Cuando las letras de las canciones despiertan la vocación de escribir

La deuda de la literatura con la música se palpa en figuras como Sergio Ramírez con los boleros, Wendy Guerra con los sones o María Fernanda Ampuero con Mocedades

Mocedades, durante la interpretación de 'Eres tú' en la edición de 1973 del festival Eurovisión.

No solo las primeras lecturas o los cuentos de los abuelos han sido inspiradores para la literatura. Cada vez más escritores reivindican la música como su dios tutelar. Muchos confiesan que la vocación les llegó en la infancia no a través de otros libros, sino de canciones con letras que depositaban en su memoria historias y sentimientos a veces todavía ajenos y difíciles de entender para un niño. La deuda de la literatura con la música como despertador del deseo de escribir la reconocen nombres como Sergio Ramírez con l...

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No solo las primeras lecturas o los cuentos de los abuelos han sido inspiradores para la literatura. Cada vez más escritores reivindican la música como su dios tutelar. Muchos confiesan que la vocación les llegó en la infancia no a través de otros libros, sino de canciones con letras que depositaban en su memoria historias y sentimientos a veces todavía ajenos y difíciles de entender para un niño. La deuda de la literatura con la música como despertador del deseo de escribir la reconocen nombres como Sergio Ramírez con los boleros, Wendy Guerra con los sones, Lorena Salazar Masso con Nina Simone, Miguel Ángel Oeste con los Beatles, María Fernanda Ampuero con las baladas de los setenta y ochenta o Summer Pierre con Suzanne Vega.

Del puro sentimiento viene el primer soplo de inspiración del nicaragüense Sergio Ramírez (79 años), ganador del Premio Cervantes 2018, que convierte su recuerdo casi en una canción: “Yo vengo del tiempo de los boleros románticos, que empiezan en mi memoria con Dos gardenias, cantado en un viejo gramófono por Daniel Santos. De la música cumbanchera bailada en las viejas películas mexicanas en los sets con decorados tropicales, palmeras y timbales por María Antonieta Pons, Tongolele, Ninón Sevilla y Rosa Carmina. Y vengo de la música de mis tíos, interpretada por ellos en la orquesta Ramírez, que ensayaban en la casa de mi abuelo Lisandro, desde foxtrots hasta valses, y otra vez boleros”.

De ritmos más jacarandosos procede la cubana Wendy Guerra (50 años). Se recuerda muy pequeña en el parque Martí en Cienfuegos cuando sale a cantar Barbarito Díez acompañado por la orquesta de Antonio María Romeu: “De pie, tieso y con una emoción contenida. Lo que escuché esa noche, letra y melodía, modificó mi modo de entender las cosas”. Era La cleptómana, letra y música de Agustín Acosta y Miguel Luna, que “narra cómo una misteriosa mujer se lo robaba todo en un comercio antiguo, y describe, además, el lugar y el modo en que lo hacía con un enigma y sofisticación poco comunes en la música popular cubana, esa que lo cuenta todo y no se guarda nada”. Luego vendrían la vieja trova, la voz de María Teresa Vera y Compay Primero Lorenzo Herrezuelo. Canciones anónimas como El colibrí la llevaron “por un viaje de historias ocultas que necesitaba despertar y recomponer”, y donde aún asegura que continúa.

Página de la novela gráfica 'Todas las canciones tristes', de Summer Pierre.

A la ecuatoriana María Fernanda Ampuero (39 años), una de las revelaciones del nuevo cuento latinoamericano con Pelea de gallos y Sacrificios humanos (Páginas de Espuma), le resultaba imposible no escuchar la balada española y la música popular latinoamericana: “Sonaba en mi casa y en los trayectos de más de diez horas desde Guayaquil hasta Quito. Mi padre era un melómano absoluto, tenía cajas de discos y casetes que él mismo grababa”. Canciones que incluían desde Mocedades y Julio Iglesias hasta Emmanuel o Ana Gabriel y artistas de los años 80. “Todo ese champú de canciones trágicas, luego los pasillos de mi abuela y más adelante mis propias elecciones con grupos como Mecano, donde cada canción es una historia, son parte de mi educación literaria”, reconoce Ampuero.

