Laureles para Murakami, el mago
De sus devaneos de promiscuidad cultural se encuentra buena parte de la razón de su narrativa, en la que enamoran sus narradores autoconscientes
Haruki Murakami, galardonado este miércoles con el Premio Princesa de Asturias de las Letras, ha sido capaz de crear un estilo propio sobre la base de un mundo propio, y su voz insólita se reconoce sin el menor esfuerzo en el ruido ensordecedor de la narrativa contemporánea. Viajero solitario, elige las rutas de la mente porque son insondables y porque no es capaz de sustraerse a la tentación de escrutarlas. Y nacen así sus símbolos y su lenguaje oníri...
Haruki Murakami, galardonado este miércoles con el Premio Princesa de Asturias de las Letras, ha sido capaz de crear un estilo propio sobre la base de un mundo propio, y su voz insólita se reconoce sin el menor esfuerzo en el ruido ensordecedor de la narrativa contemporánea. Viajero solitario, elige las rutas de la mente porque son insondables y porque no es capaz de sustraerse a la tentación de escrutarlas. Y nacen así sus símbolos y su lenguaje onírico, arropado por la idea seminal de que toda ficción puede ser real si se acepta el silogismo que establece que si la ficción es imaginación y la imaginación es real, la ficción es real. Su obra nuclear es una danza de Eros y de Tánatos, que alivia con música de jazz el vacío existencial. Explica lo más extraño como si fuese lo más natural porque es hijo de Kafka y sabe bien que la extravagancia puede no ser sino una cualidad de la normalidad. Como Carver, al que tradujo, construye atmósferas con escasos medios, y su empeño en analizar la creación literaria, también en novelas como La muerte del comendador (2017), se explica porque desea realmente dominarla para lograr que un texto no explique, sino haga sentir: “Si alguien en el libro enferma, me gustaría que el lector viviera sus síntomas. Ese es el propósito del relato”.
A caballo siempre entre Oriente y Occidente, como el maestro Akutagawa, aprende de los obsesivos detalles de Balzac como de la ligereza del budismo zen, y en sus devaneos de promiscuidad cultural se encuentra buena parte de la razón de su narrativa mágica, en la que enamoran sus narradores autoconscientes e impertinentes, interpelándonos para que no se nos ocurra abandonar su enigmático mundo de ficciones reales porque así lo quieren sus personajes y globales, porque así es él: “¿Me cree usted, fiel lector?”, pregunta en Primera persona del singular. Murakami también nos demuestra que no existe la ficción americana, francesa o japonesa. Existe la ficción (que será global o no será).
Tokio Blues (1987) o Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1994) construyeron un imaginario con la velocidad de un caballo al galope, trastornaron la narrativa combinando los géneros como la alquimia transmuta la materia. Y el lector disfruta atravesando el gótico y el new age, recordando a Chandler y la novela negra, la fantasy y las distopías de J. G. Ballard; pulp fiction mientras suena El clave bien temperado de Bach, que articula su novela 1Q84 (2009). Investigó en Underground el atentado con gas sarín en Tokio, dejando en evidencia a quienes pudieran pensar que Murakami se había perdido para siempre en el laberinto de su ficción de secretos, gatos y amantes, de alienación y sueños inventados, de sublime poesía y de gore atroz, de sexo y de cómic y espiritualidad laica.
Es insólito, pero no es original. Ha escrito, y muy bien, sobre la originalidad en De qué hablo cuando hablo de escribir (2015), de modo que sabe lo que dice. Convierte en inusitado lo convencional, obliga a su prosa a ser hipnótica y logra que su plasticidad resulte perturbadoramente cinematográfica: Salinger junto a Truffaut. Y el caso es que tal vez no sea del todo estúpido pensar en las palabras de Klee en su Credo del creador cuando piensa uno en Murakami: “El arte no reproduce lo visible, hace visible”.