La 'normalización' polaca
LA LIBERACION de 1.227 internados, como el lenguaje oficial llama a los presos políticos, la suavización de parte de las medidas del estado de guerra y algunos cambios personales en el Secretariado del Comité Central del Partido Obrero Unificado Polaco (POUP, comunista) no suponen un cambio cualitativo ni un salto hacia adelante en la complicada situación polaca. El régimen implantado por el general Jaruzelski el pasado 13 de diciembre continúa su política de abrir la mano poco a poco, con temores y precaución, consciente de que carece del más mínimo apoyo popular, imprescindible para alcanzar la productividad que la arruinada economía polaca necesita con urgencia.El régimen polaco sigue en un callejón sin salida: si abre la mano, resurge de nuevo la protesta popular, y si la aprieta, se encuentra ante la resistencia pasiva de un pueblo desmoralizado. Jaruzelski y su equipo de moderados dentro del POUP ha venido practicando, desde el 13 de diciembre, la política del palo y la zanahoria, pequeñas concesiones y represión suave, según las necesidades, en un intento de implantar una especie de kadarismo a la polaca, el modelo húngaro, que parece obsesionar a muchos de los políticos polacos más próximos al general.
Para desarrollar esta estrategia, el régimen polaco necesita resolver el problema de su abrumadora deuda exterior, de casi 27.000 millones de dólares, precisa del beneplácito de la Iglesia católica polaca y debe contar con un mínimo de apoyo popular. Las medidas suavizadoras del pasado 22 de julio se insertan dentro de estas necesidades. El Gobierno busca, con un gesto liberalizador, conseguir una mejora de su imagen política ante los acreedores europeos, presentar un panorama más esperanzador hacia el futuro y conseguir condiciones más favorables para la renegociación de su deuda exterior.
Los dirigentes europeos saben que, a su pesar, están en el mismo barco que los responsables polacos, y el hábil viceprimer ministro, Rakowski, ya dijo en una ocasión que, "si quieren cobrar lo que se les debe, no tendrán más remedio que ayudar a Polonia". A cambio de esas concesiones en la renegociación de la deuda, los occidentales podrán exigir de Jaruzelski que levante algo más la mano de la represión.
La suavización actual parece, por otra parte, fruto de un cierto consenso entre el Gobierno y el sindicato Solidaridad -aunque el general Jaruzelsi lo considere, en la entrevista que publicamos en este mismo número (páginas 6 y 7) como moribundo-, en virtud del cual esa fuerza de oposición ha iniciado una moratoria en los movimientos de huelga y otras formas de resistencia, a cambio de la liberación de los prisioneros. Tal vez exista también un principio de acuerdo sobre la estructura de los futuros sindicatos, que no tendrían la autonomía y la fuerza política que tuvo Solidaridad, pero que tampoco se reconstruirían sobre la base de la fuerza inmóvil y retrógrada de los sindicatos de Estado. Podría suponerse, incluso, que el aplazamiento para más adelante de la visita del Papa pueda obedecer a la conveniencia de todos. Wojtyla -y toda la Iglesia polaca- no desearía que la visita fuese tan prudente y exclusivamente religiosa como para que pareciese una aceptación de la situación actual; pero tampoco que se convirtiese en un pretexto de agitación política, que volviera a desequilibrar la situación.
En ningún caso, sin embargo, hay que hacerse grandes ilusiones acerca del futuro polaco. La única realidad, se considere desde el punto de vista que sea, es que el país está inserto en el grupo de Estados europeos sometidos a la esfera de influencia de la Unión Soviética, la cual no va a renunciar a él en ninguún caso, ni va a aceptar la transformación de su sistema político en otro que suponga el imperio de las libertades públicas y privadas y la soberanía representativa de su pueblo; podría ser un grave ejemplo para los otros países del Este, e incluso para la propia URSS. Tal vez Washington preferiría que esta dolorosa realidad se manifestase con mayor dureza, como en Hungría o en Checoslovaquia, para poder demostrar su razón y obligar a Occidente a seguir su política. Sea como fuere, no es desdeñable la opinión de Washington de que estas suavizaciones, esta liberalización y esta óptica de la normalización no son más que una hipocresía y un subterfugio para ocultar la realidad de una opresión que no cesa.
Aunque a la hora de una siniestra obligación de elegir dictaduras podría preferirse la polaca a otras homologadas por los países libres, y que dominan a sangre, cárcel, fuego y desprecio a sus pueblos, esta supuesta suavidad polaca no es suficiente como para aceptar el régimen de Jaruzelski, y mucho menos para resignarse a la inclusión de Polonia, con otros países aún menos afortunados, en un sistema, que no sólo ha fracasado en sus impulsos originales de conseguir una nueva forma de libertades, sino en la de cualquier esperanza de solución económica.
El balance de los casi ocho meses de dictadura dentro de la dictadura puede ofrecer un semblante de orden; pero las dificultades económicas de la nación y el nivel de vida de los ciudadanos polacos parece haber retrocedido aun más del punto en que se encontraba cuando se proclamó la ley de excepción. No hay que olvidar, además, que el régimen polaco mantiene en sus cárceles, después del 22 de julio, a 653 detenidos políticos, entre ellos, al presidente de Solidaridad, Lech Walesa. Las palabras del disidente Adam Michnik de que los internados son, en verdad, rehenes, cobran plena validez.
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