Santiago Carrillo y "mis negocios con la CIA"
Dos penosas operaciones de los ojos y, por sobre todo, mi fidelidad al principio del sufragio universal -incluso para aquellos que se presentan como los campeones de la democracia en los países democráticos, mientras aceptan sin chistar los regímenes llamados «socialistas» del candidato único con el 99,99% de los votos-, han hecho que me abstuviera, hasta después de las elecciones legislativas y municipales españolas, de oponerle un tardío, pero categórico, mentís a la calumniosa afirmación de Santiago Carrillo en el número de EL PAIS correspondiente al 30 de enero último: que yo «ando metido en numerosos negocios en los que participa la CIA». Me hubiera limitado a un simple encogimiento de hombros si se tratara tan sólo de mi persona; mas siento en mí y tras de mí el recuerdo de prestigiosas organizaciones españolas e internacionales- y de numerosas personalidades intelectuales que me otorgaron su confianza, y es evidente que no puedo permitirme ese gesto despectivo.Revolucionario profesional según la concepción de Lenin, ya en noviembre de 1929, al sentirme obligado a elegir entre mi conciencia de hombre y el escalafón burocrático stalinista, la Rothe Fahne de Berlín, órgano central del comunismo alemán, lanzó la especie de que «me había vendido a las burguesías francesa y española, aliadas en la guerra imperialista contra el Marruecos de Abd-el-Krim». ¡Yo, que en enero de 1922 había tenido que salir clandestinamente de España, huyendo de un proceso por antimilitarismo, como consecuencia del desastre de Annual y de la reacción popular a que dio lugar! De entonces acá, y según los stalinistas, me he ido vendiendo por turno a todas las burguesías y todos los imperialismos, con la sola excepción, claro está, del imperialismo eurasiático y totalitario construido por Stalin después de Yalta y que prosigue su expansión en Africa y en el sureste asiático. Pero a tan bajo precio «me he vendido», que aparte los derechos de autor por mis libros, y después de medio siglo de periodismo profesional, mi jubilación no pasa de los 2.000 francos mensuales.
¡Y aun si sólo se tratara de calumnias! ¿Cómo olvidar que paralelamente con los sangrientos procesos de Moscú los agentes de Stalin en España pudieron montar «el proceso de Moscú en Barcelona», con el secuestro y la desaparición de Andrés Nin y mi recorrido con otros compañeros de prisión en prisión y de checa en checa durante dieciocho meses, hasta nuestra evasión de la prisión de Estado de la capital catalana, en medio del éxodo más dramático de nuestra historia? Sin el escándalo internacional que provocaron estos y muchos otros actos terroristas y la solidaridad en nuestro favor de un Companys, un Largo Caballero, un Zugazagoitia, un Irujo y una Federica Montseny, es seguro que no hubiéramos salvado la vida. Mientras tanto, Santiago Carrillo, que en una polémica con Joaquín Maurín, en 1935, había preconizado nuestro ingreso común en el PSOE con el fin de «bolchevizarlo por dentro», cubrió el terror stalinista en la Unión Soviética, en España y, más tarde, en las llamadas democracias populares. ¿Y cómo olvidar, en fin, que después del asesinato de Trotski en México fui víctima yo mismo de cinco tentativas terroristas, de una de las cuales salí con una herida en la cabeza y cuya cicatriz sigo luciendo en la frente?
