Lorenzo Díaz o a vivir que son dos días
Un repaso emocional a la vida y carrera del sociólogo y periodista manchego que falleció el martes a los 79 años
Había nacido en un lugar de La Mancha, creció en casas cuartel de la Guardia Civil en La Mancha y Andalucía, era un hijo del “cuerpo” listo, flaco y desaliñado. Llegó a Madrid en un camión de melones, vivió en pensiones y burlando la precariedad de aquellos tiempos franquistas. Estudió sociología, conoció a los jóvenes rojos maoístas de la sección más tabernaria. Se casó pronto con una compañera guapa y lista, hija de buhoneros, tuvieron a la hermosa Eva y pronto se separaron. El pelo le escaseaba y los dientes le crecían desordenadamente, lo que no fue ningún impedimento para conquistar hermosas y comprometidas antifranquistas o divertir a las niñas bien que estudiaban turismo y se divertían con aquel atípico profesor.
Yo lo conocí un poco más tarde, en los inicios de la añorada Radio 3 de Manolo Ferreras, Diego Manrique, Ordovás y otras voces de la movida de antaño, en añorados tiempos de Calviño, republicano, masón, abierto y listo. Entonces Lorenzo Díaz se peinaba a lo Anasagasti y se adornaba con un bigote al estilo de Pessoa. Era ya un joven maduro con el arte de socializar más que sociologizar. Amante de lo popular pero no desdeñoso de los ritos del lujo.
Pasados los años ―afianzada la amistad entre tabernas, copas, amigas, congresos de comunicación o espionaje o fiestas en Torrecaballeros― nos dedicamos, a tiempo parcial, al sacrificio de hacernos expertos en la buena vida de aquellos irreales tiempos en los que era posible viajar, vivir, beber y disfrutar de gañote con alguna crónica sobre las rutas de los placeres y los días. Acababan de cambiar las caras de los telediarios, llegaron Ángeles Caso, Elena Sánchez, Carlos Herrera, Campo Vidal y, ¡ay!, Concha García Campoy. Mi director, el querido y admirado poeta y escritor Fernando Delgado, me pidió que me dedicara a trabajar con Concha García Campoy ―ya joven periodista del telediario de La 1 de TVE― y que nos encargáramos del programa matinal de la Onda Media de Radio Nacional.
No era fácil sustituir a Luis del Olmo, Julio César Iglesias y otras estrellas de la radio. Cuando estábamos haciendo el equipo, Lorenzo Díaz atacó con todas sus armas y bagajes y Concha consistió que aquel sociólogo/periodista se incorporara al equipo. El programa tuvo muy corta vida porque los sindicatos se quejaron de que en la radio pública se contara con una periodista de TVE, pública y notoria. La operación se truncó. Yo me fui a otros menesteres y Lorenzo siguió empeñado en divertir a Concha. Cuando ya estaba bien divertida en la vida madrileña, entre Lucio y Sacha, Larumbe o San Mamés, recibió la propuesta de los nuevos propietarios de la Cadena SER, concretamente del sagaz Augusto Delkáder, de reinventar el programa del fin de semana. Hasta entonces era un programa de repetición de programas, de músicas dispersas y otros contenidos, en las antípodas de la enorme transformación que ya estaba comandada a diario por Iñaki Gabilondo. Concha García Campoy, Lorenzo Díaz y yo formamos un conocido “trimonio” que duró muchos años y que transformó los programas del fin de semana. Todavía hoy esos días de radio se siguen llamando A vivir que son dos días y tienenun incontestable éxito en las mañanas de los sábados y domingos.
Para sorpresa y envidia de casi todos, tertulia del Gijón incluida entre la sorna y la envidia, Manuel Vicent y Raúl del Pozo de manera cariñosa y maligna se referían a Lorenzo como El Pescaílla. Pues sí, Concha era un poco Lola y también hecha a sí misma. Y Lorenzo un Pescaílla más hablador, buen conocedor del ritmo y del arte de rumbear a la madrileña. Aquel primer programa de A vivir que son dos días nació en una casona de Asturias a orillas del Sella y con buena sidra y mejores alimentos. Lo urbanizamos entre el Chicote, Le Coq y las comidas populares en Casa Perico de la muy ilustre calle de la Ballesta. Lorenzo se movía bien entre pucheros y políticos, Concha era una esponja llena de inteligencia y encanto y yo hacía lo que podía, leía, veía o viajaba. No estaba mal repartido el espíritu de aquel programa, de aquella radio, de aquel tiempo y de aquel país de políticos que hicieron posible una sensata convivencia en el poder y la alternancia.
