Desayuno con diamantes
Salía de ver la película de Carlos Saura Elisa, vida mía y en mi cabeza iban martilleando los versos de Garcilaso (¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,/ cuando en aqueste valle al fresco viento/ andábamos cogiendo tiernas flores,/ que había de ver, con largo apartamiento, / venir el triste y solitario día/ que diese amargo fin a mis amores?), sin lograr situarlos exactamente. Sabía que pertenecían a las Eglogas, pero ¿a cuál de las tres?, y, sobre todo, ¿qué personaje hablaba? Llegué a la destartalada oficina que, en aquel entonces, me servía de vivienda (mi incapacidad para conseguir que donde habito parezca una casa es proverbial) y busqué afanosamente alguna de las tres o cuatro ediciones que recordaba haber tenido de Gar cilaso. Inútilmente. Las hábí vendido todas.(Aquí debo abrir un paréntesis. Por entonces vendía los libros por necesidad material -que es, sin duda, la primera necesidad que hay que cubrir, digan lo que digan los trascendentalistas-, evidentemente, cosa que ahora no puedo hacer, y no porque no siga teniendo la necesidad material, que sí la tengo, sino porque para los pocos libros que me quedan no encuentro comprador. Pero los vendía también por una suerte de necesidad moral: había quemado las naves y los libros eran una especie de bote salvavidas vergonzante que me impedía experimentar la buscada sensación de no retorno. Pensaba también, pobre de mí, que, acercándose como se acercaba la hora del "último viaje", había de prepararme para estar "desnudo, como los hijos de la mar". Luego, el último viaje se aplazó, aunque al final se hizo, y anduve desnudo durante una temporada, lo cual no es nada agradable -ni para mí, ni, sobre todo, para los demás-. Finalmente, el despacho había cobra do tal fuerza en mi ánimo -fuerza que apenas se ha atemperado desde entonces- que cualquier cosa que me oliera a literatura me producía náuseas. Todas las afirmaciones anteriores hay que matizarlas, claro está, en el sentido de que la única afirmación que puedo hacer, permítaseme la paráfrasis, es que no estoy en condiciones de afirmar nada. Y aun así.)
Pues, bien. No tenía a Garcilaso. Eran horas de la madrugada y no podía acudir a una biblioteca pública. Necesitaba, ¡vaya por Dios!, localizar los versos de Garcilaso. Inmediatamente. Llamé a un viejo y sabio amigo, el cual, estaba seguro, solucionaría mi problema. Efectivamente. En la primera Egloga, en la que hablan Salicio y Nemoroso, en el primer parlamento de éste, la tercera estrofa se inicia, precisamente, con el famoso "¿Quién me dijera ... ?". Tranquilizado al respecto, y tras haberme hecho leer con la voz de buen catador de poesía de mi viejo y sabio amigo la égloga íntegra, me abandoné a mis dulces horas saurianas o sáuricas avant la lettre.
Si recuerdo ahora este incidente -pequeño, sin duda, pero que pertenece al género de los que conforman mi vida- es porque hace pocos días he recibido lo que llamaremos una comunicación de otro poeta, que guarda estrecha relación con lo anterior. Pues resulta que no sólo había vendido a Garcilaso, sino también algunos diamantes que, ig-
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Desayuno con diamantes
Viene de la página 7norante de mí, había conservado durante algún tiempo, sin acertar a descubrirlos, en los estantes de mi biblioteca. Diamantes con los que tuve la fortuna de no desayunarme nunca -como hacía la deliciosa Audrey Hepburn en la tierna comedia de Blake Edwards, sólo ensombrecida por la irritante presencia de Georges Peppard-, ya que, de lo contrario, hubiera sufrido una indigestión tal vez mortal. Veamos.
La comunicación del poeta, a quien no he llegado a conocer personalmente nunca, dice así: "Debiera de haberme enfadado cuando un buen amigo me envió desde Madrid el ( ... ) (aquí el título del libro, que omito) que tuve la gentileza de enviarte como un don (sic); debiera de haberme enfadado, pues lo compró, con pena, en una librería de viejo. Sin embargo, no ha sido así. Lo que verdaderamente me ha ocurrido es sentir una gran vergüenza y pensar en los cerdos cerdos (escribe la palabra dos veces, una con su caligrafía normal -la del poeta, claro- y la otra con caligrafía más clara, para evitar confusiones) que cuando entre su comida habitual reciben un diamante les es imposible digerirlo. No creo que tu mediocridad sea muy diferente de ellos (sic)". Y la firma.
La comunicación está escrita en el reverso de la portadilla arrancada del libro en cuestión, en cuyo anverso figura la siguiente dedicatoria manuscrita: "Amigo José Batlló,/ cuando leas este libro,/ ¿querrás decirme si no hubiera merecido la pena publicarlo en El Bardo?". Y la firma. Mea culpa. Si, antes de vender los diamantes -a un precio irrisorio, lo juro-, hubiera tenido la precaución de arrancar las hojas en las que figuraban dedicatorias personales, yo me habría ahorrado la comunicación, ustedes este rollo y, lo que es mucho más importante, el amigo del poeta la pena y el poeta mismo la vergüenza y los malos pensamientos. Los errores se pagan. Aunque, como dice el refranero, no hay mal que por bien no venga -o viceversa.
Las cosas claras
Porque ahora las cosas están claras, lo cual no sucedía antes, seguramente por culpa de esas absurdas normas de cortesía social que te obligan a mentir continuamente, sea por acción sea por omisión. Por lo visto, cuando el poeta me envió su diamante en bruto -es decir, inédito, con la pretensión de que yo lo tallara publicándola en la colección El Bardo, que dirigía in illo tempore- y yo se lo devolví con unas palabras corteses (algo así como "la acumulación de originales me impide adquirir nuevos compromisos, dada la limitación de nuestras posibilidades, etcétera"; la verdad es que no lo recuerdo, pero lo deduzco por la dedicatoria), al poeta, autoconvencido como estaba, y sigue estando, del valor de su diamante, no se le ocurrió pensar que yo lo hubiera examinado y rechazado sino que ni siquiera había posado mis ojos sobre él. Y en esto sí que se equivocó.
Dejando ahora a un lado mi capacidad para descubrir diamantes en bruto y tallarlos -que no es mucha, como se ve-, lo cierto es que procuro examinar con el mayor cuidado posible cuantos llegan a mis manos pecadoras, la mayoría de los cuales, ocioso es decirlo, yo no he solicitado nunca. Pero ya que se tiene para conmigo la amabilidad -una amabilidad que cada día que pasa me resulta más cargante, preciso es confesarlo- de considerarme un experto, procuro no defraudar a nadie y me comporto como tal. No me siento culpable, por tanto, de la decepción que puedan sentir algunos poseedores de diamantes cuando, por hache o por be, mi peritaje no guarda relación directa con las expectativas que ellos se habían formado. A mí, el cuento de la lechera me lo contaron de pequeño.
Así que cuando el diamante en bruto -inédito- en cuestión encontró otro tallador con mejor vista, al poeta no le cupo duda de. que me deslumbraría con la evidencia. No fue, no podía ser, así. Con la primera tunda había quedado más que tundido; un tundidor con repetición, como los goles en la tele, es más de lo que mi condición de buen fajador encaja. Esto es un cuento inmoral, cierto, pero también los cuentos inmorales tienen moraleja. Seguro que el poeta saca la suya, como yo he sacado la mía. Y hasta es posible que la saque el lector -si ha tenido la paciencia de aguantar hasta este punto final.
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