A Santiago Carrillo le ha dolido que a una pregunta de Juan Cruz, redactor de EL PAIS, contestara que no creeré en él mientras no proceda a una autocrítica en regla respecto de la carta de ruptura que le dirigió a su padre acusándole de traidor a la causa del pueblo español. He releído esta carta, fechada en París el 15 de mayo de 1939. Me unió una buena amistad con el honesto militante caballerista Wenceslao Carrillo, y confieso que no he podido evitar un gesto de indignación. ¿Y cómo no indignarme al ver unidos en la «traición» no sólo a Casado, sino a Besteiro, Miaja, Mera, así como a los «izquierdistas-trotskistas» Largo Caballero, Araquistáin, Baráibar, tachados todos de «agentes profascistas»? Y ante esta perla: «Unos y otros sentís el mismo odio al gran país del socialismo, la Unión Soviética, y al jefe de la clase obrera mundial, el gran Stalin.» Hubo un tiempo en que Santiago Carrillo negó la paternidad de esta carta, no obstante haber aparecido en la prensa comunista internacional. Sin embargo, algunos de sus compañeros comunistas no la han olvidado. Por ejemplo: en su libro Testimonio de dos guerras, editado en 1973 en México, Manuel Tagüeña dice textualmente: «Entre Carrillo y yo nunca hubo confianza y, menos, amistad. Siempre lo había considerado dispuesto a subordinar todo a sus ambiciones políticas. En aquel momento acababa de renegar públicamente de su padre, Wenceslao Carrillo, colaborador del Consejo de Defensa. Por mucho aire espartano que se quiera dar el gesto, nadie duda que lo había hecho para presentarse ante la dirección del Partido Comunista de España como militante íntegro, capaz de sacrificar a su familia en beneficio de la causa.» Por su parte, Enrique Líster dice, en su muy citado libro ¡Basta!, editado en 1971 en París: «Esta oposición contra Carrillo, por parte de José Díaz y de otros en Moscú, se debía a que, lo mismo en el secretariado de la Internacional comunista que en el buró político de nuestro partido, existía un estado de ánimo de repulsión hacia él, no sólo por su pasado trotskistizante, sino porque había cosas sucias y sospechosas en su conducta. Había no sólo la indecente carta a su padre, sino el haber sacado de la cárcel de Madrid, cuando era jefe de policía, a un tío suyo falangista y haberlo hecho pasar al campo enemigo.» En su declaración a EL PAIS, Carrillo reconoce que «en aquella carta lo que le reprochaba a su padre era su participación al golpe de Casado, que acabó con la resistencia republicana». Sobre el tal golpe, sus prolegómenos y sus consecuencias existe una abundante literatura. Sin embargo, me limitaré a recomendarle la lectura de un solo testimonio: el de Jesús Hernández, considerado el «hombre fuerte» del comunismo español durante la guerra civil, en su sensacional libro Yo fui un ministro de Stalin (México, 1953), y traducido al francés el mismo año con el título La grande trahison. Entre otras muchas revelaciones, hace la siguiente: a su llegada a Moscú, y en su primer informe ante el ejecutivo del Komintern, manifestó su extrañeza de que Palmiro Togliatti, el todopoderoso agente del Krenilin en España, le hubiera sugerido al doctor Negrín el nombramiento de elementos comunistas para ocupar los principales mandos, sobre todo en la plaza de Cartagena, lo que provocó el consiguiente golpe de Casado-Besteiro en Madrid. Manuilsky, que por encima de Dimitrov imponía la ley en el Komintern, le replicó: «Togliatti tuvo mil veces razón. Puesto que la guerra la teníais perdida, había que hacer quedar bien a los comunistas, cargando las responsabilidades en los sectores anticomunistas.» (Se impone aquí un paréntesis: en marzo último, y en vísperas del XV Congreso del PCI, el eurocomunista Berlinguer ha hecho publicar un tomo de las obras completas de Palmiro Togliatti, titulado El decenio de hierro (1935-1945), que demuestra que tanto en Moscú durante los sangrientos procesos como en la España de 1937-1939, el famoso líder italiano «fue el fiel e ecutor de la voluntad de Stalin». No constituye esto una revelación para mí, ya que coincide con uno de mis libros recientes, y me niego a creer que encierre una revelación para Carrillo.)
