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Libertad, ¿para qué?

Bajo la consigna «Por la libertad la democracia y la Constitución», se han celebrado hace poco, con enorme afluencia de público, tres coloquios sucesivos. En uno de ellos intervine yo -Junto a Antonio Tovar, Carlos Castilla del Pino, monseñor Alberto Iniesta y Peridis-, y me atrevo a pensar que no será inoportuno ofrecer a mis lectores, a manera de puntos de reflexión, los que constituyeron el esquema de mi perorata.Compromiso por la libertad. ¿Qué sentido tiene ahora esta prestigiosa y maltratada palabra? Evidentemente, no el filosófico, no el que exponen y discuten los teóricos del derecho, la ética y la antropología. (Entre paréntesis: ¿cuántos son los que tranquilizan su conciencia de ciudadanos hablando de esa «libertad en general» y callan ante los atentados contra la «libertad en particular»?) No: la libertad de que ahora se habla es la civil y política, esa que, como un derecho que cada día puede perderse, cada día es preciso conquistar con la propia conducta. Frente a ella, dos preguntas principales.

I. «Libertad, ¿para qué?». ¡Cuando Fernando de los Ríos visitó a Lenin y ambos dialogaron sobre el derecho a la libertad, es fama que el soviético preguntó al español: «Libertad, ¿para qué?». A cien leguas de cualquier leninismo político, debo declarar que esa interrogación de Lenin es perfectamente justificable; porque si para ser efectivamente libre debe el hombre conquistar una «libertad-de» (de todo aquello que se la impida o coarte), para ser dignamente libre es preciso que en su conducto opere una «libertad- para » (para todo aquello que le realice y perfeccione como tal hombre). Desde hace muchos años, así vienen enseñándolo los filósofos. Pues bien: esto supuesto, ¿para qué la libertad que exigimos y que cada día debemos conquistar y mantener?

1. Para la dignidad; para ser hombres con la plenitud de la condición humana que concede el ser «hombre libre», el no ser «hombre esclavo». En su famosa reflexión acerca de la dialéctica señor-siervo, afirma Hegel que es «señor» el que prefiere la libertad a la vida, y «siervo» el que prefiere la vida a la libertad. Yendo más allá de tan escueta formulación, esta otra me atrevo a proponer: «No es digno, no es plenamente digno el hombre para el cual no termina siendo una amputación de su ser la pérdida del ejercicio civil de su libertad". Entre el mero silencio dolorido de los poco

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animosos y la arriesgada valentía de los héroes de la protesta pública transcurre, a este respecto, la escala de la dignidad del hombre. Mencionaré a dos de éstos: el español Dionisio Ridruejo y el ruso Andrei Sajarov.

2. Para la eficacia; para aceptar animosamente el reto de todas las dictaduras, cualquiera que sea su signo («Frente a los problemas de mi país, nosotros somos los verdaderamente eficaces», dicen los dictadores y los dictatoriales), y para demostrar, en consecuencia, que la vida en libertad responsable puede ser y es con frecuencia fuente de la más alta y ejemplar eficacia. Me atendré a un solo ejemplo. Desde hace un siglo, lo mejor, lo más «exportable» de la vida española es lo que dentro de España y en el exilio han hecho sus intelectuales, sus escritores y sus artistas. Esto es, hombres que han sabido sentir y usar su libertad para ser, en lo suyo, más eficaces y más eminentes que los españoles doctrinarios o secuaces -en complacido silencio, tantas veces- de la negación de la libertad. Desde Cajal hasta hoy, cien nombres lo acreditan.

3. Para la justicia; no sólo la que administran los jueces y magistrados, también, y sobre todo, la que desde hace tantos años llamamos, sin acabar de verla bien cumplida, justicia social. Sin una justicia social verdaderamente satisfactoria, la libertad política y la libertad intelectual serán más bien «libertad para algunos» que auténtica libertad civil. Será esa libertad, si se me permite mostrarlo con un ejemplo caricaturesco, la que cínicamente exhibía ante sus alumnos universitarios Giovanni Gentile, el conocido filósofo del fascismo italiano: «¿Quién dice que en nuestro país no hay libertades? He salido de mi casa, y para veni¡al aula he podido hacerlo por una calle o por otra: libertas eundi. He pasado por un quiosco de periódicos y he podido comprar el diario que me ha venido en gana: libertas legendi. Iré luego a la trattoria y comeré los platos que en ella libremente elija: libertas edendi. ¿Quién dice que en nuestro país no hay libertad?».

II. La libertad civil en acto: ¿cómo día a día se conquista esa libertad? Tres reglas de oro me atrevo a proponer como respuesta:

1. Ejercitándola uno mismo hasta el límite en que choque con la legítima libertad del vecino.

2. Reclamándola oportuna e importunamente si el poder, so pretexto de ordenarla, la restringe más allá de los límites que la auténtica libertad exige. (Sentencia que no debiera olvidarse: «Todo poder constituido, aunque se llame a sí mismo liberal, no digamos los otros, tiende a restringir el uso de la libertad». Uno de los más convincentes ejercicios de libertad en acto es el del gobemante que sabe aceptar y tener en cuenta -con humor, si llega el caso- las críticas de sus gobernados.)

3. Pidiendo o exigiendo la libertad del «otro», del que no es como uno. Para mí, una sociedad. en la cual. el cristiano se limite a pedir libertad para sí, y no también para el no cristiano, el agnóstico o el ateo, y en que el ateo, además de pedir su propia libertad, no la pida para el cristiano, el musulmán o el agnóstico, y en que el socialista no viva como suya la exigencia de libertad del liberal, y el liberal, a su vez, no sienta el deber de exigir que el socialista sea civilmente libre, para mi, repito, esa sociedad no es una sociedad deseable.

Ahora, que el lector continúe.

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