La Stasi contra el punk: 12 años de guerra
En la República Democrática Alemana, la represión no pudo con la tropa de los imperdibles
De vez en cuando, los publicistas se ponen apocalípticos y aseguran que The Rolling Stones (o AC/DC o Pink Floyd) derribaron el Muro de Berlín. Sugieren que el público de la República Democrática de Alemania (RDA) estaba tan ansioso de rock que terminó por defenestrar a sus escleróticos dirigentes.
Hay un problema con esa actualización del mito de las trompetas de Jericó. En verdad, los chavales listos de la RDA disponían de todo el rock que quisieran. Las novedades llegaban a sus oídos gracias a las emisoras de la República Federal Alemana(RFA); los elepés foráneos no se publicaban, pero se difundían a través de casetes caseras; ocasionalmente, actuaba alguna superestrella occidental, como Bruce Springsteen en 1988.
De hecho, la RDA había generado su propio star system rockero, con disciplinados grupos y solistas que firmaban con el sello estatal Amiga. Artistas que, si eran ideológicamente fiables, hasta podían visitar Occidente, caso de Puhdys, que grabaron en Londres e hicieron una gira promocional por Estados Unidos.
Sin embargo, surgió una “música moderna” que el régimen comunista no toleraba: el punk. Aparecieron punkis por las calles desde 1977: la frontera resultaba lo bastante porosa para que se colaran la música y la imagen de Sex Pistols. Y los lemas, inicialmente provocaciones calculadas en boutiques londinenses, adquirían otra dimensión en la RDA. Ellos podían entender lo que quería expresar Johnny Rotten cuando berreaba “no hay futuro” pero en su país había demasiado futuro… regulado por el Estado. Organizaciones juveniles obligatorias, salidas profesionales forzosas, temporadas de trabajo “voluntario”.
Fue odio a primera vista. Las vestimentas, los peinados punkis se podían improvisar, aunque convertían a los valientes en blancos fáciles. La hostilidad de la población y la antipatía de los profesores se unieron al implacable acoso de la Volkspolizei. Primero, se trataba de alejarlos de lugares turísticos, como la Alexanderplatz berlinesa. La policía recurría a la brutalidad, los arrestos arbitrarios, los interrogatorios interminables. Luego, se pasaba al sistema judicial.
Disponían de un abundante arsenal legislativo. Ser acusado de asoziale Verhalten (comportamiento antisocial) podía suponer año y medio de cárcel, con la letra pequeña de trabajos forzados (a veces, encargos de empresas occidentales, como IKEA) y extracciones de sangre también para la exportación. Una vez cumplida la pena, el sujeto era desterrado a pueblos perdidos, se limitaba su movilidad o veía adelantado su servicio militar. Si se mostraba pertinaz en su rebeldía, se le podía expulsar a la República Federal, asumiendo que la RDA era el paraíso.
La politización de los punkis derivó de tanto hostigamiento. Descubrieron que los únicos espacios libres en la RDA pertenecían a la Iglesia Luterana, que había firmado una especie de concordato con el régimen. En una institución descentralizada, algunos diáconos abrían sus templos a grupúsculos disidentes; hippies, pacifistas, ecologistas, defensores de los derechos humanos. Con reticencias, los punkis fueron acogidos allí. Podían montar conciertos, gracias al precedente de las llamadas “misas de blues”, eufemismo para los recitales de rock contracultural. A la salida, cierto, los punkis se arriesgaban a ser detenidos, pero, a finales de 1982, eso ya planteaba problemas logísticos: las autoridades estimaban que en la RDA había cerca de mil punkis… más unos diez mil simpatizantes.
Furia en la Seguridad del Estado, más conocida como Stasi. El ministro al cargo, el general Erich Mielke, ordenó una guerra total. Con sus inmensos recursos, abrió ficha a los sospechosos: gracias a la ubicua figura del spitzel (el chivato), la Stasi estaba al tanto de todo lo que planeaban aquellos pájaros. Se pretendía localizar la subversión extranjera, el “oro de Bonn”, sin comprender que el núcleo duro del movimiento detestaba tanto el capitalismo de la RFA como el degenerado sistema encabezado por Erich Honecker.
Los punkis eran audaces: se intentaban colar en actos de homenaje a mártires como Rosa Luxemburgo o manifestaciones organizadas a favor de “la paz”. Muchos grupos se sometieron al Einstufung, un examen que permitía adquirir el grado de banda amateur, con acceso a bolos remunerados en los abundantes clubes juveniles autorizados. Con ese beneplácito, incluso sonaban en la radio musical estatal, DT 64, y algunos hasta grababan en la discográfica Amiga, que ansiaba seguir las nuevas tendencias.
Hubo trucos sucios. Las autoridades alentaron inicialmente a los skinheads, minoría violenta escindida del punk, para que atacaran a sus antiguos colegas. Tardaron en advertir que, entre los cabezas rapadas, emergía nuevamente la hidra del nazismo. No obstante, a principios de 1989, un informe gubernamental todavía señalaba al punk como el principal obstáculo para lograr una juventud saludable. El punk había establecido redes nacionales, con fanzines ciclostilados en los sótanos de las iglesias; contaba con casas okupadas que funcionaban como comunas. Inesperadamente, se beneficiaban de los aires de glásnot impulsados por Gorbachov.
Sobre todo, los punks fueron el modelo de estoicismo y desafío que, a lo largo de 1989, empujó a miles de alemanes orientales a las calles, hasta ese día de noviembre que el agobiado portavoz del gobierno de la RDA anunció que se levantaban las restricciones para viajar y, por lo tanto, que el Muro ya no tenía sentido.
El punk de la RDA triunfó y ¿se esfumó? Si no fuera por la abundante bibliografía, podría haber quedado sepultado por el relato oficial. No dejó demasiados himnos, de hecho apenas hay grabaciones audibles de los grupos pioneros. Ocurrió que, cuando llegó la unificación de las dos Alemanias, bastantes de los músicos estaban saturados de punk rock. Se reciclaron: así, varios reaparecieron como parte de Rammstein. En general, giraron hacia la electrónica. Gracias a ellos y su conocimiento de los espacios abandonados tras la guerra, Berlín se transformó en la capital mundial del techno. Y todo comenzó con los imperdibles.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.