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A Manuel Jimenez de Parga desde el pueblo

Mi buen amigo: no perteneciendo al pueblo, desde él meramente, es decir, la estancia no la clase, me sitúa y me hostiga para escribir algo posiblemente pretencioso. Llevo veintidós años de barriada y «no soy» de ella, tal la vivencia que le ofrezco a usted, ministro servidor del pueblo, a un amigo cabal y hombre de entrega (por lo demás, ya su hermano Carlos le habrá hablado de todo ello, él, uno de los últimos y más auténticos curas obreros que nos rodean; a mí sólo esto de la veteranía me mueve).Se trata de algo que considero tan serio como poco tratado: el pueblo es muy difícil, muy difícil de entender por quienes no, somos tal, y nada fácil de tratar y servir, lo mismo por curas que por ministros. Y precisamente -tal la ilusión- porque dada su sencillez, su honradez y su estampa parece todo fácil y abierto a quienes tienen otra cultura a otro nivel y sus buenas intenciones y deseos.

El pueblo; prefiero decirlo así, un tanto vagamente, pero más propio que eso del proletariado o de «la base», como se dice hoy. El pueblo, entiéndase como se entienda, que siempre se entenderá la palabra por algo lo suficientemente preciso y amplio.

Pues sí, este pueblo ancho, difuso -me refiero ahora tan sólo al de barriada y ciudad, no al del agro-, este pueblo unas veces silencioso, otras bullanguero, siempre paciente, a veces nervioso, este pueblo porta su dimensión difícil, tal que se nos hace casi imposible captarlo en su verdad y hasta en su trato. Amigo ministro, le escribe un fracasado que, debiendo mucho a este pueblo de emigrantes y emigrados, no ha conseguido sino fracasar tras haber intentado instalarse y comprenderle, servirle en algo. Entonces tal fracaso puede quizá servir a usted para sus difíciles empeños por hacer algo a quienes necesitan tanto.

Bien sé que no son de su incumbencia todos los problemas de nuestro pueblo, sé que lo suyo se centra en lo del trabajo, el eje que para ellos dice casi todo y, por supuesto, mucho más que para nosotros. Tendrá que cavilar, escuchar, proponer, decidir... Las centrales sindicales -usted sabe que inmerecidamente, es mi único honor, pertenezco a CCOO- y los demás trabajadores todos le rodearán, le demandarán, le exigirán, serán su cruz y su dignidad más alta. No todo lo del pueblo es para usted, para su esfuerzo, pero sí desde aquí, desde «el trabajo», tendrá usted que perder el sueño, entendiendo siempre a medias...

Y vuelvo al tema, a esto del misterio, del duende del pueblo que atrae a los principios a quienes son generosos como usted, que comienza después a desasosegar y termina por rendir... No es fácil, y no porque pretenda él ser difícil sino posiblemente porque concentra la vida humana en lo que tiene ella de más sincero, más dolido, más elemental, más sagrado.

No quiero, ni sé, hacer teoría alguna, mi pretensión no llega a tanto, le repito que únicamente va aquí la comunicación de esta mi experiencia quebrada que dice ante todo de una dificultad que aspiro a que sea meditada por quien va a vivir agobiado ante la primera tarea del país y sus hombres, también y siempre, los primeros. No hago teorías, comunico y sugiero no que tenga usted prevención alguna, sí que reconozca la incapacidad de que nos ha dotado nuestra clase para entender y servir de veras al pueblo. No es poco. Perdón. Perdonemos también a los que así nos formaron, bien en ministerios sacrales, bien en políticos.

Y sobre el caso puntualizaremos algo: por ejemplo, lo del trato sencillo, como fraternal, y su desviación, lo campechano. Pues no, con la adquisición del tal trato apenas se consigue sino una situación de justicia, pero no una desvelación del misterio. Lo contrario ha sido lo más acostumbrado; nuestra clase, en su mayor parte, y cuando había en ella cierta bondad e inteligencia, se creía que con estrechar la mano al bracero y tomarse unos chatos con él estaba casi todo conseguido. Y no, en modo alguno, el pueblo acepta tal rasgo y no suele avergonzarse, sabe agradecer, pero... sigue siendo lo que es por mucho que «se acerque sonriente» el que no es pueblo. El problema subsiste, recubierto de ordinario por lo que hemos creído un paso de acercamiento y amistad. Amigo ministro, no se lo digo tan sólo a usted, también a mis hermanos, los curas todos de barriada, y a los burgueses de cualquier dimensión y edad, desde las señoras benefacientes hasta los estudiantes «revos» que se creen que con tales actitudes se han ganado y ya entienden a un pueblo «tan bueno y asequible». Pues no, lo de las clases es muy serio, y si se olvida en su más mínima porción ya estamos haciendo comedia, quizá divina pero comedia. Al pueblo no se le «gana» ni con obras de beneficencia ni con atenciones a sus lamentos; el pueblo me parece que pide más, eso de la justicia total que se nos escapa por las nubes y entonces sustituimos por las «buenas obras» o hasta por la «buena política».

