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Respeta lo que es tuyo

Aquella mañana, las tribus, maquilladas con pinturas de guerra, aguardaron pacientes en sus cuevas la señal que ordenara dar comienzo a la guerra. Cuando a sus pies el tren de Orusco se abrió paso entre la bruma, alzando al aire su penacho, sonó un silbato más allá de la vía y entre el rumor de gritos y disparos, aquella tropa de indios fingidos se descolgó desde el modesto acantilado.Tales cuevas eran las de Perales de Tajuña, monumento nacional lugar de estudios y hallazgos prehistóricos, cedido asiduamente para el rodaje de películas, no se sabe por quién, cómo, ni cuándo.

Otra mañana de otro día memorable, un grupo de patriotas españoles, protagonistas de un guión extranjero y delirante, llegó a la conclusión de que el medio mejor de acabar con la invasión napoleónica era fundir un cañón colosal capaz de derribar nada menos que las murallas de Avila. Pieza tan especial, sobre todo en lo que a volumen se refiere, debería esperar su oportunidad al amparo de bóvedas ilustres. A tal efecto se escogió, nada más, nada menos, que el monasterio de San Lorenzo del Escorial, panteón de los reyes de España, que debieron sentir sobre sus huesos el trajinar de andamios y cuadrillas.

Otros llegaron más modestamente, convirtiendo el paraninfo de la Universidad de Alcalá en gimnasio de judo, donde un grupo de atletas orientales enseñaban a colegas y discípulos toda clase de artes marciales.

La lista de templos, monumentos, lugares históricos y museos cedidos para tales fines, ciertamente distintos de su razón artística o histórica, tan sólo tiene parangón con la panoplia de pretextos y justificaciones que se suele esgrimir a la hora de cobrar lo que se cede en riesgo, cuando no en evidente deterioro. Pues en la tarea común, perpetua y a la luz del día, de acabar con nuestro patrimonio a un tiempo tan extenso y tan precario, suelen aliarse motivos de muy diversa índole, desde aquéllos que sufren la mayoría de los países hasta los que soportan los subdesarrollados. Si a tantos amantes empeñados en pasar a la historia a fuerza de grabar sus nombres en muros y columnas, añadimos los disparos de tanto cazador frustrado sobre cabras pintadas en las rocas; si al afán campesino de desmontar castillos para fabricar pesebres, unimos el de ciertos guías por sacar a la luz pinturas de otros tiempos, regándolas con agua hasta dejarlas cubiertas de cal, como sombras remotas, se llegará a la conclusión de que a pesar de la falta de recursos económicos, la salvación de nuestro patrimonio no es cuestión de dinero solamente, sino, ante todo, de cultura elemental y general.

Y, sin embargo, después de todo, el arte, mal que bien, puede considerarse defendido, en teoría al menos. El caso del idioma, de nuestro idioma, es otro. Cualquiera puede entrar a saco en él sin que nadie le estorbe. Nadie puede tocar un cuadro ilustre; cualquiera en cambio puede adaptar a Lope, cobrar sus honorarios, figurar a su lado en los carteles. No hace mucho, un anuncio de lanas escrito y calculado con pretendido acento de nostalgia patriótica, tratando del Consejo de la Mesta, incluía el inevitable es por eso que, capaz de alzar de sus tumbas a todo un gremio de honrados castellanos. Otro terrible anuncio de una óptica general e importante, mostraba a los sufridos españoles las ventajas de un modelo de lentillas y, a la vez, su ignorancia elemental de la gramática.

Como el idioma es patrimonio de todos parece ser que todos tienen derecho a maltratarle. A la moda de hablar demasiado bien ha venido a suceder la de hablar mal, que resulta, por cierto, más asequible y fácil. Al esfuerzo de ser concretos y exactos, ha venido a sustituir una serie de claves que, a fuerza de abarcarlo todo, apenas va más allá de un confuso catálogo de voces. No hay palabra más inútil que la que está de moda, ni razón más inepta que la que se pretende imponer a fuerza de repeticiones. Por todo ello, no es raro oír hablar de paquetes de ideas y proyectos. Si las ideas pueden empaquetarse, sobran idiomas, cultura y enseñanza.

De arriba a abajo se maltrata nuestro idioma por desidia, por asombrar a los demás, por falta de elemental conocimiento. Seguramente se habla mal porque se enseña mal; posiblemente se enseña mal porque no alcanza el presupuesto, pero sólo es preciso alejarse un poco de las grandes ciudades y de aquellas otras que imitan sus modas, sus pretensiones y lenguaje, para escuchar ese español que hoy llaman castellano. Según dicen profetas, no del todo simpáticos pero al tanto del tema, el patrimonio artístico nacional no llegará a salvarse en su totalidad, a pesar de la ayuda que el Estado le presta; mas, a pesar de todo, para tal salvación viene a ser tan importante como el dinero de sus arcas una definitiva toma de conciencia. A estos nuevos españoles de hoy se les intenta enseñar a conducir por nuestras carreteras, a respetar los bosques, a pagar los impuestos, a votar, a invertir, a consumir. Nadie intenta enseñarles a hablar, razón primera que suele distinguirnos de los irracionales. Si no aprendemos a hablar nuestro idioma, es decir, a conocernos y respetarnos, mal lo harán los de fuera, aunque, dicho sea en su honor, también hay excepciones. Y en este asunto no entra para nada la eterna cuestión de si una lengua es viva o muerta según su caudal de voces viejas, sabias o nuevas, si es preciso destruirla para solaz de amigos y críticos afines, porque ya dijo Larra que literatura viene a ser espejo y expresión de un país y una época.

Hay una anécdota que corre al filo de los primeros días de la segunda República española. Apenas conocida su proclamación, ciertos grupos se dirigieron a palacio. Cuando llegaron ante su fachada, un cartel improvisado le cubría. «Respeta lo que es tuyo», recomendaba más que exigía. Sea verdad o no, más allá de su recuerdo honrado y populista, resulta evidente que nuestra cultura y nuestro idioma son algo más que un monumento. Suponen nuestra primera razón de ser, nuestro presente y porvenir que es preciso respetar y salvar, como Larra quería, de la frivolidad y la ignorancia de los tiempos actuales.

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