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Tribuna
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El encuentro

¿Venimos los humanos del fondo de los espacios o procedemos del tiempo terrenal? La polémica sigue abierta en torno a las dos hipótesis en lucha: o hubo millones de años de evolución biológica en nuestro planeta hasta llegar a la especie erecta y razonante, o hubo una semilla caída en nuestra Tierra, procedente de lejanísimos astros y culturas. Al hombre de hoy, en todo caso, le fascina la cuestión.Muchas veces en la historia conocida ocurrieron encuentros entre distintas culturas. Momentos decisivos. Uno piensa en Colón al pisar el suelo de Guanahaní. En los primeros romanos que tropiezan en la Península con el celtíbero. En el papa León, que mantiene inmóvil en una entrevista inexplicable, junto al Po, al feroz Atila, con sus escuadrones listos para acabar con Roma. Al jesuita renacentista Mateo Ricci, que hace cuatro siglos deslumbró con su sabiduría a la dinastía de los Ming. Al gran Alejandro, enfrentado con los hindúes y sus paquidermos en las orillas del río Hidaspe.

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Yo también quiero mi extraterrestre

El genio fílmico de Steven Spielberg ha compuesto ahora un cuento-para mayores, que enajena por igual a niños y adultos. Su extraordinario largometraje relata la historia del primer extraterrestre que llega, en gigantesca nave espacial, al suburbio de una ciudad norteamericana y es abandonado allí por descuido de sus tripulantes. Es una criatura razonante y sintiente, de traza reptilesca y piel viscosa. Tiene faz de batracio, cuello de tortuga y mirada a la vez pícara y triste. Respira con dificultad en nuestra atmósfera y emite gruñidos y gritos, aunque, finalmente, llega a repetir nuestros vocablos. Posee fuerzas desconocidas para actuar a distancia, levitar su cuerpo y comunicar su pensamiento. Es, desde el punto de vista de nuestra estética, un ser repulsivo, que incita al horror y al miedo. Tropieza con un muchacho de diez años que tarda poco en trabar amistad y ofrecerle secreto alojamiento y comida. No se inmuta el mozo ni se alborota ante la aparición, sino que lo encuentra todo natural y verosímil. Los adultos, en cambio, rastrean los contornos después del aterrizaje de la gran máquina del espacio, que fue visible a todas luces. Detectan la emisión de las hondas de ignota frecuencia del pequeño ser espacial. Y van cercando su escondite para darle caza.

El mito de la infancia soñadora y superrealista vuelve a encarnar ahora en el extraordinario encuentro del viajero estelar con el adolescente californiano.

El milagro de este filme está en su mensaje secreto. Su código cifrado de fraternidad y complicidad entre dos seres radicalmente diferentes, capaces, sin embargo, de camaradería y amistad, sin poseer apenas canales de comunicación entre sí. La intuición de la mocedad de nuestro tiempo -electrónica e informatizada- logra vencer rápidamente las barreras de la incomprensión. Es la alquimia de la ternura, como la ha llamado un gran crítico francés. Es decir, la apelación a un tipo de sentimiento profundo que subyace en nuestro yo, aunque se amontonen sobre su espontánea vigencia toneladas de prejuicios de respetos humanos y de instintos destructores y las brutales circunstancias aniquiladoras de la sociedad moderna.

ET-1, que casi muere a manos de la ciencia médica de vanguardia, empeñada en curarle después de su captura policiaca, apela a los suyos extraterrestres para que vengan a rescatarle. Y se lo llevan después de mil peripecias los muchachos amigos hasta el ingenio volador. La despedida es patética y recuerda a los grandes encuentros de la historia. "Ven con nosotros", le dice el extraterrestre a su amiguete humano. "Quédate conmigo", le contesta Elliot al que vino de tan lejos. Es como un símbolo de los diálogos no siempre pacíficos entre las culturas rivales. Los viejos mitos que pueblan el jardín de la infancia de Grimm, de Andersen y de Selma Lagerlof se enriquecen ahora con un nuevo dúo de personajes, Elliot y ET-1. La fuerza de sugestión de este imaginario visitante es precisamente su humilde fealdad. No es ni arrogante, ni poderoso, ni apolíneo como los supermanes. Sino deforme, estrábico, balbuciente, y aparentemente infrahumano. Su inmensa comprensión y su oferta de generosa convivencia hacen olvidar para siempre su encuadramiento en los cánones rutinarios de nuestra estética al uso.

Unamuno, en sus recuerdos de niñez y mocedad, decía que eran los años de la primera experiencia vital aquellos en que las lecturas se hacían carne. Ahora son los filmes y sus personajes quienes se integran en el espíritu de nuestros hombres de mañana con la fuerza de su imaginaria personalidad. El homúnculo del espacio que se quedó unos días, por error, entre nosotros, traía un mensaje de paz y de convivencia desde las remotas galaxias separadas por el frío y el silencio. Toda especie de vida racional que pueda existir en el universo ¿latirá acaso con un mismo sustrato de esperanza?

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