veces de pequeña en la hacienda de la familia en Venezuela, en los labios. Los criados pasaban por las noches por las habitaciones para ahuyentarlos. Me encantaría poder volver a conversar con ella de murciélagos y vampiros ahora que he aprendido tantas cosas con el libro de Tuttle. El otro día, hipnotizado por el vuelo pendular de mi visitante, imaginé que mi madre regresaba como una Lucy Westenra bondadosa. Al cabo la mordió un vampiro. Me quedé dormido en el sillón y cuando desperté, todavía con una extraña sensación de felicidad, ya los vapores de la noche se habían disipado, amanecía y el murciélago se había marchado.
Babelia
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