Carta al hijo de un escritor
Han pasado varios años desde que nos dijiste adiós. Seguro que no te acuerdas de mí. Pero ¿qué más da? Lo importante de estas líneas es que intento escribirlas fuera del tiempo, aun cuando las mismas acaban concretándose en el aquí y ahora de una ciudad medio vacía y bajo el techo de un sol y un calor abrasadores.Déjame que te recuerde algunas intimidades. No lo hago para que te sonrojes, mientras juegas con los truenos a los bolos y lanzas los dardos de los relámpagos a una diana invisible, sino para que recuperes lo ya olvidado y perdido. La primera vez que nos vimos estabas sentado en el orinal y con las piernas al aire te afanabas por organizar en el salón carreras de fórmula 1 con unos coches diminutos de madera roja. Aquella tarde tus ojos, negros y con las chispas de la ilusión, brillaban determinados y osaban aventuras y riesgos infinitos; y tu cuerpecillo era un manojo bullicioso que daba sin parar luz y alegría a los muebles, los cuadros y las toneladas de libros que se amontonaban por todos los rincones del piso. La última vez que mi mirada se cruzó con la tuya fue en la cola de los pasaportes, y apenas habían transcurrido dieciocho meses desde el primer encuentro. En esta ocasión, las pupilas de tus ojos habían perdido la vivacidad, eran de negro mate, y por tu ser se había colado el gusano artero y depredador de la muerte. Tenías puesto un sombrero de paño blanco sobre la cabeza, y los pellejos de tu cara lucían una palidez extraterrestre. Tu madre te llevaba en brazos y asistía en silencio a los trámites administrativos, que fríamente iban reflejándose en sellos, firmas y anotaciones sobre el papel crema del pasaporte. Nadie podía imaginar, tus padres los que menos, que iniciabas el último viaje, que tu pasaporte registraría solamente la salida. Para ti no iba a existir el regreso. Para ti estaba dispuesto el aterrizaje sobre las sendas nunca holladas de Walt Whitman.
Sí; desde aquellos hechos han transcurrido varios años. No obstante, sigues permaneciendo; tu rastro ha quedado fijo, claramente inmóvil en el desordenado arcón de nuestras memorias. Y, lo que son las cosas, se ha establecido contigo un diálogo continuo; y las palabras, sean o no escritas, fluyen sin parar aun sabiendo no encontrarán respuesta. Tú me entiendes, ¿a que sí?
Tu padre, cada vez que dibuja un párrafo sobre el papel, incluye un garabato referente a ti. «La ausencia espantosa del hijo muerto», dice. «Como siempre que tengo una emoción fuerte y pura, pienso intensamente en el hijo», continúa en otro lugar. Tu padre, ese miope hipotenso que se atrinchera detrás de frascos de medicinas, ese «dandy» que esconde su timidez con papel de retrete, camisetas, chalecos de cuello alto, mantas, toquillas y abrigos, ese escritor que sale a pasear al campo para poner los cepos a su cronología implacable, libra una despiadada batalla con el tiempo, con su tiempo, el que tiene su comienzo y su final en ti. «Tú eres la única mano que le has tocado de verdad en el mundo», me atrevo a parafrasearle.
Estás viviendo en lo desconocido. Y nada nos has contado de cómo es eso. Tampoco nos has dicho si para llegar allí hay que plantar cara a lo cotidiano, eso que aquí abajo, a pesar de los trapos que nos ponemos encima para esquivarlo, se nos va colando como el relente y sin que nos demos cuenta. ¿No es esto -lo de aquí abajo- una lucha a brazo partido con la muerte? Los que escribimos -tu padre, los otros, yo mismo- lo hacemos por desesperación. O, dicho de otro modo, por el miedo a vivir. Sí; hay que ser muy valiente para aguantar la existencia. Fíjate: ahora ponen bombas hasta a los niños de tu edad.
No me digas que no sabes que tus padres acuden al cementerio a ponerte claveles blancos. No me cuentes que desconoces que tu padre enreda continuamente su prosa -¿maldita?, ¿experimental?, ¿pequeño-burguesa?, ¿decadente?- en el apretado ramaje de los cipreses que te vieron nacer y despidieron. No me vengas con que ignoras que tu padre llora lágrimas secas de rabia cuando escuetamente certifica: «Los cinco años que vivió mi hijo. Antes y después, todo ha sido caos y crueldad.» No cambies de acera al ver a tu madre, con el ardor y la ansiedad de una guerrillera, recorrer la ciudad con la máquina y el flash al hombro, tratando de conseguir las fotografías que le faltan por sacar: las tuyas.
Perdona; pienso que me he perdido y puedes no comprenderme. En estos momentos no sé bien si escribo a la inutilidad del pasado o si me hundo en la intuición desasosegadora del futuro. Y me siento incapaz de discernir entre la validez de la palabra ya plasmada y los ritos de la magia siempre anhelada y apenas entrevista -esos hilos no esbozados que me unen a ti- Sólo de una cosa estoy seguro: si a mi hija Isabel -esa niña rubia que jugaba contigo al escondite- le ocurriera lo que a ti, tendría que anotar la resignada frase de tu padre:
«Cómo lo llenas todo después de tu muerte. »
Y termino. Escríbeme, si encuentras un hueco. Pincho, me gustaría me ayudaras a aliviar el desconsuelo existencial, a resolver el enigma de la vida. En la zozobra de la espera yo continuaré disputando partidos de tenis.
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