Arsenio Iglesias, la retranca que encandiló a un país
Mediada la década de los noventa, España vivió la improbable historia del ‘Superdepor’ y su aún más improbable entrenador: un aldeano humilde y descreído
Mediada la década de los noventa, el fútbol aún no había sucumbido a su conversión total en un megaespectáculo mercantil y planetario, pero Arsenio Iglesias ya se paseaba por allí como un personaje fuera de época. En esos años se fraguaron tendencias que marcarían el futuro, dentro y fuera del césped. El dream team de Johan Cruyff vivía su apogeo, la competencia televisiva comenzaba a derramar un maná de dinero sobre los clubes y estaba al caer la sentencia Bosman, que dejarí...
Mediada la década de los noventa, el fútbol aún no había sucumbido a su conversión total en un megaespectáculo mercantil y planetario, pero Arsenio Iglesias ya se paseaba por allí como un personaje fuera de época. En esos años se fraguaron tendencias que marcarían el futuro, dentro y fuera del césped. El dream team de Johan Cruyff vivía su apogeo, la competencia televisiva comenzaba a derramar un maná de dinero sobre los clubes y estaba al caer la sentencia Bosman, que dejaría irreconocible la faz del fútbol europeo. En medio de ese paisaje, España vivió la improbable historia del Superdépor y su aún más improbable entrenador, Arsenio Iglesias, fallecido este viernes en A Coruña a los 92 años. Un aldeano humilde y descreído, ya en la sesentena, a quien llamaban O Vello (El viejo) tras una vida trotando por banquillos de segunda fila y una discreta carrera como futbolista iniciada en los cincuenta, cuando en España aún se pasaba hambre y los equipos empleaban varios días en cruzar la Península en autobús para jugar sus partidos.
Esa figura contracultural, que despreciaba a los triunfadores profesionales y reivindicaba la humanidad del fracaso, colocó al Deportivo entre los más grandes, se ganó el amor eterno de su afición y encandiló a todo un país. Arsenio, hijo de campesinos que nunca renegó de su origen, era un tratado vivo sobre la retranca, esa arma retórica de los gallegos, entre el humor y la melancolía, urdida por los humildes para protegerse de la intrusión ajena. Así desactivaba preguntas como la de un periodista que se acercó a pie de campo al acabar un partido que el Depor había ganado tras ignorar el árbitro dos evidentes penaltis en su contra:
-Arsenio, el rival ha pedido dos penaltis…
-Hacen bien. Hay que pedir siempre.
A O Bruxo -también llamado El Zorro- le gustaba jugar al desconcierto. Lo hizo cuando anunció su retirada en la cumbre del Superdépor, tras lograr su único título en casi medio siglo dedicado al fútbol, la Copa de 1995. Pocos meses más tarde, se permitiría una prórroga efímera e imprevista. El Madrid le llamó como solución de emergencia, en medio de una gran crisis y tras la destitución de Jorge Valdano. De simpatías madridistas, Arsenio arrastraba la frustración de un fallido fichaje por el club en su época de jugador y no resistió la tentación de aprovechar aquella oportunidad. Resultó un completo desastre. Los problemas del club, los egos del vestuario, las guerras mediáticas madrileñas… Transcurridas apenas unas semanas, se confesaba compungido: “No hay quien aguante esta locura. Estoy deseando que acabe y salir corriendo”.
Era un hombre tan propenso a la broma como a mostrar un poso de tragedia y amargura. De su carrera en los banquillos evocaba sobre todo el sufrimiento por haber dirigido a equipos cuyo objetivo no iba más allá de escapar del descenso o de una etapa en el purgatorio de Segunda. El estigma de conservador lo persiguió durante décadas. Él defendía que solo buscaba imponer el orden en sus equipos: “No sé si soy un conservador, lo que no soy es un atolondrado”. Vivió traumáticos episodios de ascensos frustrados con el Depor -que, tras bajar en 1973, estuvo 18 años sin volver a Primera- y sobre todo el que seguramente haya sido el desenlace más dramático de la historia de la Liga: la pérdida del campeonato en 1994 por el penalti fallado por Djukic en el último minuto del último partido.
Con los años se multiplicaron los emotivos y multitudinarios homenajes en A Coruña. Le erigieron un busto en Riazor y antes le dedicaron una calle en Arteixo, su pueblo natal. Él asistía agradecido, aunque siempre con esa cierta distancia tan suya, como si estuviese pensando en aquello que dijo su paisano Julio Camba de que “todas las pompas son fúnebres”.
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