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Tribuna:Crónicas urbanas
Tribuna
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El rey de la feria

Manuel Vicent

La gloria literaria se levantó del catre al mediodía, cuando los altavoces ya anunciaban su nombre en la feria. Aún estaba un poco borracho. El hombre recogió su hígado, empapado en alcohol, que guardaba en un cajón de la mesilla, se lo colgó del ombligo con un imperdible y entró arrastrando las babuchas en el cuarto de baño. En seguida le vino el golpe de tos y, con la primera arcada, los ojos marrones del famoso escritor saltaron de las órbitas, rodaron por el suelo, como dos canicas, y él anduvo a gatas 15 minutos, palpando las baldosas, hasta que los encontró en el borde del sumidero. Los lavó en el grifo, se los incrustó de nuevo bajo las cejas y entonces ya vio con alguna claridad el maravilloso porvenir que todavía le esperaba. Pero esta gloria literaria no se sentía aproximadamente un ser humano si antes no se tomaba un litro de café.A esa hora, en la feria del libro, todos los pájaros del Retiro habían cagado sobre los fascículos, los placistas fumaban el tercer puro detrás de un parapeto de enciclopedias, los editores barbudos regalaban folletos de propaganda acerca del orgasmo colectivo, del marxismo preparado con zumo de zanahoria, de fenomenología con alpiste y otras novedades. Por el Real de la cultura no se veían jacas jerezanas, sino padres tirando de un carrito, adolescentes con granos, profesores numerarios, administrativos de segunda, intelectuales de oficina, contables un poco calvos, descargadores de almacén licenciados en filosofía, y en medio del polvo de letras los altavoces daban la lista de los escritores que en ese momento estaban firmando sus obras. Se les reconocía al instante. El escritor era ese tipo de mirada ávida, plantado dentro de la caseta con cara de estreñido crónico, que no firmaba nada.

-¿Tienen pegatinas?

-No, guapo.

-¿Y mañana?

Ahora los niños sólo pedían pegatinas, pero antes era mucho peor. Cuando el parque zoológico estaba en el Retiro y la feria se montaba bajo aquel hedor de leones, algún pequeño canalla que iba con el cucurucho en la mano echaba cacahuetes a los literatos, como si fueran monos. En cambio, esta mañana los cabezas de cartel incluso tenían cuatro clientes en la cola. El récord de firmas lo ostentaba un violador regenerado que había publicado sus amores platónicos en dos tomos, y le andaban a la zaga un cirujano asesino, una ama de casa con recetas para adelgazar a base de alcachofas con espárragos, un místico oriental nacido en Alcázar de San Juan que había descubierto un crecepelo y lo explicaba en un libro, una monja de paisano con un opúsculo contra el aborto y un doble de Rodríguez de la Fuente en parafina con una cosa de tiburones vegetarianos. La gloria literaria aún no había llegado a la feria, aunque venía de camino.

Después de hacer abluciones laicas en el bidé con una bolsa de hielo en el cráneo, la cuchilla de afeitar le fue liberando de los carámbanos de espuma Williams un rostro feroz ante el espejo, como una ruina restaurada. Luego se metió dos píldoras eufóricas por arriba y una cápsula laxante por abajo y, una vez más, su cuerpo comenzó a guardar el equilibrio. Todavía corría el peligro de que el sol de un mediodía de junio lo desintegrara igual que a Drácula. No sucedió así. La gloria literaria salió a la calle, paró a un taxi y se dirigió al Retiro. Iba pensando en sus obras completas o en aquella muchacha que estaba haciendo una tesina; llevaba el pitillo colgado de la comisura, en plan Bogart, cuando vio que el taxista le sonreía por el retrovisor.

-Enhorabuena.

-Gracias.

-Ayer le vi en televisión.

-Puede ser.

-¿No es usted ese señor que anuncia sardinas en lata?

