Tragedia napolitana en tres actos de Lorenzo Insigne
El fantástico delantero del Nápoles, llamado a suceder a Maradona en el corazón de la afición, terminó silbado en el partido contra el Barça tras decidir marcharse en junio a Toronto
El estadio parecía un velatorio. La histórica caldera napolitana —cada vez más cerca de la leyenda que de su tediosa realidad— seguía congelada en la fría noche de febrero en la que fueron cayendo los goles que les apeaban de la Europa League en unos prosaicos dieciseisavos. Lorenzo Insigne, uno de los mejores jugadores partenopeos de todos los tiempos, marcó de penalti el último gol europeo con su camiseta de toda la vida. Luego fue sustituido en el minuto 82. El único momento en que la grada se animó de forma conjunta a celebrar algo, como si la sangre de San Gennaro se hubiera licuado al fin. Lástima que fuera para silbar a uno de los mayores ídolos que ha tenido en los últimos tiempos el equipo. Para humillar al hombre que lleva tatuado a Maradona en su pierna izquierda y que, de algún modo, estaba llamado a sucederle en el corazón de la curva B. El tipo que el domingo volvió a marcar contra la Lazio y ayudó a poner al Napoli líder de la Serie A.
Insigne, crecido en Frattamaggiore, humilde municipio en la corona metropolitana de la ciudad, es más napolitano que la pasta con provola y patata de la trattoria Nennella en Quartieri Spagnoli. Y quizá ese sea parte del problema de la relación amor y odio con de la ciudad con sus ídolos, también artísticos, como el dramaturgo Eduardo de Filippo. Pero el núcleo del conflicto es hoy es que el menudo jugador (1,63 metros) fichó el pasado enero por el Toronto Football Club, un equipo canadiense que acabó la pasada temporada penúltimo de la Conferencia Este de la MLS, la liga estadounidense. El capitán del Nápoles, con 30 años, decidió no renovar el contrato con el club de su vida y largarse a probar suerte —y el color del dinero— a las antípodas culturales, climáticas y sociales del caos que le vio crecer.
Insigne, cuyo rostro comparte murales en el centro de la ciudad con el cómico Totò y San Gennaro, ha jugado 10 temporadas y más de 400 partidos como titular indiscutible con el Nápoles desde que se consagró como su canterano más prometedor en 2010. Tras haber pasado una breve temporada en el Pescara en la Serie B —mítico equipo entrenado por Zdenek Zeman, en el que militaban jóvenes que acabarían rompiéndola en la Nazionale como Marco Verratti y su inseparable amigo, Ciro Immobile—, se convirtió en el símbolo de un club con el que logró dos copas de Italia y acarició un merecido scudetto en 2018, cuando Maurizio Sarri lideró un equipo que se reflejaba en el Barça de Guardiola. Pero Insigne nunca logró ser un ídolo absoluto, como llegó a serlo el eslovaco Marek Hamšík, quizá el más querido desde la marcha de Diego Armando Maradona y el hombre con más partidos con el Nápoles en las piernas. Siempre fue sospechoso para la grada.
La versión que aporta Insigne para descifrar su tragedia en tres actos es que él habría renovado. Pero Aurelio de Laurentiis, productor cinematográfico, última frontera de la saga que construyó gran parte de los monumentos del celuloide italiano y explosivo dueño del club, solo le ofreció un contrato por menos del 50% de su sueldo (tres millones de euros). Una humillación, consideraron en la familia. Pero la historia venía de lejos, con un tipo que nunca terminó de conectar con la grada por su carácter algo altivo y napolitano, que le costó el recelo de sus paisanos.
Los jugadores partenopeos siempre lo han tenido complicado en Nápoles. Le sucedió también a Fabio Quagliarella en la temporada 2009-10, en la que no logró triunfar tras recibir pitos y amenazas. Le reventaron el ánimo. E Insigne iba camino de lo mismo. Pero Luciano Spalletti, entrenador del Nápoles, le necesita ahora al 100%. Y la paradoja de este equipo es que, pese a ser barrido por el Barça, el domingo se jugó la primera posición de la Serie A y este año está en condiciones de pelear por el título de liga, tal y como hizo en 2018. Hoy Insigne, tan tifoso de su equipo como el resto de la grada, sueña con despedirse de su afición, que hoy le ama y le odia a partes iguales, reeditando el último título que ganó el equipo en 1990, cuando trotaba por el San Paolo el tipo que lleva tatuado en el muslo izquierdo.
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