‘Un ballo in maschera’ lastrado en Les Arts por los caprichos escénicos de Rafael R. Villalobos
La parte musical compensó los dislates del ‘régisseur’ sevillano en el teatro valenciano con la gran pareja protagonista de Francesco Meli y Anna Pirozzi, y la dirección de Antonino Fogliani
Verdi fue un visionario en la necesidad de un director de escena para las representaciones de sus óperas. Se lo confesó por carta a Giuseppe Cencetti, que había desempeñado esa labor en el estreno absoluto de Un ballo in maschera, en el Teatro Apollo de Roma, en febrero de 1859: “El melodrama moderno tiene exigencias muy diferentes y es indispensable un conjunto perfecto con dos directores, uno para toda la parte mu...
Verdi fue un visionario en la necesidad de un director de escena para las representaciones de sus óperas. Se lo confesó por carta a Giuseppe Cencetti, que había desempeñado esa labor en el estreno absoluto de Un ballo in maschera, en el Teatro Apollo de Roma, en febrero de 1859: “El melodrama moderno tiene exigencias muy diferentes y es indispensable un conjunto perfecto con dos directores, uno para toda la parte musical y el otro para la escena”.
En su evolución hacia un verdadero drama musical, el gran operista italiano aspiraba a disponer sobre el escenario a cantantes experimentados que fuesen, además, verdaderos actores. Una pretensión plenamente actual, a la que aspira cada nueva puesta en escena de esta ópera, como la estrenada en el Palau de les Arts de Valencia ayer domingo. Una coproducción con la Staatsoper de Berlín, del joven director de escena sevillano Rafael R. Villalobos, que será emitida en Medici.tv el jueves.
Cada nueva propuesta se ajusta a una estética escénica imperante. Las ideas de Cencetti para Un ballo in maschera, que leemos en el primer manual titulado Disposizione scenica, publicado por Ricordi, reflejan el realismo romántico imperante en el teatro europeo de la segunda mitad del siglo XIX. Las de Villalobos, que pueden leerse en el programa de mano, aspiran a hacer comprensibles para el público actual “unos códigos teatrales y dramatúrgicos que quizás ya resultaban demasiado anticuados en 1859, aunque la partitura, inspiradísima y psicológicamente profunda, anticipe ya el Verdi maduro de su última etapa”.
Villalobos opta por ubicar la acción en Estados Unidos, a finales de los ochenta del siglo XX. Una opción más o menos razonable para un título tan maltratado por la censura de la época, que impidió su ambientación en la corte dieciochesca del rey Gustavo III de Suecia y terminó ubicado en el Boston colonial de finales del siglo XVII. Una trama política y amorosa donde el gobernador Riccardo, conde de Warwick, vive una pasión correspondida por Amelia, esposa de su fiel consejero Renato. Una humillante coincidencia hará que el marido descubra el adulterio, a pesar de no haberse consumado, y le hará unirse a los conspiradores para asesinar al gobernador durante un baile de máscaras.
Verdi subrayó dos personajes adicionales extraídos del libreto original de Eugène Scribe que había adaptado Antonio Somma: la pitonisa negra Ulrica y el paje en travesti Oscar. El primero permitió añadir un elemento paranormal y el segundo un toque perfumado de la opéra comique francesa. Villalobos los utiliza para tratar de la cuestión racial y de la identidad de género. Pero lleva el primer tema hacia la mercantilización de las minorías raciales, con Ulrica convertida en una mujer blanca oportunista que vive del tarotismo televisado. Y, con el segundo, plantea la disforia de género, con Oscar transformado en el hijo de Renato y Amelia que vive la angustia de sentirse hombre en el cuerpo de una mujer.
Ambas propuestas fracasan estrepitosamente. Para la primera se utiliza a una joven figurante afroamericana, en el lado opuesto de la escena, que convierte la acción en algo incomprensible. Y la segunda es un disparate dramatúrgico, pues Oscar es un personaje que vive eternamente en la comedia y sirve, además, como equilibrio para desatascar momentos tensos de la acción. Por ejemplo, dedica su primera balada a quitar importancia a las acusaciones contra la pitonisa, descongestiona el ambiente en casa de Renato con su invitación al baile o revela ingenuamente la máscara de Riccardo en sus couplets. No obstante, el mayor fracaso de esta producción reside en la ausencia de contrastes escénicos entre la tragedia italiana y la comicidad francesa, tan subrayados desde la partitura, con eternos cambios entre el modo menor y mayor. Parafraseando el libreto de la ópera: aquí la tragedia nunca se muta en comedia.