Los reyes acababan de inaugurar la feria del libro con el boato de costumbre. Después de cortar la cinta habían penetrado en el recinto con un fregado de policías, guardaespaldas y ediles. Se habían detenido en alguna caseta, habían hojeado un atlas de lujo, una novela de moda, un Quijote miniado, habían sonreído y se habían largado. Ahora no era como antes. El estamento oficial se: preocupaba profundamente por la cultura, los libreros podían ver al rey de cerca, moviéndose con garbo entre volúmenes, y ningún ministro del séquito se desmayaba con el olor a tinta. Franco fue tal vez el único jefe de Estado en el mundo que nunca mandó hacerse un retrato al óleo con un tomo severo en la mano, pero los tiempos habían cambiado.

Cuando la comitiva real desapareció por el paseo de coches, la feria había comenzado a coger el carácter propio. El ambiente se llenó en seguida de teatrillos de mimo, de saltimbanquis tragallamas y de orquestinas románticas con trombones. Los niños seguían pidiendo más pegatinas, se celebraban mesas redondas, conferencias y coloquios, se sorteaba un Seat Panda, la gente iba con bolsas repletas de catálogos y en los jardines de Cecilio Rodríguez en ese momento el gremio de editores estaba dando un homenaje al gremio de ebanistas. ¿Quién había hecho más por la cultura de este país? Sin duda, los ebanistas. Ellos fabricaban estanterías que había que rellenar de alguna forma. En el salón-estar-comedor de los pisos modernos siempre había una pared inútil. De pronto, a un ebanista, doctor en Románica, se le ocurrió tapar el hueco con anaqueles de pino melis, y a partir de ahí generó la necesidad de comprar fascículos encuadernados para que no se viera el tabique. El problema podía remediarse con algunas porcelanas de Lladró, con algún plato de Macao, con alguna loza de Talavera, pero no era lo mismo. De hecho, en este instante había en la feria un decorador pagando siete metros cuadrados de enciclopedia con lomo de tonalidad azul, que hiciera juego con el sofá de su cliente.

La gloria literaria, un tipo cincuentón de barba cenicienta y hemorroides de tercer grado, desembarcó del taxi con la mayor solemnidad bajo la verde sombra de un magnolio y recorrió a pie entre el gentío hirviente un camino lleno de miradas por el rabillo del ojo. Los altavoces daban su nombre y antes de llegar a la caseta tuvo que sufrir algunos abrazos, que eran casi llaves de judo, por parte de algunos conocidos. En el interior de los parapetos había otros colegas y él podía observar con íntima satisfacción que no firmaban nada. Estaban paralizados, sonriendo con un rictus de pánico a cuantos pasaban de largo o hablaban con un primo suyo, llegado de provincias para una cosa de ministerio. Nadie poseía su fama. Pero en una caseta había un remolino. Era ese bicho al que le habían dado una novela por capítulos en televisión. Entonces se oyó un grito.

-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

-¿Quién es?

-Ha huido por ahí.

-¡Aquel de la cazadora!

Era la segunda vez, de modo que el asunto comenzaba a funcionar. En esta ocasión, el muchacho había sido atrapado con un volumen en piel de sus obras completas y fue conducido al puesto de información por un policía y algunos voluntarios. Durante el interrogatorio, el chico soltó una retahíla que se sabía de memoria. No tenía dinero, le fascinaba el estilo literario de aquel famoso escritor, no había podido resistir la tentación y había sentido un impulso irremediable. Media hora antes se había producido una escena parecida con aquella adolescente rubia de pantalones bombachos. Casualmente, también había robado un libro del mismo autor. De esta forma, cuando la gloria literaria llegó a la caseta esa mañana, el clima más propicio para su honra ya se había creado.

Allí le habían preparado un caldero de ginebra y una barricada con sus libros, desde las ediciones de lujo con taraceas de nácar hasta los formatos de bolsillo. Saludó al dueño de la editorial, sonrió a los dependientes del tinglado y en seguida se llevó la sorpresa desagradable de que el público no se pegaba navajazos para acercarse a él. Encima le escocían las hemorroides. Pero el encargado sabía hacer su trabajo. Primero le hizo firmar su última novela para una sobrina, para una tía, para unadmirador de Avila, para un banquero mecenas, y así le tuvo entretenido hasta que una clienta se paró ante el mostrador. La gloria literaria se sacudió por dentro el plumaje de pollo tomatero y le dio la mano. Aquella mujer hizo sonreír sus gafas color vallinilla y le preguntó:

-Jienen libros de cocina?

