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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fetos españoles

MIENTRAS LA ley de despenalización limitada. del aborto espera turno para ser discutida en el Senado, los tribunales españoles continúan aplicando de forma contradictoria la antigua normativa. En ese vaivén el rigor prevalece sobre la benevolencia. Las esperanzas despertadas el año pasado por las sentencias dictadas por las audiencias provinciales de Bilbao y de Barcelona, que trataban de adecuar la aplicación de la ley española al ordenamiento constitucional, quedaron así frustradas por el fallo del Tribunal Supremo de 11 de octubre de 1983, que condenó en casación a cinco mujeres -tres de ellas por delito imposible- previamente absueltas por los magistrados de Bilbao. Una nueva sentencia del Tribunal Supremo de 15 de octubre, que castiga a una española que abortó en una clínica londinense, y la prisión bajo fianza de cinco millones de pesetas dictada por un juez de Valencia contra el doctor Pedro Enguix (véase EL PAÍS del sábado 29 de octubre) llevan hasta sus últimas conclusiones la batalla del juridicismo contra el sentido común.El médico valenciano ha sido procesado corno consecuencia de un atestado de la Guardia Civil sobre tres casos de aborto. El doctor Pedro Enguix no sólo reconoce su colaboración clínica en la interrupción del embarazo de las tres mujeres acusadas, sino que además ha proporcionado al juzgado una lista con los nombres, las direcciones y el documento nacional de identidad facilitados voluntariamente por otras 2.779 mujeres abortistas, buena parte de las cuales recurrieron a los servicios facultativos del médico procesado. De la decisión judicial sorprende la elevada cuantía de la fianza exigida para que el doctor Enguix pueda abandonar la prisión en régimen de libertad provisional. Pero más preocupante resultará para el ministerio fiscal la aceptación por el médico valenciano de su colaboración en varios otros centenares de abortos y la masiva manifestación de mujeres que, renunciando al secreto de sus prácticas abortivas, se confiesan provocadoramente culpables. La Administración de justicia tendría así que elegir entre dos vías: o bien sentar en el banquillo a casi 3.000 procesadas, con las escandalosas consecuencias que acarrearía esa serie interminable de juicios, o bien fingir indiferencia ante las autodenuncias, lo que implicaría una conculcación del principio de legalidad. Aunque el sentido común aconsejaría sin vacilar el segundo camino, la reciente condena por el Tribunal Supremo de una mujer que había abortado en Londres no parece que augure un cambio de mentalidad en algunos jueces dedicados a aplicar rigoristamente las leyes y aficionados a vivir de espaldas a la realidad social sobre la que intervienen.

La sentencia del Tribunal Supremo de 15 de octubre. ratifica su anterior doctrina, expuesta en otra sentencia de 20 de diciembre de 1980, que condenó a una mujer por haber abortado en Francia. Esta especie de derecho de persecución de conductas ilícitas realizadas fuera de nuestras fronteras es tanto más sorprendente cuanto que los abortos voluntarios de ambas mujeres no son considerados como delitos por las leyes de Francia y del Reino Unido. De esta forma, la aparatosa contradicción existente entre el derecho occidental y la normativa penal española no es resuelta mediante la adecuación de nuestras leyes al espacio jurídico europeo, sino a través de una bizantina y laboriosa interpretación que permite, con lógica que resultará aberrante para el sentido común, castigar con penas de privación de libertad a mujeres que han abortado legalmente en el extranjero. Pueden ir apalabrando los servicios de un abogado y ahorrando dinero para la fianza no sólo las mujeres valencianas que reconocen haber abortado con ayuda del doctor Enguix, sino también las decenas de miles de españolas que han viajado a Londres durante los últimos años para interrumpir voluntariamente su embarazo.

Por lo demás, la doctrina sentada por el Tribunal Supremo ofrece aspectos criticables no sólo para el sentido común, sino también para la sensibilidad jurídica. El principio de territorialidad de la ley penal, aunque prevalente en nuestro ordenamiento jurídico, tiene como excepción el caso del "español que cometiere un delito en país extranjero contra otro español". El Tribunal Supremo ha resuelto extender, por analogía, la condición de vida española al feto que padeció la práctica abortiva realizada por una española en país extranjero. Sin embargo, el Código Civil establece que "el nacimiento determina la personalidad", y que, "para los efectos civiles, sólo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere 24 horas enteramente desprendido del seno materno". La ficción jurídica del nasciturus -según la cual "el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables", siempre que nazca con las condiciones anteriormente expresadas- ha tenido hasta ahora como único campo de aplicación el derecho de sucesiones y las donaciones. Su extensión analógica al derecho penal contradice los principios de mínima intervención de un ordenamiento que no puede ser construido sobre ficciones legales. Para defender sus tesis, el Tribunal Supremo llama en su ayuda al artículo 15 de la Constitución. Pero la apresurada interpretación de que la formulación constitucional -"todos tienen derecho a la vida"- incluye también al feto tropieza con el artículo 62 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Humanos, suscrito por España en 1976, que declara que "el derecho a la vida es inherente a la persona humana".

Esta doctrina plantea otros muchos problemas. ¿Cuál sería la ciudadanía de un feto cuyos progenitores tuvieran distinto pasaporte o doble nacionalidad? La nacionalidad, por lo demás, no es un derecho de la personalidad, un bien sustancial, sino una condición jurídica renunciable e intercambiable, como demuestran las gentes que cambian de ciudadanía o son apátridas. Además la afirmación de que el nasciturus abortado en Londres es una vida española implicaría, en estricta lógica jurídica, un delito de asesinato o de infanticidio, no un delito de aborto. Dado que, según algunas estadísticas, viajan anualmente a Londres unas 20.000 españolas para interrumpir legalmente -según las normas del Reino Unido- su embarazo, la coherencia de la doctrina jurisprudencial exigiría tal vez la ruptura de relaciones diplomáticas con un país que acepta con naturalidad 20.000 asesinatos anuales de españoles. A decir verdad, en la línea del entendimiento que los tribunales parecen iniciar ninguno de estos disparates nos lo parecen.

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