Ya lo dijo Darío Jaramillo en 2008, en Poesía en la música popular latinoamericana: un cancionero (Pre-Textos): “Esas canciones modelaron la forma de sentir y la forma de decir el amor en varias generaciones de latinoamericanos. En estas canciones hay una poesía que es distinta de la poesía para leer en silencio. Con una estética y una retórica diferentes”. Porque “hay una poesía para ver y hay una poesía para oír”, escribe el poeta, ensayista y narrador colombiano.

“Cuando escuchaba a Nina Simone cantar pensaba en que quería escribir como ella cantaba. Por la fuerza que tiene a la hora de cantar y porque sus canciones las entendía como poemas”, revela la colombiana Lorena Salazar Masso (29 años), que ha debutado en la novela con Esta herida llena de peces (Tránsito).

Algo parecido vivió el malagueño Miguel Ángel Oeste (48 años), cuya novela Arena (Tusquets) abre con una cita de Los Planetas: “Si está bien, si es tan fácil, ¿por qué duele así por dentro?”. A los 10 años llegó la música a su vida. Una forma de experimentar como propios los sentimientos y emociones que describían las canciones: “Me fascinaba esa capacidad casi infinita de una buena canción pop de sumergirnos en otras realidades y sensaciones. Probablemente, ahí está mi primera conexión con la palabra escrita. En aquellas letras de los Beatles que evolucionaron de sus simples (”she loves you yeah yeah yeah”) a otras más complejas en las que creaban personajes con vida propia, casi literarios (Eleanor Rigby), o que nos hablaban de temas tabú como la muerte. Más tarde, también en aquellas letras de Los Planetas que conseguían transmitir una fuerte carga emocional, incluso política”.

'The Beatles' durante una actuación, fecha desconocida.AP

Una de los últimos en juntar notas musicales y literarias para contar la influencia de las canciones en su vocación por el cómic es la historietista Summer Pierre en su novela gráfica Todas las canciones tristes (Libros Walden), nominado al Premio Eisner. El tema que despertó la inspiración literaria en esta artista estadounidense, colaboradora de The New Yorker y The New York Times, fue La reina y el soldado, de Suzanne Vega. Tenía 17 años y nunca había escuchado una canción como esa: “Era como un cuento, pero en una canción. No tenía coro, sino que era una balada larga, hermosa y conmovedora sobre un soldado que se dirigía a su reina para decirle que ya no estaba luchando por ella. Un escrito hermoso donde podía ver con mucha claridad la imagen de esa reina joven y frágil y ese soldado enojado pero tierno”.

Más allá de ser inspiradora de otras artes, la música también es refugio y tabla de salvación. Lo ha sido para Ramón Andrés, que acaba de ganar el Premio Nacional de Ensayo por su obra Filosofía y consuelo de la música (Acantilado), que confiesa que nació en un hogar donde todo fue discordia: “Mi padre era violinista aficionado, y mi hermana estudiaba canto. Apenas con cuatro años sentí que la música me salvaba de aquel violento caos. Era un contraste liberador. Nunca me he separado de ella. La música ha sido mi hospicio. Estudiar música y escribir era lo único que me interesaba, y este impulso me ha traído hasta aquí”. Durante una década fue músico profesional, pero en 1984 la dejó para dedicarse a la escritura: “En realidad, nunca he dejado la música, me acompaña día a día, escribo sobre ella, la pienso, se lo debo todo; es mi sanación”.

Por qué la música despierta en los niños y adolescentes sensaciones o sentimientos aún no vividos es un misterio. Lo explica así Alex Ross, crítico musical de The New Yorker y autor de libros como El ruido eterno: escuchar al siglo XX a través de la música o el reciente Wagner. Arte y política a la sombra de la música (Seix Barral): “Escuchar música es una especie de trance: la parte más cognitiva se relaja y queda en un segundo plano. Los sonidos nos hablan en un lenguaje que te guía por tu yo interior y te lleva a sensaciones, ideas y sentimientos desconocidos”. Como querer trasladar esa experiencia a la escritura de libros.

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