Francesc Ferrer i Guàrdia, educador
Pocos pedagogos han vivido su ideario con tanta vehemencia y fidelidad como lo hizo Francesc Ferrer i Guàrdia (1859-1909), el controvertido libertario catalán, fundador de la Escuela Moderna, de Barcelona.Hijo de modestos propietarios rurales, Ferrer militó desde muy joven en los ambientes republicanos federales de aquella Barcelona que, en las décadas finales del siglo XIX sería escenario de los primeros movimientos populares de renovación escolar. El más destacado de éstos fue, sin duda, el propiciado por el masón Bartolomé Gabarró, quien hacia 1882, llegó a mantener una veintena de escuelas laicas, movimiento que constituye, en parte, el precedente más directo del proyecto ferrerista.
Pero la actividad de Ferrer sigue por esos años otros derroteros. Convertido en uno de los hombres de confianza de Manuel Ruiz Zorrilla, al fracasar la sublevación militar republicana de 1886, Ferrer se exilia a Francia.
En París toma contacto con otra realidad. Se introduce en los ambientes anarquistas que frecuenta su amigo Anselmo Lorenzo, y entra en contacto con Charles Malato, Jean Grave y Paul Robin, todos ellos inquietos militantes.
Es en esta etapa cuando sus intereses inmediatos le acercan a la enseñanza. Ferrer impartirá clases de lengua española en diferentes instituciones, siendo fruto de esta experiencia su Tratado de español práctico, en cuyas páginas, los términos y el contenido del lenguaje coloquial son, por primera vez, instrumento del aprendizaje de una lengua extranjera.
Por estos años, en los paises europeos de régimen liberal, se dan las primeras manifestaciones del movimiento de las escuelas nuevas. El anarquista francés Paul Robin, al elaborar el concepto de educación integral, fue uno de sus pioneros, adelantándose a las formulaciones de Edmond Demolins y Adolphe Ferriere. Robin había dirigido un orfelinato durante catorce años. Siguiendo la tradición pedagógica libertaria, se inspiró en un naturalismo que suprimía la disciplina coercitiva de la enseñanza tradicional, y pensó la institución en términos de poder entre el adulto y el niño. Los aspectos más genuinos de esta experiencia fueron la coeducación, la educación sexual, la necesidad de un medio natural y el trabajo de niños y niñas.
En contacto con Robin, descubiertas unas realizaciones educativas acordes con sus inquietudes sociales, Ferrer se entrega a ellas con entusiasmo, y concibe la creación de una escuela primaria que integre estas Concepciones bajo un proyecto capaz de hacer del aprendizaje un medio liberador. Los planes de Ferrer se harán inverosímiles cuando reciba un millón de francos como herencia de una rica ex alumna.
En 1901, Francesc Ferrer regresa a Barcelona, donde ha conseguido el apoyo de varios profesores universitarios. La ciudad es un reflejo de la situación en el resto del país: más del 70 % de la población infantil carece de posibilidades de escolarización, mientras las medidas oficiales -articuladas a través de los ayuntamientos- tan sólo tienden a mantener la enseñanza primaria como monopolio de las órdenes religiosas. Los obreros han descubierto el valor liberador que puede alcanzar una cultura crítica, y empiezan a formularla en ateneos, universidades populares, etcétera.
Rodeada de este ambiente, el 8 de septiembre del mismo año se inaugura la Escuela Moderna (1901-1906), que pronto se convierte en un foco de irradiación cultural. Las charlas dominicales, el Boletín mensual (que se publicará hasta el asesinato legal de Ferrer, en 1909, tras ser convertido en responsable absoluto de los sucesos de la Semana Trágica), y, sobre todo, los libros que publica la Editorial, difunden el racionalismo pedagógico de Ferrer hasta hacer de él un movimiento que en pocos años se extenderá por toda Cataluña, y cuya orientación perdurará en las experiencias educativas libertarias hasta 1939.
Bajo el lema «enseñanza científica y racional», dos presupuestos vertebran la Escuela Moderna: el convencimiento de que la educación es un problema exclusivo del individuo y la sociedad y, por tanto, sólo a ellos debe competer su solución; por otra parte, la concepción de una razón natural que sigue la lógica impuesta por las auténticas necesidades iridividuales y sociales, sobre la que el Estado, y la clase que lo domina, imponen sus propias «razones».
La coeducación, la ausencia de premios y castigos, la valoración del desarrollo higiénico del niño (juego, excursiones, actividades espontáneas) fundamentaron el programa racionalista, en el que las ciencias eran tanto un modelo a seguir, cuanto un instrumento para comprender las necesidades específicas de la edad infantil. Por ello, los aspectos pedagógicos de la experiencia racionalista distan mucho de poder ser considerados como un mero episodio. Aunque intuitivo, el planteamiento radical de la libertad del niño, que la psicología actual justifica en términos de necesidades psico-fisiológicas, la autonomía escolar y el antifinalismo, convierten el programa de la Escuela Moderna en un preámbulo de las más radicales corrientes pedagógicas actuales, y cuyos postulados no han perdido valor práctico para la tarea de liberar a la Educación de todos los dogmas que segrega el Poder.
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