Un cura francés se hace "barman" en Tokio para propagar la fe católica
Le gusta preparar el gin fizz y le parece una tontería el misauri, nombre japonés del whisky con agua, aunque es lo que más vende en su establecimiento. Es un barman especial, que no sólo escucha a los clientes contar sus penas desde el otro lado de la barra, ayudados muchas veces por unas copas de más, sino que les habla del «sentido de la vida», y, entre trago y trago, les proyecta diapositivas. Incluso puede acabar bautizando a alguno a la fe católica, porque el padre Georges Neyrand, que abrió el pasado día 15 de junio un snack-bar en Tokio, es quizá el primer barman misionero.
Nacido en Lyon, hace ahora sesenta años, el padre Neyrand ha pasado la mitad de su vida en Japón. «Yo quería irme de misionero cuando salí del seminario, en 1950, y, no sé por qué, no quería ir a Africa. Entonces había esperanzas de hacer muchas conversiones al catolicismo en Japón y me vine para acá, aunque, desde luego, no hemos tenido mucho éxito». El padre Neyrand estima que, entre los doce millones de habitantes de Tokio, debe haber unos 40.000 católicos.Tres años en Nagasaki y veinte años de director de una residencia de estudiantes en Tokio le permitieron dominar el japonés, hasta el punto de que pudo traducir las cartas de san Ignacio, escribir varios libros: uno de divulgación, de Teilhard de Chardin, y, hace muy poco, terminar un estudio teológico sobre la vida de Jesucristo, también en japonés. Perteneciente al clero secular, Georges Neyrand creó un centro para estudiantes, en 1964, donde los jóvenes acudían a «discutir los problemas y el significado de la existencia»; pero acabó abandonándolo, al igual que la dirección de la residencia, «porque yo era muy viejo para tratar con ellos».
En su apartamento de Kabuki-cho, un barrio de Tokio que no tiene precisamente buena fama y que está plagado de hoteles que se ocupan por horas, el padre Neyrand explica cómo se le ocurrió la idea de abrir un bar. «Yo quería hacer algo dirigido al salary man, al empleado medio japonés, pero no tenía dinero, ni siquiera para pagar un local. Por otra parte, mi experiencia de treinta años aquí me dice que si el japonés no tiene delante un poco de sake no piensa en nada, está bloqueado. Entonces, un lugar que se autofinanciara y donde se pudiera beber alcohol tendría que ser, lógicamente, un bar. Y me puse a buscarlo».
Varios amigos y conocidos del padre Heyrand compraron acciones de su compañía y así pudo conseguir algo más de veintidós millones de yens (unos siete millones de pesetas) con los que financiar su idea. El resultado es Epopée, un bar de menos de cuarenta metros cuadrados, que lleva algo más de una semana abierto, en el cuarto piso de un edificio del populoso y animado distrito de Shinjuku.
Una media de cincuenta clientes diarios ha pasado la primera semana por el Epópée («le puse este nombre porque, en francés, significa "una bella aventura"», explica Georges Neyrand), lo que no es un mal comienzo; pero debe continuar a ese nivel para que el negocio vaya medianamente bien. Dos camareros y un encargado, aparte del padre Neyrand, se turnan atendiendo la barra y la pequeña cocina desde las seis de la tarde, hora de apertura, hasta las dos de la madrugada, hora de' cierre, seis días por semana. Los domingos, claro está, los hizo Dios para descansar.
Para regentar su snack-bar, el padre Neyrand tuvo que aprender algo del negocio, porque,«no me enseñaron nada de esto en el seminario de Lyon». Un curso de un mes en una escuela de barmen y dos meses de prácticas le dieron una base mínima.
«No quiero dar sermones en el bar», explica, «sino crear un ambiente agradable, relajado, donde esporádicamente pueda hablarse de los grandes temas que preocupan al hombre». Los precios son razonables, incluso bajos, dice el padre Neyrand, que sólo vende una marca de whisky, el nacional japonés Suntory.
Una botella de whisky cuesta 4.500 yens (unas 1.500 pesetas), y los clientes las compran enteras. El camarero les da un número y anota el nombre del comprador en la botella, para que éste pueda reclamarla en sucesivas ocasiones. «Les permitimos tener una botella a su nombre por tres meses, pero no suele durarles más de tres o cuatro días», dice sonriendo el padre Neyrand. La última botella de whisky autóctono que parece haber sido adjudicada lleva el número 38, lo que tampoco está mal para un negocio recién iniciado.
La conversación surge espontáneamente, asegura el barman misionero, y son los clientes los que suelen empezarla. «A veces estoy tan ocupado sirviendo en la barra que no puedo atender a los que me hablan». Cuando hay tiempo, el padre Neyrand despliega una pantalla, que tapa la puerta de la minúscula cocina, y proyecta diapositivas que, por cierto, no parecen tener ningún interés en enseñar al periodista. «Son imágenes que ayudan a meditar. Con el tiempo quiero comprar un sistema de video. Pero esto es algo experimental que no se si resultará».
«¿Que cómo reaccionó el obispo de Tokio? Bueno, le sorprendió que yo, con trabajos académicos de teología publicados, estuviera en un asunto como este, pero acabó dándome la autorización y, es más, je, ¡e, le vendí unas acciones del snack-bar».
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