La aventura humana
EL VUELO de la nave espacial Columbia -que ha sido momentáneamente retrasado hasta mañana- ha de significar un paso peculiar e importante en la aventura humana: el tránsito de lo que hasta ahora eran, al fin y al cabo, «proyectiles habitables» a una aproximación de lo que podría ser un vehículo de transporte de viajeros al espacio. Una parte de las personas que viven hoy en la Tierra vieron nacer los primeros vuelos de aviones comerciales; una inmensa mayoría, la salida del primer hombre -el soviético Yuri Gagarin, en abril de 1961- al espacio exterior. La aceleración del tempo histórico es algo evidente; la predicción del futuro, causado por esta aceleración, imprevisible, La mayor parte de la ciencia-ficción se muestra pesimista. Puede decirse que nuestro siglo, y especialmente estos últimos años, ha visto nacer la utopía negativa. Los utopistas de tiempos pasados -políticos o literarios- presentían el advenimiento de lo armónico, de lo igualitario y lo pacífico. Los de los nuestros ventean siempre la catástrofe.Una de las razones puede ser que lo que llamamos la aventura humana está muy lejos de ser globalmente humana. Se progresa en punta de lanza, una lanza cuya pica llegase casi a las estrellas y cuya base no supiera despegarse de lo más remoto: hay grupos humanos que están viviendo en condiciones prehistóricas, en numerosos rincones olvidados del mundo, en el mismo momento en que se penetra más en el espacio, en que se explora la microelectrónica. La acumulación científico-técnica, la aceleración histórica, no consiguen -apenas lo intentan- esta otra conquista interior de la Tierra, esta recuperación de almas y cuerpos perdidos.
Otra razón es que las bases humanistas del pensamiento no participan de esta velocidad de lo técnico. En otros tiempos, lo científico y lo humano llegaron a estar estrechamente unidos, y cada descubrimiento repercutía en formas de entender la vida y la estancia en ella del ser humano. Se han disociado. Quizá en las mismas personas que participan en el viaje espacial de ahora conviven estos últimos pensamientos científicos con los más arcaicos pensamientos humanos y los más oscuros y supersticiosos. Como pequeño e irónico ejemplo, el hecho de que en la nave Columbia haya dos cuartos de baño separados, uno para hombres y otro para mujeres, parece demostrar que la mezquindad puede habitar el mismo lugar que la grandeza.
Angustia, finalmente, que el gran motor de esta aventura humana siga siendo, también como en tiempos remotos, el espíritu militar, y no el civil (aunque la ciencia civil pueda extraer beneficios): tanto Estados Unidos como la Unión Soviética incluyen estas experimentaciones en sus presupuestos morales y económicos de guerra, de una guerra futura. Ya hace tiempo que funcionan satélites espías, y el rumor -siempre desmentido- de que hay ingenios espaciales cargados con armas nucleares. Están cargados, por lo menos, de propaganda.
Hay una justa sensación de orgullo de pertenecer a esta raza humana que multiplica geométricamente su capacidad, su penetración, su evolución por medios extracorporales. Pero no es conveniente olvidar que pertenecemos a la misma raza humana que los indios del Amazonas. O que los campesinos de El Salvador, o que los montañeses de Afganistán. O simplemente que hay zonas españolas muy próximas a nuestras estaciones de seguimiento espacial donde hay analfabetismo, hambre y pobreza espiritual. Todo el optimismo que inspira la nueva aventura humana tiene dentro la almendra amarga del pesimismo: la idea de que el esfuerzo gigantesco no se está haciendo en el sentido debido y que los dos grandes sistemas que participan de esa aventura, el capitalismo americano o el comunismo soviético, están enormemente lejos de sus propósitos iniciales.
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