La huella del señor Bill
Los genios originarios del medio rural son gente rara en materia de relaciones públicas, y suelen despreciar las vanidades y pompas que fabrican los núcleos urbanos en torno a sus obras. El señor Bill, granjero sureño que fumaba constantemente en pipa y sumergía su capacidad fabuladora en litros de bourbon, forma parte de esa regla de introversión, timidez y hosquedad propia de las gentes que viven en contacto diario con la naturaleza. El señor Bill odiaba el supercomercializado star system y su normal subproducto, el best-seller. A él le bastaba con salir a cazar, pescar y criar caballos -fue, en cambio, un pésimo jinete- durante el día, y enredar su imaginación en el humo de su pipa mientras las noches avanzaban hasta que el filo de la madrugada le sorprendía con el dibujo de una nueva novela en una de las paredes de su estudio.El señor Bill había sido un mal estudiante -fue expulsado de la escuela por vago- y se consideraba un poeta fallido. La vena literaria, particularmente sus dotes para la fantasía, le vino de tanto escuchar a los veteranos de la guerra civil en Shiloh y Appomattox, y las fábulas que la vieja negra -Mammy Caroline Barr- le contaba antes de dormir. El señor Bill, al morir de un ataque al corazón en el hospital de Byhalia -era el 6 de julio de 1962-, dejó un legado de veintiocho libros escritos, entre novelas y cuentos. Unos años antes había confesado a un amigo íntimo que "espero ser el único individuo del mundo que no haya dejado huellas de su paso". A lo mejor pensaba que la historia local tenía bastante con el rastro que dejaba su padre conduciendo los trenes por las vías del sur profundo norteamericano.
A nadie se le escapa que el deseo del señor Bill no se cumplió. Aparte del Nobel de 1949, su influencia ha sido capital en la novela contemporánea. No se entienden los mundos de Comala y Macondo sin el señor Bill. Tampoco se hubieran producido los atosigantes y descorazonadores espacios de Santa María y Región sin el señor Bíll. Onetti, le llama padre y maestro mágico. Benet, dirá que se ha sometido durante 35 años a todos sus caprichos, cual amante fiel. Hemingway, reconocerá, al hablar de la generación perdida, que "está muy delante de nosotros" el señor Bill. Este, hasta ha tenido un biógrafo -Joseph Blotner-, que dedicó doce años de su existencia para recontar en 2.115 páginas, encuadernadas en dos tomos, lo que fue e hizo el señor Bill. Algunos críticos le califican como el mejor escritor norteamericano del siglo XX. André Malraux considera que edificó el más grande monumento de la literatura de este siglo, especie de síntesis de la novela policiaca y de la tragedia griega.
Este granjero huraño, de bigote poblado, lacio y algo caidillo en las puntas, con ojos profundos y nariz aguileña, dotado de un cuerpo menudo y lleno de músculos, fue por temperamento un vagabundo y un golfo, aunque por sus maneiras fuera un señor de pueblo -estirado y elegante bajo su sombrero de paja-, lleno de manías, conservador y paternalista, lo que no impidió el que fustigara a párrafo enjuto la voracidad del industrialismo norteamericano. Como buen hombre de campo, el señor Bill escribió lo que veía y tenía a mano..., una, tierra violenta y roja -calor sofocante, los esclavos doblando el espinazo en la recogida de los copos de algodón- en la que la injusticia, el amor y el odio se confunden a cada instante. En definitiva, sus manos toscas de labrador contaron, rápido y sin correcciones, lo que estaba a su alcance. Onetti dirá con su laconismo habitual: "Su mirada era distinta a la nuestra". Evidentemente, los ojos velados por la cegadora luz de su entorno no pudieron evitar que el señor Bill plasmara la crónica cruda de su pueblo.
El 25 de septiembre de 1897 nació el señor Bill en New Albany (Misisipí). Su primer poema, L'aprés midi d'un faune, fue publicado el 6 de agosto de 1919 en el periódico La Nueva República. Es en 1921 cuando aparece su primer libro, una colección de poemas, que lleva por título Visión in spring, y se lo dedica a Estelle Oldharri Franklin, su mujer por diez años (un fracaso matrimonial idéntico al de Zelda y Scott Fitzgerald; los celos de la fama y el alcohol hacen el perfil exacto de ambas situaciones).
Pero el señor Bill continúa escribiendo al borde del viejo río Misisipí, y alternando sus viajes a Europa y Hollywood -a este último acude para ganar dinero a cambio de guiones cinematográficos-. El lector del Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes, Flaubert, Balzac, Dostoievski, Melvílle, Shakespeare y Tolstoi, y ante el estímulo de Sherwood Anderson, va creando desasosegadamente y sin parar un mundo propio, dibujando unos héroes desasistidos. Los textos del señor Bill constituyen el canto épico de unas tíerras y unos hombres marginados y derrotados por el destino. Su objeto de interés literario, la verdad y el corazón humano. La fuente de su oficio, la experiencia, la observación y la imaginación, según apuntará en 1937 a los estudiantes de Charlotteville. La base de su método, el talento, la disciplina y el trabajo, repetía el señor Bill sin dar importancia a su quehacer.
El hijo de Murray y Maud había salido un tanto misógino, y sintiendo un raro orgullo por su bisabuelo, el coronel que fundara el tren local y fuese autor de La blanca rosa de Memphis. Este bisnieto, el señor Bill, se afanó en sublimar lo real inmediato en lo universal, para lo cual construyó un mundo que le pertenecía en exclusividad: el condado de Yokmapatawpha -en lengua chichasse, tierra dividida-. País duro, tierras que no envejecen porque jamás Olvidan. Y el condado, según el propio señor Bill, es un microcosmos de pasiones, esperanzas y desgracias de hombre, ambiciones, terror, apetitos, coraje, abnegaciones, piedad, honor, orgullo y pecados. Y en ese magma hirviente de decadentes y especuladores, negros y blancos, ricos y pobres, el señor Bill evocará el pasado e invocará los exorcismos; y sus personajes serán seres extraños a sí mismos, alienados, distantes, solitarios y silenciosos; y el tiempo aparecerá flotando en el discurso como una losa que abruma y esteriliza. Realidad y mito; épica y tragedia, los cuatro al mismo tiempo enhebrados en una estructura sólida y en continuo movimiento.
"Nada de lo que hacíamos dejaba la menor huella", se lamenta Julio Méndez, el exiliado chileno en el jardín de al lado. Pero el señor Bill, ese fruto del caliente, luminoso y nutricio sur norteamericano, y, aun en contra de su profecía, no podría hacer tal comentario desolador, ya que la huella dejada queda bien marcada, pues su obra es hoy una piedra angular -como la de Proust, Joyce y Kafka- de la literatura universal. Quizá alguien pregunte por la identidad del señor Bill. Nada mejor para ello que repetir lo que escribió García Márquez en 1950, en la columna "La Jirafa", de El Heraldo, de Barranquilla: "Un tal señor llamado William Faulkner, que es algo así como lo más extraordinario que tiene la novela del mundo moderno. Ni más ni menos". Sí, la huella del señor Bill es imperecedera. ¡Y pensar que Faulkner había querido ser administrador gerente del burdel!
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