-Ah.

-Busco algo sobre dietas de astronautas.

-Lo siento.

Sin embargo, aquel famoso escritor tenía la convicción de que la gente le reconocía, porque le miraba como a una perdiz disecada, y aquella muchacha le observaba de lejos, sin atreverse a llegar a sus plantas. No se podía decir que no firmara libros. Caía alguno en un intervalo de 10 minutos, aunque él había pensado que sería abatido por la multitud. A la una y cuarto apareció por la caseta el tercer ladrón. Se acercó con desfachatez, se abrió paso entre un par de ancianos, pegó un manotazo y salió corriendo con un tomo, derribó a unos niños en la huida y todo el mundo se puso a gritar. También éste se dejó atrapar muy pronto, junto a una acacia, pero en esta ocasión aquel jovencito se arrodilló para pedir perdón al público, como un maletilla. En mitad de un público que sólo pedía folletos y pegatinas comenzó a cundir el rumor. En una caseta había libros misteriosos, y los drogadictos la estaban asaltando como si fuera una farmacia. Fue la señal. De repente, una parroquia de curiosos se adensó al pie de la gloria literaria y se puso a pedirle catálogos, folletos, libros, papeles, obras completas en piel, fascículos, ediciones de lujo, formatos de bolsillo, atlas, enciclopedias, diapositivas, pegatinas, revistas, diccionarios, bibliotecas enteras. Le hacían firmar autógrafos en las nalgas de los recién nacidos, le arañaban las solapas muchas manos frenéticas y, con todo aquel éxito, las hemorroides del famoso escritor estallaron. En la quinta fila alguien preguntó:

-¿Regalan algo?

-No sé.

-¿Quién es?

-Creo que es uno que sale mucho por la tele.

No podía soportar el dolor, pero nadie podía hacer nada para detener la avalancha. El encargado de la caseta llamó a la policía por el micrófono, y eso fue un acicate para cuantos aún ignoraban aquel fenómeno de la feria. Nuevas oleadas de gentes acudían excitadas entre sí a los pies del famoso escritor, y los guardias se comportaban con gestos de concentración, es decir, repartían golpes indiscriminados sobre el cráneo de los futuros lectores, y aquel barullo muy pronto se convirtió en un espectáculo heroico. Algunos mozalbetes, también pagados como los tres ladrones, provocaron a la policía con insultos, les llamaron analfabetos, y entonces ya cundió el terror. En medio del éxito, las almorranas de la gloria literaria, al rojo vivo, comenzaron a chorrear patas abajo. Se escucharon voces de auxilio.

-¡Agua del Carmen!

-¿Qué ha pasado?

-El escritor se acaba de desmayar.

-¿Está muerto?

-Parece que no.

En la feria del libro tocaban orquestinas con trombones, había saltimbanquis tragallamas y teatrillos de pantomimas, que hacían psicodramas de la cultura nacional. Se vendían ensayos de marxismo con zumo de zanahoria, estudios sobre gimnasia y misticismo. Padres cuarentones tiraban del carrito y los niños aún pedían más pegatinas. A esa hora habla en el recinto un aire de cierre y el paseo estaba lleno de catálogos con las novedades. Los guardias habían logrado ahuyentar a, la jauría voraz y el espacio de aquella caseta estaba vacío. En ese momento, la gloria literaria se encontraba tendida en las tablas del fondo y jadeaba aún palabras inconexas mientras llegaba la ambulancia. De pronto abrió los ojos y vio a aquella muchacha que le decía, sonriendo:

-El truco ha funcionado.

-Gracias, hija.

-Ha sido un éxito.

Había sido un gran éxito, sólo estropeado ligeramente por un ataque de hemorroides. Pero aquella chica, que estaba escribiendo una tesina sobre su obra, también había traído una pomada para eso.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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