El régisseur sevillano tampoco respeta la audición del preludio a telón bajado y lo utiliza para contarnos la angustia en la que vive el personaje de Oscar. La música lo desmiente, pues aquí Verdi pide que nos fijemos en dos motivos que escucharemos hasta el final: el fugado punteado que representa a los traidores y la llama de la pasión. Pero la dirección de actores brilla por su ausencia. Ni vimos la tensión con Renato y los conjurados ni tampoco nada de pasión entre Riccardo y Amelia, a lo que habría que añadir el dislate escénico de Oscar y la incomprensible Ulrica.
Tampoco ayudó la escenografía gris, perforada en el techo y con televisores por el suelo de Emanuele Sinisi, ni la iluminación bastante monótona de Felipe Ramos. Y las ocurrencias del segundo acto, con esos macarras que pasan droga a Amelia o un coche destartalado muy del estilo de Calixto Bieito, siguieron sin aportar gran cosa. Quizá el único destello lo vimos al final, con el baile de máscaras, donde se lució el vestuario de Lorenzo Caprile con guiños ochenteros a Locomía.
La parte musical compensó los caprichos escénicos. A pesar de la disonancia de su caracterización dramática, la soprano valenciana Marina Monzó cantó un excelente Oscar, con una mezcla ideal de ligereza y cuerpo en sus vocalizaciones belcantistas, ya desde la balada Volta la terrea. A ella se unieron los dos grandes triunfadores de la noche: Francesco Meli y Anna Pirozzi. El tenor genovés cantó un Riccardo pleno de valentía, ya desde la cavatina del primer acto. Una voz que no cautiva por su belleza, pero idealmente proyectada, con un exquisito fraseo y una atención admirable a todos los detalles dinámicos de la partitura. Lo demostró en su romanza del tercer acto, Ma se m’è forza perderti. Y la soprano napolitana volvió a ser la imponente Amelia escuchada hace pocos meses en el Liceu de Barcelona, con deslumbrantes agudos y un fraseo lleno de matices que brilló en su aria del tercer acto Morrò, ma prima in grazia.
El resto del reparto se quedó ligeramente por debajo. El barítono milanés Franco Vassallo fue un Renato tan seguro vocalmente como monótono. Brilló más en su inexpresiva cavatina inicial, Alla vita che t’arride, que en su entregada romanza del tercer acto, Eri tu, con excesiva tensión en el registro agudo. En cuanto a la mezzo polaca Agnieszka Rehlis fue una Ulrica poco amenazadora y con escasa contundencia en el registro grave. Bien sin fisuras todos los secundarios.
Meli y Pirozzi protagonizaron el mejor momento de la noche, con su dueto del segundo acto, que coronaron con una maravillosa cabaletta Oh qual soave brivido como ideal clímax expresivo. Un ejemplo también de la brillante dirección musical de Antonino Fogliani, muy atenta en todo momento a la fluidez del canto junto a la variedad y los contrastes del discurso musical. Al frente de la siempre espléndida Orquestra de la Comunitat Valenciana, este maestro siciliano compensó bien los problemas de ajuste con la escena. Y brindó su mejor momento en el cuadro final del baile de máscaras con un hábil manejo de los diferentes conjuntos con orquesta tanto en escena como en el foso. Aquí sobresalió el rutilante Cor de la Generalitat Valenciana que culminó su actuación con la impactante Notte d’orror!. Lo fue, pero tan sólo a nivel escénico.
Un ballo in maschera
Música de Giuseppe Verdi. Libreto de Antonio Somma. Francesco Meli, tenor (Riccardo); Anna Pirozzi, soprano (Amelia); Franco Vassallo, barítono (Renato); Marina Monzó, soprano (Oscar); Agnieszka Rehlis, mezzosoprano (Ulrica); Antonio Lozano, tenor (Un giudice); Toni Marsol, barítono (Silvano); Thomas Viñals, tenor (Un servo d’Amelia); Irakli Pkhaladze, bajo (Samuel) y Javier Castañeda, bajo (Tom). Cor de la Generalitat Valenciana. Orquestra de la Comunitat Valenciana. Dirección musical: Antonino Fogliani. Dirección de escena: Rafael R. Villalobos. Palau de les Arts, 21 de abril. Hasta el 5 de mayo.