El aprendiz que ascendió a asistente de Antonio Vega
Un inocente se convierte en chico para todo de una figura de vida peligrosa
En su prólogo para Vatio (Coba Fina), Ray Loriga destaca tres veces que estamos ante una novela. Un recordatorio oportuno dado que el libro de A. J. Ussía tiene varias lecturas posibles. De principio, parece el risueño retrato de una bohemia bien, con chicos que se emancipan y alquilan un piso en el barrio madrileño de Huertas. Sin romper los vínculos anteriores: una familia cede los muebles, otra se ocupa de que alguien vaya a cocinar una vez por s...
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En su prólogo para Vatio (Coba Fina), Ray Loriga destaca tres veces que estamos ante una novela. Un recordatorio oportuno dado que el libro de A. J. Ussía tiene varias lecturas posibles. De principio, parece el risueño retrato de una bohemia bien, con chicos que se emancipan y alquilan un piso en el barrio madrileño de Huertas. Sin romper los vínculos anteriores: una familia cede los muebles, otra se ocupa de que alguien vaya a cocinar una vez por semana; Andy, el protagonista, puede usar los coches de sus mayores.
El dato de (poder) estar motorizado le proporciona un trabajo mágico: ejercer de roadie, no, de asistente personal de su ídolo, Polo Targo. Obviamente, un trasunto de Antonio Vega, aunque el autor se ocupa de crearle un cancionero y una discografía originales. El resto de los personajes tienen nombres y apellidos reales, aparte de los que requieren seudónimos, a veces transparentes (imaginen quién es Teddy Altruista). Una precaución sensata, dado que estas historias no son necesariamente ejemplares.
Existe una curiosidad creo que legítima por el modus operandi de Antonio Vega durante sus años finales. Entonces asistimos consternados a una degradación de sus condiciones de vida tan evidente –del chalet en la periferia al hotel de medio pelo- como su deterioro físico y artístico. Más allá del morbo ¿esto tiene interés? Desde luego: afectó directamente a su obra. Incluso se puede cuantificar: disminuían las composiciones originales y sus álbumes aumentaban en instrumentales y temas de otros. Las irregularidades de su trayectoria como solista se cubrieron con un disco en directo, una colección de colaboraciones, un homenaje, varios recopilatorios. En verdad, bastaba con acercarse a sus conciertos para comprender que algo andaba mal, muy mal. Ajado y encorvado, una cadena musical anunció que no programaría sus nuevos vídeos.
Ussía pone negro sobre blanco la naturaleza del problema, discretamente sugerido en un libro anterior, elaborado precisamente por su hermano, Juan Bosco, y titulado Antonio Vega: mis cuatro estaciones. Una de las obligaciones de Andy consiste en escoltar a Polo hasta Las Barranquillas, para comprar drogas duras. Calcula que ese consumo supone entre quinientos y mil euros diarios (una cantidad que aumenta cuando el cantante debe asumir la deuda de una proveedora, La Charo, cuyas argucias para sobrevivir constituyen la parte más trepidante de Vatio).
Las raras veces que Antonio Vega hablaba de su adicción, resultaba poco fiable: en contra de lo que afirmaba, su fama le ayudaba en aquel inframundo. Organizaba su actividad para contar regularmente con dinero fresco, mediante conciertos en solitario que cobraba en metálico; sin esos ingresos, podía pignorar guitarras propias –y alguna ajena- en Cash Converters (aunque luego procurara rescatarlas). Le sostenía una red de apoyo, con diferentes grados de implicación: discográfica, management, promotores, músicos. A ver: no es una crítica. Después de que fracasaran las reiteradas intervenciones de familiares y amigos, en el mundillo se llegó al consenso de que solo quedaba facilitarle el estilo de vida que conscientemente había elegido.
Antonio era un formidable manejador de los sentimientos ajenos. Sabía encontrar el punto flaco de los civiles, los que no estaban en su guerra; hasta sus colegas de profesión, incluyendo a Paco de Lucía, le mostraban aquiescencia y respeto. Posiblemente, en su intimidad, se creía más duro, más listo que cualquiera. Al menos, eso se deduce en Vatio de su reacción ante la truculenta muerte de Enrique Urquijo: “Le daba miedo pillar por Malasaña… Lo suyo no eran adicciones al uso, necesitaba evadirse de lo mal que lo pasaba… Era muy miedoso para estar enganchado… No se atrevía a ir al infierno, como hago yo”. Antonio se veía como un acorazado de bolsillo camuflado como barco de recreo, aunque sus mañas no le evitaron algunas situaciones bastante chungas.
Genuinamente horrorizado, A. J. Ussía evita detenerse en la mecánica de la adicción, aparte de pinceladas ambientales sobre “el humo azul” y “los sopletes”. Le apasiona más el proceso de creación, tanto en el estadio de maquetas como en la grabación profesional. Relata asombrado cuando Polo/Vega huye del hospital de La Paz, donde se recupera tras el fallecimiento de su querida Laura/Magda, para versionar una de las canciones favoritas de la difunta, Me quedo contigo. Convoca a sus músicos, toma por asalto un estudio reservado para Rosario Flores y, con toda su fragilidad, lleva la confesión de Los Chunguitos hacia su territorio.
Vatio se venderá por su testimonio sobre el lado salvaje de una vida, pero finalmente tiene carácter de bildungsroman. La novela de formación de un novato que quiere ser músico y que, al lado de Antonio Vega, descubre desolado que carece de sus recursos, de su obsesión por moldear la canción perfecta. Felizmente, sí posee la penetración psicológica, la habilidad descriptiva para convertir Vatio en esa bestia rara: la novela de rock creíble.