En aquella vida de trabajo y de profunda, pero peleada amistad, tuvimos momentos inolvidables de radio, recorrimos el país y contábamos de otra manera el pulso de la vida. Desde la bohemia de Perico Beltrán a la cultura irónica de Haro Tecglen. Aquella radio, aquel trabajo se parecía a la vida con sus sorpresas y sus problemas, con sus seriedades y sus disparates, con nuestros sueños y nuestras aficiones. En Chile sin Pinochet, en Buenos Aires―no me olvidaré nunca de la ilusión de Lorenzo por conocer a Pepe Iglesias, el Zorro, estrella de la radio de los años franquistas, o a Raúl Matas, la elegancia en la música de Radio Madrid―.
Tampoco olvidaré, fuera de la radio, cuando les convencí de que había que alojarse en Cuernavaca en el hotel Casino de la Selva, el mismo del cónsul Firmin de Bajo el volcán, y nos expulsaron los mosquitos y otros visitantes nocturnos. Lo compensamos con otro de mayor seguridad, pero se nos ocurrió hacer un viaje a una isla cercana y llegó una tormenta tropical que nos tuvo a la deriva en una barcaza con Lorenzo enseñando dólares para parar alguno de los yates de los ricos. Nos salvamos, pero nunca me lo perdonó el querido cascarrabias que era Lorenzo Díaz. Siempre se salvaba la amistad por las complicidades de la vida, una escapada a Cuenca en la posada de San José y a la barra de la Ponderosa. Todo se nos hacía más grato. Después vino el trabajo en televisión con Mira 2, un programa que añoro, un encuentro de dos personalidades hablando de lo acontecido en la semana. Por allí pasaron Ives Montand y Semprún, Jean Baudrillard y Savater, Kirk Douglas y Núria Espert, Tabucchi y Saramago… sí, José Saramago. El mismo al que fuimos a conocer Lorenzo y yo a Lisboa nada más publicado El año de la muerte de Ricardo Reis. Llegamos el día después que lo hiciera otra compañera, Pilar del Río. Ella lo vio primero y allí se quedó y después de cortejos y viajes en autobús.
Felices aventuras y desventuras superadas. Operaciones complicadas pero profesionalmente gratificantes como hacer, otra vez, el “trimonio”, las mañanas de Antena 3 Radio cuando fue comprada por Prisa. Un programa de ejemplar amplitud de colaboradores cuando era posible sentar a los contrarios en tertulia. Lorenzo siempre supo mantener una amable capacidad de enredo, dominaba un cierta impertinencia cubierta de cercanía simpática. Poco después de unos exitosos libros sobre la buena/mala vida que nos encargó Ramón Pernas, yo elegí la vida oculta y burdelesca; Lorenzo lo tabernario y castizo. Eso también era él, una especie de neo castizo, salido de la sombra de los cuarteles, pasado por el maoísmo de salón y reconvertido en un socialdemócrata vividor. Era un falso gourmet. De verdad le gustaban las gachas manchegas, el cocido madrileño, la tortilla de Sacha y las fabes de asturianos. Se movía bien entre pucheros que supo usar como arma de seducción. Y era un gran experto en bocadillos de sardinas en lata con pimiento morrón.
Escribió sobre la historia de la radio y la televisión, sobre la cocina del Quijote, sobre Lucio, José María o Gustavo Zamarra. Siempre más cerca de las cocinas populares que de los experimentos con espumas. Mantuvo el tipo. Tuvo dos hijos con Concha, Lorenzo jr., joven y brillante periodista de televisión, y Berta. También los tiempos felices tienen reveses. Se separaron. Cambiaron sus vidas y siguieron cercanos y atentos a sus hijos. Ambos miraban al Retiro, pero cada uno desde su casa. También el “trimonio” se rompió entre la afabilidad y la complicidad. Y Lorenzo se reinventó en la compañía de Carlos Herrera, que lo hizo mítico como bien supieron Alsina, Ribagorda, Lucas y otros periodistas con los que colaboró y fue amigo. Después del trabajo había que compartir la vida. Y conoció un nuevo amor, una compañera de vida y complicidad, se unió a Magdalena Valerio, destacada socialista, exministra de Trabajo que, no con alguna queja de Lorenzo, usaba poco el coche oficial. También supo mantener el tipo en su condición de consorte. Nunca perdió esa capacidad de disfrutar de la vida y de hacernos disfrutar a sus discutidores habituales. No me olvidaré de uno de los más queridos, Aurelio Martín, que con José María nos reunía en su pueblo segoviano a un grupo de amigos en torno a los nuevos vinos de la Ribera del Duero y a los cangrejos furtivos. Lorenzo Díaz era el encargado oficial de los discursos y de provocar las risas. Seguro que el flamante ministro Óscar Puente se acuerda de algunas de aquellas noches de verano y vino.
No sé cómo me pude pasar tanto tiempo fuera sin su humor y sus broncas, sin sus reproches y sus cariños. Lo echaremos de menos. Brindaremos por ti.
Babelia
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