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Tribuna
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¿De quién es esta guerra?

Hace pocos días el Gobierno argentino anunció el retiro de todos sus consejeros militares de El Salvador, de Guatemala y de Honduras. Allí habían llegado como flamantes campeones de la nueva doctrina Reagan en América Latina y puntales en la lucha antisubversiva marxista por la que la Junta argentina estaba dispuesta a quebrar su lanza militante.Después del conflicto de las Malvinas, América no volverá a ser la misma. El aire glacial (¿antártico?) y el aislamiento que rodeó la intervención de Haig en la reunión de la OEA (llamada en otro tiempo ministerio de las colonias de Estados Unidos) es el primer asomo de prueba de ello. Los Gobiernos latinoamericanos han encontrado una cuña entre las alianzas globales de Estados Unidos y sus intereses regionales en América Latina. Entre su pretendida vocación democrática y la necesidad de optar entre una Junta Militar desacreditada y sangrienta y una tan flagrante como vetusta empresa colonial. Su sonrisa de acero ha quedado desenmascarada. Pero con ella también deberían quedar al desnudo sus hasta ayer secuaces en Centroamérica. Porque la Junta que hoy reclama que el pueblo argentino depare entierros de olvido a los desaparecidos y lave derramadas sangres en los fríos mares del Sur es la misma que mostró su desprecio por la soberanía del pueblo salvadoreño, de Guatemala y de Honduras y la misma también que arenga a los países latinoamericanos en defensa de su soberanía, volviéndolos contra el aliado de hace pocas horas.

Y es el mismo ejército. Las autoridades suecas y francesas quieren interrogar al capitán Alfredo Astiz, comandante de las fuerzas argentinas en las Georgias y capturado durante el ataque británico, en relación al asesinato de una joven ciudadana sueca y la desaparición de algunas monjas francesas en oportunidad que dicho oficial era un alto responsable en cuestiones de seguridad en Buenos Aires.

Manipulación patriótica

No es que Argentina, el pueblo argentino, carezca de razón al reivindicar su soberanía sobre las Malvinas, sino que la dictadura argentina carece de autoridad moral, legal o política para hablar en nombre de los valores que ha enarbolado, para tomar decisiones militares de proporciones históricas nacionales y continentales, y no puede, en nombre de principios que ha usurpado hasta la fecha, exigir a los argentinos un solo sacrificio, un solo muerto más.

En las urgencias que el olor a pólvora precipita parece huero formularse ciertas preguntas. Sacar la nariz por un instante del fragor de la batalla para cuestionar de quién es esa guerra. ¿Qué intereses sirve? Una cosa sabemos Una opinión no fue requerida. Al pueblo argentino no se le preguntó si la guerra era el método idóneo y responsable para recuperar la soberanía sobre las Malvinas. O si era este el momento de iniciarla No debería extrañar que no se les consulte en una cuestión de destino, cuando a lo largo de una extensa trayectoria no se les ha consultado sobre otras no menos importantes cuestiones de orden interno, justicia económica y social, sus alianzas externas o el contenido de la cultura.

Y no se diga ahora que esta guerra se lanzó porque todos los sectores que ahora la apoyan estaban unidos en la convicción de su necesidad. Sí puede decirse que una vez desatada, por razones de oportunismo político o genuflexia condicionada al autoritarismo patriarcal, ha faltado si no presencia de ánimo, por lo menos una visión de la historia no transida exclusivamente de lo inmediato para denunciar abiertamente la maniobra demagógica de una Junta, la cual, asediada por dificultades internas, no ha vacilado en manipular los auténticos sentimientos patrióticos de un pueblo argentino que desde hace mucho tiempo nada conoce salvo la desazón.

El machismo como arma

Una sucesión de dictaduras militares se ha arrogado el derecho, como suelen hacer los Gobiernos autoritarios, de juzgar por nosotros los valores que nos son más caros. Ellos nos ilustrarán sobre el sentido de patria, de independencia, soberanía y de libertad Separarán temor de heroísmo. Nos dirán cuándo vivir y cuándo morir. Nos dirán quiénes son nuestros amigos y nuestros enemigos. Nos dirán el principio y nos dirán el fin. Tampoco en esto la Junta argentina está sola. Todos sabremos reconocer nuestros autoabanderados Pi nochet, Vadora, Stroessner, D'Aubuisson, Somoza...

La responsabilidad histórica por nuestros países no puede identificarse con el destino y menos aún con la ambición de ninguna casta, ni comprometer sus perspectivas más amplias por explotar circunstancias coyunturales y retrógadas.

Qué veredicto hubiera reservado la historia a los resistentes a los nazis si en su oportunidad no se hubiesen opuesto a la invasión del Sudetenland o al Anschluss de Austria.

En la reacción de varios Gobiernos latinoamericanos y en la postura de incalificado apoyo de la OEA a las acciones emprendidas por Argentina (a diferencia del justo contenido de su reclamo) hay un elemento de miopía junto con un desafinado pathos. El caso de las Malvinas es univalente para los latinoamericanos. Pero la justificación del uso de la fuerza, en casos de reivindicación de soberanía menos evidentes, podría constituir un temible precedente. La renovada y bienvenida unidad latinoamericana podría desmoronarse como un castillo de naipes si Argentina ejerciera esa opción contra Chile en su diferendo por las islas y él canal de Beagle. Lo mismo puede decirse de las reclamaciones de Chile, Perú e incluso Bolivia en la zona de Arica, de los conflictos fronterizos entre Perú y Ecuador o si Venezuela decidiera dilucidar por medio de las armas sus diferencias con Guyana por la región de Essequibo.

La unidad renace porque el enemigo viene de fuera y la respuesta ha sido, como sostuvo Octavio Paz en su Laberinto de la soledad, cerrarnos al exterior con nuestra hombría, el machismo como arma ante los impactos del invasor. La Junta argentina ha sabido encendemos al son de ¡Ay América, no te rajes! Sólo las mujeres se rajan, claro. Su herida no cicatriza.

Negociación

En la situación de facto que se ha creado, por supuesto debemos exigir indignados y a una sola voz el retroceso inmediato de la Armada colonial británica, pero también el retiro de las fuerzas argentinas de las Malvinas y el inicio de un proceso de negociación serio por intermedio de las Naciones Unidas tendente al logro de una solución donde, sin premiar el uso de la fuerza como vía para la solución de conflictos internacionales, se reafirme el proceso de descolonización y se reconozca finalmente la soberanía argentina sobre las Malvinas.

Lo que no puede escapar a nuestra reprobación es la responsabilidad de la Junta argentina por haber apelado primero a la violencia. Nuestra América no se merece que tengamos mano en los designios de Galtieri o de Anaya de inscribir sus nombres en la historia como libertadores. Imagínense, junto a San Martín, junto a Bolívar y junto a Martí.

Eduardo E. Kahane es uruguayo. Escritor y periodista residente en Londres.

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