El aceite homicida
AUNQUE DE manera tardía, los poderes públicos han comenzado a tomar medidas para asegurar la vida y la salud, gravemente amenazadas, de mucha gente modesta por el consumo de aceites adulterados vendidos a granel y para esclarecer las responsabilidades de quienes, por desmedida codicia, han posibilitado la muerte de más de cincuenta personas. El canje del aceite adulterado por otro en buenas condiciones no sólo ha puesto de manifiesto las reservas de picaresca existentes en nuestro país, sino que ha permitido también saber, a través de informaciones oficiosas, que el volumen de mezcla homicida rebasa los 100.000 litros. De otro lado, las detenciones de algunos de los traficantes de la muerte, que han caminado confusamente en paralelo con otras que afectan a los simples vendedores de aceite a granel no autorizado, abren el camino para la acción de la justicia.Confiemos -aunque no existan motivos objetivos para ello- en que el ministro de Trabajo y Sanidad, encargado de velar por la salud ciudadana, y el ministro de Economía y Comercio; de quien dependen tanto las importaciones de aceite de colza como la regulación del comercio interior, den rápidamente cuenta a los españoles de los resultados de sus trabajos y de las eventuales responsabilidades en que han podido incurrir sus respectivos departamentos. Tal vez el ministro Sancho Rof y el ministro García Diez hayan llegado erróneamente a convencerse de que el mutismo y la imposibilidad les puede permitir pasar inadvertidos ante los ciudadanos. Pero, en un sistema democrático, la política del avestruz o la estrategia de esconderse en un armario no son aceptables ni, a la larga, posibles.
Tampoco el Ministerio de Agricultura se libra del todo de salpicaduras en esta triste historia, aunque sus responsabilidades sean indirectas y oblicuas. La política oficial de grasas vegetales está produciendo en nuestro país resultados irracionales y consecuencias dramáticas, España es el primer productor mundial de aceite de oliva, pero el sector atraviesa desde hace años una situación de superproducción o, si se prefiere, de subconsumo. A diferencia de lo que ocurre en Italia, el consumo por habitante de aceite está descendiendo dentro de nuestras fronteras de manera continua desde hace algún tiempo, por culpa de los altos precios y la baja calidad del producto. Las exportaciones también han disminuido. Los productores mediterráneos situados fuera del Mercado Común ofrecen precios inferiores a los nuestros, en tanto que los comunitarios nos han arrebatado los mercados europeo y norteamericano gracias a las subvenciones que perciben. El resultado es que las reservas en poder del FORPPA, al concluir la última campaña superaban los trescientos millones de kilos, cifra que equivale aproximadamente al consumo de todo un año.
La política del Ministerio de Agricultura comienza por garantizar unos precios remunerativos a los productores para evitar el abandono de los olivares y el crecimiento del paro, pero termina por almacenar excedentes, consecuencia de la búsqueda de aceites sustitutivos por unos consumidores que no desean pagar 150 pesetas por litro de aceite de oliva.
¿Cuál es la política europea al respecto? El FEOGA, que es el FORPPA comunitario, ha montado un dispositivo de apoyo con elevados costes, pero que evita la acumulación de excedentes gracias a los bajos precios y a la garantía de calidad del producto. En la Comunidad Europea existe, al igual que en España, un comprador oficial a precio fijo para cuando no hay demanda privada. Pero, a diferencia de lo que ocurre en nuestro país, los fondos comunitarios pagan unas veinticinco pesetas por kilo producido y estimulan la comercialización del aceite envasado mediante una prima de unas cuarenta pesetas por litro. Esas subvenciones bajan los precios y estimulan el consumo, vigilado por unos controles de calidad muy estrictos que evitan los fraudes. Las reservas almacenadas por los organismos reguladores son subastadas periódicamente, de forma tal que los comerciantes privados pueden disponer de partidas para la exportación a precios muy competitivos.
Los costes unitarios de las subvenciones podrían resultar en España bastante inferiores a los europeos, gracias a la mejor calidad y rendimiento de nuestros olivares. Si bien es cierto que, pese a esa ventaja comparativa, la factura de subvenciones para una campaña normal de 250 millones de kilos sería muy elevada, no cabe olvidar que el olivar proporciona trabajo a más de 150.000 personas durante siete meses. De otro lado, el sistema podría ir siendo progresivamente recortado hasta incluir sólo, en un futuro próximo, a los cultivadores de las.tierras menos productivas.
En cualquier caso, los altos precios del aceite de oliva, consecuencia del actual sistema inventado por el Ministerio de Agricultura, desincentivan el consumo y estimulan su mezcla con otros aceites vegetales más baratos. Nuestra Administración ha maquinado una serie de complicados laberintos para evitar esa competencia. El artilugio para el aceite de colza, que es un aceite comestible usado normalmente en el norte de Europa, es sólo un ejemplo. Desde hace diez años ha venido siendo habitual que la autorización para importar aceite de colza se condicionara a la desnaturalización del producto mediante anilinas, a fin de inhabilitarlo artificialmente para el consumo culinario y reservarlo exclusivamente para usos industriales. Su bajo precio se convertía así en una criminal tentación para su mezcla con aceite de oliva, a la que han terminado por sucumbir algunos bribones resueltos a obtener beneficios extraordinarios a costa de vidas ajenas. La ausencia de controles eficaces de calidad y la vista gorda respecto a la venta ilegal de aceites a granel han terminado por cerrar ese círculo infernal de muertes por intoxicación.
El consumo de aceite de oliva disminuye por culpa de su alto precio, a la vez que el envasado con determinación de calidad en la etiqueta sufre la competencia ilícita de los aceites mezclados. Crecen, en consecuencia, los excedentes de aceite de oliva y, a la vez, los incentivos para adulteraciones siempre ilegales y en ocasiones -como hemos visto- mortíferas. La conclusión es tan monstruosa que no cabe más alternativa que la racionalización de una política que crea las condiciones para manipulaciones peligrosas y homicidas, y que abre la posibilidad de que el Estado termine siendo el único cliente de los olivareros.
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