Permítaseme deshacer ahora, y lo más someramente posible, el infundio de Santiago Carrillo sobre «mis negocios con la CIA». Que se sepa, la CIA, como la Intelligence Service y sus similares de otros países occidentales, no son empresas de negocios públicos o privados, sino agencias de información y de contraespionaje al servicio de las estrategias militares. La verdad verdadera, que reivindico plenamente, es la siguiente: en junio de 1950 se reunieron en Berlín 118 escritores, artistas y científicos llegados de los cinco continentes y, bajo la presidencia efectiva de Ernst Reuter -tenía que sucederle a su muerte mi viejo amigo y defensor Willy Brandt-, decidieron constituir el Congreso por la Libertad de la Cultura. Por aclamación fueron elegidos presidentes de honor Salvador de Madariaga, los filósofos Karl Jaspers y Jacques Maritain, el poeta y presidente de Senegal Léopold Sedar Senghor, el indio J. Narayan, el futuro presidente de la República Federal de Alemania Theodor Heuss. ¿Por qué en Berlín y en 1950? La vieja capital alemana, dividida como la propia Alemania, había sufrido el bloqueo decretado por Stalin y, salvada por el puente aéreo norteamericano y por el heroísmo de sus habitantes, merecía el simbólico homenaje del mundo libre. El Manifiesto a los Hombres Libres, aprobado por aclamación, sigue teniendo hoy una rabiosa actualidad. Y lo mismo cabe decir del Festival del Siglo XX, celebrado poco más tarde en París, y en el que la música, la literatura, la filosofia y la ciencia proclamaban, por las voces de sus grandes intérpretes: ¡Paso a la libertad en todos los dominios! ¿Quién financiaba al Congreso, sus actividades, sus publicaciones? No es esto un secreto para nadie: al comienzo, las organizaciones sindicales norteamericanas; más tarde, las Fundaciones Ford, Rockefeller y Farfield, un comité suizo establecido en Zurich, la Deutscher Kunstlerbund de Berlín.
Poco más tarde, y sin que yo lo solicitara, se me ofreció la secretaría latinoamericana y la dirección de la revista Cuadernos. No se nos impuso ni se nos censuró nunca un solo artículo; la revista fue una auténtica tribuna libre, un diálogo permanente entre los intelectuales españoles del interior y del exilio, entre éstos y los intelectuales de la Europa occidental, de las Américas, de Africa, de Asia... Nunca se me sugirió o se me censuró o criticó una sola de mis conferencias en el curso de mis giras por Europa, las Américas, el Africa negra... En Nueva York, en el propio Washington, en las principales tribunas latinoamericanas, no me privé de denunciar el pacto Washington-Madrid de 1953, el establecimiento de las bases norteamericanas en España, las ayudas al franquismo... Del par de centenares de colaboradores de Cuadernos, socialistas, liberales, independientes, no es posible censurar a uno solo. Los animadores de los comités organizados en Uruguay, Chile, Argentina, México eran socialistas; los de Cuba -entre ellos Raúl Roa, el futuro ministro de Fidel Castro-, Colombia, Venezuela eran socialistas, liberales y democristianos.
En los comienzos de 1959 le pasé la dirección de la revista a mi entrañable amigo Luis Araquistain; fallecido en agosto del mismo año en Ginebra, yo mismo propuse para sucederle a un ex embajador colombiano. Ya había abandonado todos mis cargos para ocuparme de la revista Mañana (tribuna democrática española), después del éxito de la Conferencia de Munich (junio de 1962), cuando se descubrió que uno de los funcionarios del congreso pertenecía a la famosa CIA. Hizo esto algún ruido, principalmente en los medios comunistas. Mucho más ruido, desde luego, que el descubrimiento del famoso espía Guillaume -y seguidamente de otros 10.000 procedentes de la Alemania del Este y pagados como presos políticos por la Alemania Federal- y que llevó a Willy Brandt, asqueado, a abandonar la cancillería. El tal funcionario se retiró pacíficamente y ha fallecido en Ginebra. Sólo un reproche he recibido después de este percance y me ha venido del gran poeta Jorge Guillén: que hubiera tenido la flaqueza de confiarle la dirección de la revista al ex embajador colombiano. Guillén, que nos proporcionó algunos textos inéditos de Federico García Lorca, vive, afortunadamente, y puede confirmarlo. Y una cosa me duele y me enorgullece a un tiempo: la última carta que escribió ese gran liberal español universal que fue don Salvador de Madariaga, cariñosa como todas las suyas, fue la a mí dirigida. Juntos viajamos por los caminos del mundo, juntos defendimos desde los años cincuenta el federalismo europeo y la libertad de los pueblos de nuestra España. Sírvame esa carta -y otras muchas de los más ilustres varones de nuestro tiempo- de coraza contra la mísera calumnia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.