Reforma fiscal y reforma moral
LA TRANSPARENCIA informativa de las declaraciones sobre la renta y el patrimonio es, seguramente, una de las más valiosas conquistas de la reforma política y fiscal. La lectura de las listas, sin embargo, va a producir a muchos ciudadanos de la clase media una profunda desmoralización, al comprobar el escandaloso contraste entre sus niveles de ingresos, reales y declarados, y las cifras inverosímilmente bajas que han hecho constar en sus declaraciones muchas conocidas figuras del «establecimiento », cuyo tren de vida o situación social dan base para pensar que ganan en algunos casos bastante más de lo que confiesan. Y no se trata de reducir demagógicamente el problema al eventual fraude fiscal de unos pocos nombres vinculados al anterior régimen o a ideologías ultraconservadoras. De la clamorosa sospecha tampoco se salvan políticos, artistas y profesionales que militan en la oposición parlamentaria, aunque las cifras absolutas de su eventual ocultación sean forzosamente inferiores a las que pueda disfrazar un gran negociante. Peor resulta el tema si se contempla no ya lo que cada uno gana o tiene, o dice tener o ganar, sino lo que cada uno paga.La reforma fiscal no servirá para nada sin una reforma de la moral ciudadana en este campo. El fraude fiscal es, ante todo, un acto de insolidaridad activa contra la comunidad en la que se vive. En ese sentido, la publicidad dada a las declaraciones puede resultar útil para que muchos defraudadores decidan declarar y pagar más, aunque sólo sea para evitar que se les caiga la cara de vergüenza ante los clientes que les abonan sus crecidos honorarios o ante los amigos que conocen de cerca su verdadera situación económica.
El gasto público, en constante crecimiento, debe ser sufragado equitativamente por todos los contribuyentes. Es injusto que las cargas fiscales graviten tan pesadamente sobre el amplio sector de españoles que se gana la vida con su trabajo y cuyos ingresos quedan automáticamente registrados por las retenciones empresariales o estatales. Porque todos nos beneficiamos luego de los servicios públicos financiados con los impuestos. Las carreteras, la educación pública, los armamentos, los sueldos de la Administración civil y militar, los honoranos de los parlamentarios, los fondos para el desempleo y las inversiones del sector público no los alimenta de manera mágica la máquina de hacer billetes, como a veces parecen pensar los que despilfarran y abusan del dinero público, aunque se trate de derroches tan inocentes como los banquetes en restaurantes de lujo, la duplicación de los vuelos en Mystére, las nóminas fantasmas o el cobro indebido del seguro de paro. Todo eso lo pagamos los españoles con las deducciones que el Estado hace de nuestros ingresos.
Y no sólo es justo que cada cual pague según sus niveles de renta. Porque ocurre que la imposición fiscal no es una relación abstracta entre un lejano e impersonal Estado, por un lado, y un contribuyente de carne y hueso que se defiende contra el leviatán, por otro. En realidad, se trata de una relación multilateral y concreta de cada español con el resto de sus muy tangibles compatriotas. En última instancia, lo que unos defraudan lo tienen que pagar los otros. El primer paso hacia esa reforma moral debería ser que el sentimiento de los defraudadores no fuera de orgullo por su listeza, sino de vergüenza por estar cargando sobre el vecino el peso del que tan desconsideradamente se liberan. Porque lo que más irrita al contribuyente que declara la verdad de sus ingresos no es tanto pagarlos como tener que aguantar la condescendiente sonrisa del avivado defraudador que se jacta de su hazaña.
Sería, sin embargo, negativo que esa campaña de sensibilización moral para conseguir declaraciones veraces de la renta y del patrimonio fuera interpretada como una caza de brujas. Una sociedad acostumbrada al fraude fiscal no puede cambiar, de la noche a la mañana, de mentalidad. Al fin y al cabo, este ha sido el primer año de transparencia informativa de nuestra historia. Sin embargo, seria útil que el Ministerio de Hacienda diera la debida publicidad a las actas levantadas contra la evasión, sobre todo cuando la sanción tenga un carácter ejemplar. Eso es más interesante que la relación nominal de ingresos de cada contribuyente.
Diremos, finalmente, que ese intento de enfrentar a los españoles con sus responsabilidades como contribuyentes serviría de poco si la Administración no maneja de forma eficaz y transparente el gasto público alimentado por nuestros impuestos. Por ejemplo, mientras el Estado siga despilfarrando el dinero a chorros para sufragar los medios estatales de comunicación, que sólo sirven para que el Gobierno contemple embellecida su imagen en el espejo, cada contribuyente tendrá derecho a pensar que una parte alícuota de sus impuestos, por pequeña que sea, está siendo malbaratada
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