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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los estatutos, la constitución y la interpretación "juridicista"

Profesor agregado de Derecho Político

Ya tenemos una nueva palabra. La agresión permanente que contra el lenguaje practican muchos de nuestros políticos -no todos, desde luego, y no sólo ellos- ha conseguido incrementar en estos días el patrimonio lingüístico del hortera con una nueva creación: el adjetivo juridicista. Con motivo de la inminente discusión parlamentaria del problema, desde luego pavoroso, de los proyectos de estatuto vasco y catalán, algunos políticos han manifestado que no se debe hacer frente a ese toro con una interpretación juridicista de la Constitución, que no hay que «caer en juridicismo

Hasta ahora disponíamos, tal era nuestra pobreza, solamente de los términos jurista y jurídico. Su significación parecía clara. Sabíamos que hay algo llamado interpretación jurídica, una variante dentro del conjunto de la actividad interpretativa. Sabíamos además que las normas legales son el objeto de la interpretación jurídica y que ésta es, si no la única posible, sí, desde luego, una forma necesaria de habérselas con los textos legales. Pero ahora hemos enriquecido nuestro saber. Es posible, según parece, una interpretación juridicista y se trata, segunda enseñanza, de una actitud rechazable. No se debe ser juridicista.

Vamos a dejar de lado el jocoso asunto del vocablo. Con ser muy grave, por lo que significa de agresión al idioma y como muestra de ignorancia en campaña, es una cuestión que aquí podemos poner al margen, entre otras cosas, porque los políticos en cuestión ya han conseguido acostumbrarnos a todo. Yo diría que, a nivel de clase política del Estado español, ya está homologada y visionada de antemano cualquier invención que consensuemos.

Sí, vamos a dejar de lado ese negocio para pasar a la cuestión de fondo. Preguntémonos qué se quiere decir cuando se profiere la condena del juridicismo, porque tras la barbarie lingüística puede esconderse la amenaza de una insólita barbarie política y jurídica.

Quizá la condena del pecado juridicista pretende advertirnos de que la interpretación de las normas constitucionales no debe ceñirse exclusivamente a la letra, esto es, no debe ser lo que los juristas llaman una interpretación literal.

Advertencia inútil, porque si fuera posible una interpretación literal, realmente la interpretación perdería toda razón de ser. La interpretación existe por la insuficiencia de la letra, y para suplir ésta recurre a los criterios sistemático, histórico, teleológico, etcétera. Si los que condenan el juridicismo fuesen juristas, cosa distinta de ser abogado, sabrían que eso dice el artículo 3 del Código Civil en su apartado 1.º, y que al pronunciar su condena lancean enemigos muertos. Nadie que sepa rudimentos de derecho confunde la interpretación jurídica con una de sus formas: la interpretación literal. Y si la confusión no es posible en el ordenamiento jurídico en general, lo es mucho menos en las normas del derecho constitucional, a veces tan vagas e imprecisas que su simple letra no dice absolutamente nada. Sólo el conjunto es expresivo, a condición de que además nos acerquemos a él con un conocimiento de lo que significan los principios jurídicos en que reposa y la índole de las cuestiones que regula.

Es muy de temer, sin embargo, que la admonición no se reduzca en sus intenciones a tan inútil ejercicio y que, en realidad, lo que se nos quiera decir es que la discusión de los proyectos de estatuto no tiene que llevarse a cabo desde una interpretación jurídica de la Constitución, lo que supone que ésta no es una norma jurídica o que es «menos» jurídica que las demás y que puede ser tratada de otro modo, seguramente como se trata un acuerdo político no plasmado en un texto legal. La condena del juridicismo significa seguramente, ojalá me equivoque, la condena de toda actitud que pretenda que la norma constitucional debe ser respetada por encima de todo. Digámoslo más lisa y descaradamente: con tal de solucionar el problema político, no importa que violemos la Constitución, o que la violemos un poquito. La discusión sobre los proyectos estatutarios, ésta parece ser la conclusión, no debe ser una discusión jurídica, sino una discusión política y sólo política, en la que los aspectos jurídicos deben ponerse a un lado.

