La falta de memoria histórica
Susan Sontag se lamentaba, en unas recientes declaraciones, de la forma siguiente: "En Estados Unidos uno carece de pasado, la gente no tiene memoria. No se interesan por la historia". cuando hacen política extranjera creen que la vida empezó ayer, y no es así. Todos tenemos raíces". Considero que las palabras de la escritora norteamericana merecen una reflexión por cuanto ponen un dedo en la llaga del costado débil que ofrecen las relaciones internacionales de Estados Unidos, y muy especialmente, las que atañen a las naciones latinoamericanas.Estados Unidos es una nación joven y de cuño anglosajón y, como tal, otorga un alto valor a las variables del momento. Producto de su fervoroso pragmatismo, esas variables suelen ser procesadas por sesudos gabinetes de expertos sobre la base de un abrumador soporte informativo escupido por asépticos ordenadores. De ese maridaje tecnoestructural salen las proyecciones y los objetivos, los medios a aplicar y las tomas de decisión de la política exterior norteamericana.
Esta.última, en opinión de muchos, carece del imprescindible contrapeso -la perspectiva histórica-, ya que en los archivadores de los despachos y los centros de proceso de datos queda olvidado todo ese conjunto de factores difílcilmente medibles, pero que han conformado y continúan conformando la idiosincrasia de los pueblos y que, en consecuencia, incide poderosamente en la dinámica de sus historias respectivas.
Cara a América Latina, los norteamericanos raras veces tienen en cuenta los rasgos diferenciadores vecinos: los culturales, los idiomáticos, los religiosos y las tradiciones, en definitiva, aquellos que conceden y propician un modo genuino de entender -ético y estético- la vida y sus milagros. Resulta evidente que Estados Unidos padece una falta de memoria histórica en sus relaciones interámericanas. Paece incomprensible que a estas alturas de los tiempos se articule y protagonice una política exterior con las naciones vecinas tan compleja y llena de aristas, con una apoyatura incompleta y desde unos planteamientos exclusivamente ideológicos -de hegemonía antagónica a la de la Unión Soviética- y económicos, aun cuando unas veces que de arropada por ideales democráticos y, en otras, por razones estratégicas en defensa de un reparto de las zonas de influencia, cuyo dibujo procede de Yalta. Precisamente la inmediatez de la política exterior norteamericana es lo que provoca, en una, gran medida, decisiones simplistas que perjudican a todas las naciones afectadas y, en primer lugar, al propio Estados Unidos. No es, por tanto, extraño que la crítica a esta forma reductora haya surgido constantemente en el plano intelectual en los países de habla hispana, desde Bolívar a Octavio Paz.
Por otra parte, es fácilmente comprobable la atracción que ejerció la recién nacida democracia norteamericana en América Latina, antes de doblar el siglo XVIII y, concretamente, en los grupos de intelectuales inquietos. Las correas de transmisión fueron los barcos mercantes, los libros, los viajeros y los exiliados latinoamericanos en tierras. estadounidenses: el poderoso vecino del Norte se había alzado como símbolo de la libertad y la democracia, y los núcleos de exiliados -en Nueva Orleans, Baltimore, Filadelfia y Charleston- se encargaron de realizar de propagándistas de lo que hoy se conoce con el término de American way of life. Al mismo tiempo, esos exiliados se afanaban en lograr el apoyo económico y político a sus aspiraciones emancipadoras con respecto de la corona española.
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La independencia de la América hispana comienza a fraguarse con el grito de Morelos en 18 0, si bien el heterodoxo Blanco White, en su carta a Juan Roscio de 1811, formuló la advertencia siguiente: "El ejemplo norteamericano no es adaptable a las circunstancias concretas". No se hizo mucho caso al consejo y, como apunta José de Onís, la independencia no trajo la felicidad a las viejas provincias españolas de América. Octavio Paz será más contundente al calificar la revolución independentista como de autonegación y autoengaño.
Efecto de esa abstracción memorística, nefasta para el entendimiento y la cooperación global en la zona, es la incapacidad manifestada por Estados Unidos para colegir que la simpatía general hacia su país no dura más que hasta 1888, año en que la conciencia crítica para con su modelo de actuar se extiende al sur de Río Grande. El término patio de atrás, enarbolado como paraguas protector de la seguridad continental, levanta suspicacias y hasta ofende. La misma doctrina Monroe, vigente desde 1823, no sólo produce escaso entusiasmo y limitadas adhesiones, sino que genera censuras continuas, debido a una torpe y crispada aplicación. México, Cuba, Nicaragua, Chile, Santo Domingo, las Malvinas, Guatemala y El Salvador han sido sujetos pasivos del monroísmo intervencionista. Las diferentes crisis políticas acaecidas en la región no han servido más que a contribuir negativamente y a poner en duda la bondad de la doctrina Monroe y las restantes doctrinas instrumentadas en los distintos momentos históricos. En el fondo del Destino Manifiesto -de Hayes- del Destino Continental -de Jefferson-, del Gran Palo -de T. Roosevelt-, de la Buena Vecindad -de F. D. Roosevelt-, de la Alianza para el Progreso -de Kennedy-, de los derechos humanos -de Carter- y de la diplomacia de las cañoneras -de Reagan- late un temor real a que la primacía en la región pase a manos exteriores, ayer, europeas; hoy, soviéticas.
José Martí veía en el desdén del vecino formidable el mayor peligro a Nuestra América, si bien reconocía que era útil ser su amigo. Gabriela Mistral anotaba, entre verso y verso, que el peligro viene del Norte. Rubén Darío, desde la luz de sus brillantes poemas modernistas, fustigaba a los bárbaros fieros de allá arriba. Tales aseveraciones han quedado impresas en los libros y las mentes latinoamericanas. Desgraciadamente, los norteamericanos, cegados por su poderío y a pesar de la enorme capacidad de autocrítica que suelen tener para otros asuntos, las han olvidado y, tal vez, despreciado a la hora de entender un proceso histórico.
Roland Barthes afirmó hace 20 años que "la dialéctica ha matado el maniqueísmo". Estados Unidos -al igual que la Unión Soviética, cuya doctrina Breznev es aplicada con una brutalidad estremecedora: o la sumisión o la invasión y los cañonazos- no parece que haya aprendido la lección y sigue aferrado a desdeñar los matices.
Los actos fundamentales de la vida humana son producto de la historia y por ello no es aconsejable, bajo ningún pretexto, perder la memoria histórica al tratar las delicadas relaciones internacionales. En este punto, las naciones de habla hispana, desde el derecho inalienable de su soberanía y de su identidad antigua, están demostrando que gozan de una memoria histórica prodigiosa.
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