Gavi o Gabrieliño
Al Barça le ha tocado la lotería con la eclosión temprana de una larva a la que Luis Enrique le intuyó la cara de bicho en cuanto lo vio aparecer por el Camp Nou
Hay jugadores a los que el gran público va tomando la temperatura muy poco a poco, especialmente aquellos aficionados más veteranos que han catado promesas de todos los tamaños y colores, como es el caso de mi abuelo Manolo. El viejo, que acabó bastante fatigado el partido del Pizjuán porque a partir de una cierta edad pesan incluso los minutos de fútbol televisado, especialmente en condiciones de lluvia, sigue llamando “Gabrieliño” a Pablo Martín Páez Gavira como si cada jornada lo sacase él mismo al campo de la mano. Es un error corriente en personas con el oído petrificado y pocas ganas de que los corrijan: lo ganado por lo perdido. Pero también es una muestra de respeto -y casi devoción- concederle nombre propio a un futbolista en edad juvenil y con cuerpo de torero chico, como aquel Emilio Muñoz que deslumbró a Madonna en Take a Bow. Sin ir más lejos, y a punto de terminar sus contratos, Dembélé y Coutinho siguen siendo, para mi abuelo, “el francés” y “el nada de nada”.
A simple vista, Gavi, podría parecer un futbolista de corte tribunero, lo que en política vendría a ser un populista: no se da un respiro, no firma una tregua, va a todo y con todo, como esos cachorros de león que pelean con sus hermanos de camada por cada centímetro de pezón materno. No le importa el tamaño, ni los fríos números del DNI, ni las cicatrices acumuladas por el rival. A todos los trata con la misma falta de respeto, entendiendo esto mismo, el respeto, como una palabra sobrevalorada que nada tiene que ver con su significado académico cuando de un campo de fútbol se trata. Pero rascando un poco más, lo que de verdad infunde respeto son sus capacidades con la pelota, su respeto -ahora sí- reverencial hacia el Santo Grial de un deporte que, demasiado a menudo, enaltece atletas y sicarios como si el terreno de juego fuese una sucesión de tartán y trincheras. Hay juego en los pies del sevillano. Y fundamentos en una cabeza tan bien amueblada que dan ganas de fotografiarse con ella en el Hola!
Al Barça le ha tocado la lotería con la eclosión temprana de una larva a la que Luis Enrique le intuyó la cara de bicho en cuanto la vio aparecer por el jardín del Camp Nou. Un jardín que compartió con Messi, su legítimo dueño, y que ahora corea su nombre como arma de resurrección masiva. Una vez más, la necesidad le ha mostrado al club la conveniencia de encontrar en casa antes de buscar fuera todo cuanto no resulte diferencial. Y no quiero decir que Gavi no lo sea, o que no lo vaya a ser: tan solo que resulta más rentable cultivar perlas que traficar con diamantes, una lección que los grandes clubes terminan por aprender cuando tienen las despensas llenas de telarañas. Que mi abuelo confunda la raíz de su mote es lo de menos. Le ha bastado con intuir sangre en su ojo y viento en sus piernas para decidir que a Páez Gavira, ‘Gavi’, tocaba bautizarlo como cualquier gallego de pro haría con su propio nieto: ignorando la voluntad inicial de sus padres y añadiéndole, al final, un sufijo de cariño.
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