Si éste es, como cabe sospechar, el auténtico contenido de la condena deljuridicismo, el asunto resulta de una gravedad extrema, porque supone afirmar que es posible abrir paso a los estatutos aunque sean anticonstitucionales. Y no vale afirmar que la tesis se dirige sólo a la discusión parlamentaria y que el examen de la constitucionalidad corresponde al Tribunal Constitucional y no al Parlamento. Este argumento es cínico, porque supone endosar de antemano la gravísima responsabilidad política de las Cortes a un órgano que está constitucionalmente llamado a corregir errores, no a deshacer fechorías. Es además un argumento falaz, porque nadie que sepa por dónde van los tiros -y nunca mejor dicho- puede creer de verdad que el Tribunal Constitucional va a aceptar un encargo que el. propio legislador ha rechazado. El Tribunal Constitucional podrá enmendar los estatutos en detalle, pero nadie puede imaginar que libre contra ellos la batalla que el Parlamento no quiso presentarles cuando aún no eran más que proyecto. No; si la Constitución resulta apuñalada, lo será por los cuchillos cachicuernos de los diputados, y a ellos, y sólo a ellos, corresponderá toda la responsabilidad por las lesiones.

Quien advierte contra el llamado juridicismo, contra la interpretación y defensa jurídica de la Constitución, tiene que saber que al aceptar arteramente la posibilidad de que se violen las normas constitucionales comete un pecado de lesa patria y, si además es demócrata, empieza a cavar su propia tumba. Si los proyectos de estatuto son inconstitucionales -cuestión que aquí queda totalmente al margen-, no pueden ser de ningún modo aprobados, sean cuales fueren las consecuencias que deriven de ello. Hacerlo para solucionar el problema político del que nacen sería, además de ingenuo, una insensatez similar a la de matar moscas a cañonazos. Porque destruir la legalidad constitucional es destruir la base misma de la libertad y de la democracia, destruir el Estado de derecho.

Toda la lucha por el Estado constitucional moderno, y en España aún no se ha consumado el empeño, consiste precisamente en poner a las leyes por encima de los hombres, por encima incluso de aquellos que las han hecho. El llamado gobierno de las leyes, frente al gobierno de los hombres, es la primera garantía de la libertad, porque las leyes fijan el uso del poder y confieren certeza al cálculo de lo posible, una certeza sin la cual cualquier acción es una aventura ciega que puede quebrarse en aquel tramo del camino en que lo decida el arbitrio del poderoso. No es casual la resistencia del fascismo a constitucionalizarse, aunque podría hacerlo sin pactar con nadie, ni su odio a la casta de los juristas, pariente próximo del ánimo que se agazapa bajo el calificativo juridicista que empezamos a oír estos días. La forma, y eso es el derecho, es enemiga jurada de la arbitrariedad y hermana gemela de la libertad, como decía un sutil jurista alemán. Despreciarla es cinismo o ignorancia suicida.

Y lo es más aún cuando, como ocurre en nuestro caso, esa forma legal es el resultado de un notable esfuerzo colectivo llevado a cabo en términos insólitos e irrepetibles. Aceptar ahora la violación de la Constitución significaría, además de suicidio, un gigantesco fraude a todos, a quienes la han aceptado y a quienes la han rechazado. Un fraude que, por si fuera poco, tendría lugar en un período de alarmante descreimiento colectivo y de considerable deterioro de la imagen pública de aquellos en quienes recaen las responsabilidades políticas.

Nadie puede negar la gravedad extrema de los problemas que se plantean en el debate de los estatutos ni la necesidad de buscarles una solución que permita un mínimo de convivencia en el futuro. Pero es tarea del Gobierno y de las Cortes -para eso, y no para otra cosa, han sido elegidos- el darles una solución que sea también jurídicamente correcta, una solución acorde con las normas constitucionales, con esas normas tan jurídicas como las demás y que, como ellas, reclaman ante todo una interpretación jurídica. La Constitución que les confiere los poderes no se los entrega para que la destruyan. Si para hacer frente al reto violan la Constitución de la que derivan sus poderes, inician en el mismo acto la destrucción de estos mismos. Para salvarnos hoy nos engañan, se engañan y nos condenan a todos para el mañana.

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