Vuelvo a pedirle perdón porque temo que me esté disparando, pero repito que hablo desde el fracaso de un cura en una barriada a donde acudieron de todo Madrid, se hizo toda serie de servicios plenos de excelente, pero limitada, voluntad, y, al fin, pues... lo dicho, por aquí seguimos sin entender y ellos esperando lo que se me escapa a mí, ojalá no a usted.

Y más; todavía resta por ad vertirle de otra desviación muy comprensible: el pueblo no es una masa compacta sin estratos ni diferencias. También en él los hay arriba y abajo, los hay de base-base y de base-espuma, los hay portavoces -imprescindibles; sin ellos ¿qué iba a hacer y pedir este pueblo?- y los hay sin voz alguna. Entonces...

Pues el peligro viene claro y recto, los dichos portavoces -y no digamos los que sin ser pueblo, como yo, hemos pretendido tantas veces servirles de intérprete son los que se mueven y acuden a los poderes para tratar de lo suyo, de lo de todos. Esto es fatal y, por supuesto, justo, pero lo dicho: ofrece la posible confusión de creer que el pueblo no es sino el portavoz y no lo que va por detrás. Me entiende, sin duda; no es suficiente tratar de la cosa con aquellos beneméritos vecinos y responsables que dan la cara con una donación que durante años les costó, por lo menos, la cárcel, y sin los cuales no sería posible hacer nada ni estructurarlo ni tratarlo. Pero son los portavoces, los de ordinario más listos o los elegidos por la masa para trabajar lo suyo; delegados, no la masa del pueblo por mucha democracia que pongamos en el asunto.

El riesgo o confusión es palpable; a usted, ministro amigo, le rodearán mis amigos también, los de las centrales sindicales y otros -algunos mis mejores amigos de hoy-, pero ello no supone que ya con tal trato y compañía tenga usted el «secreto» del pueblo en la mano y sus casos de ellos a la vista. Vuelvo con mi tema o manía de que el pueblo es más, mucho más difícil y profundo de lo que sus mismos jefes o cabezas de fila pueden decirle a usted y manifestar. Aquí me duele y aquí debiera dolerle a usted.

Y nada más, porque lo que se deslíe más queriendo mostrarlo todo, a más de inútil es necio; dejémoslo así con una única conclusión que a usted, creyente como yo, puede indicarle algo. El pueblo hace misterio, es misterio, y como a tal hay que considerarle desde nuestra injusticia fondal, porque, sencillamente, el pueblo, para nosotros, es lo que llamarían el locus theologicus de Aquel que cuando vino a esto de meterse en nuestra raza no buscó otro ámbito ni otra clase que la de aquellos galileos mal considerados, sobre todo los aldeanos de Nazareth. La sabiduría eclesiástica y el poder político iban por otros planos, él se quedó abajo y desde entonces esto de abajo es más y más misterioso, con su aroma extraño y su incógnita que nos desafía y confunde.

Terminé como cura, o mejor, como cristiano, pero con todas las connotaciones que además quiera usted hacer a quien le ha escrito en público no sólo, por supuesto, para brindarle una ayuda, sino para airear más esto del pueblo -que dicen tontamente estar «de moda», lo que no es cierto- ante quienes aspiran a cambiar muchas cosas partiendo -y esto es lo lamentable- de la creencia de que se lo saben todo, o lo más importante y suficiente de todo. Pues no, ahí está nuestro pueblo, el de la base, en relativo pero difícil silencio, poniéndonos a todos si no en ridículo, sí en triste y apocada situación.

Amigo Jiménez de Parga: si en alguien podemos confiar, sé que puede ser en usted, pero ¡qué difícil, caramba! -o lo que usted quiera aquí poner-, ¡qué difícil!

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