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SIN BAJAR DEL AUTOBÚS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Fue un robo

Los fallos del árbitro poseen ese halo de misterio que lleva a sus víctimas a atribuirles oscuros motivos

Juan Tallón
Velasco Carballo dialoga con Müller.
Velasco Carballo dialoga con Müller. AP

Entre las cosas horribles que tiene el fútbol, una de las más fascinantes, y casi bellas, es el error arbitral. Lentamente, después de que un colegiado te haya destrozado los nervios privándote de un triunfo que te correspondía, su fallo adquiere estructura de leyenda, oscura y tosca. Esos partidos en los que una decisión, incluso varias, conspiran como una partitura para arrebatarte la victoria, se resumen en una hermosísima frase en la que hay algo de exquisito y callejero a la vez: “Fue un robo”. Sin verlo, nos hacemos una idea salvaje del encuentro.

Mientras los errores de los jugadores se drenan como si fuesen lluvia, los arbitrales sea contraen al estilo de una enfermedad, que resulta ser incurable, y te aboca a la melancolía. El mundo parece un lugar muy distinto después de que el juez de campo te anule un gol reglamentario, o conceda a tu equipo un penalti que en realidad se produjo fuera del área. Las equivocaciones en que incurre el colegiado son una versión del fin del mundo, y no se limpian con nada. Antes o después, aunque sea mucho después, el olvido recuerda. Los aficionados que sufren los desaciertos los llevan consigo como si fuesen un recordatorio de que la vida es una mierda. En el fondo, la práctica deportiva en la que once jugadores tratan de imponerse a otros once nada tiene que ver con el fútbol, que como se sabe remite a la tristeza, la felicidad, la rabia, la infancia, los días soleados, la infamia, el paso del tiempo, el azar o los agravios, y no a la existencia que lleve un balón.

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El fútbol está compuesto, entre otras muchas cosas ajenas a él, por una atroz cadena de injusticias —en especial si el equipo es modesto y se enfrenta a otro poderoso— a las que hincha y jugador han de resignarse, y después de encajar la hostia, ponerse de pie. No hay mucho que hacer. Son cosas que pasan. Pasan de vez en cuanto, varias veces al mes. En el momento menos pensando se compensan con otra injusticia, o con un gol hermosísimo, o con una victoria in extremis, o con una carambola inexplicable, como cuando John Benjamin Thoshack decía que uno de los fenómenos más lindos que había contemplado en un campo de fútbol había sucedido en Vallecas, un día que el guardameta sacó largo de portería, un jugador peinó el balón hacia atrás, y el posterior remate salió fuera del campo y se coló por la ventana del baño de una casa, donde quizá un señor hacía pis en ese instante. También es posible que no se compensen con nada.

Los fallos del árbitro, que sólo son una vicisitud más de la vida, igual que el día que te rayan el coche, poseen ese halo de misterio que lleva a sus víctimas a atribuirles oscuros motivos. El entrenador del Manchester United Tonny Ducherty acostumbraba a decir que había tanta política, tantos intereses y tantas conspiraciones en el futbol, que no creía que Henry Kissinger “hubiera durado ni 48 horas en el United”.

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