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"Voilà la Carmencita!"

Se están precipitando sobre Carmen. Los recreadores la estrujan, la estiran, la trasplantan de género, buscan sus perspectivas, sus perfiles, sus dimensiones. Son posibilidades lícitas del arte: el mito es de todos. El de Carmen ya no es de los herederos de sus autores porque han pasado a dominio público: esto quiere decir que los derechos de autor los cobran quienes hagan las adaptaciones, pero, sobre todo, que no tienen que contar con permisos y autorizaciones.Muchas veces vale más una Carmen reinventada, reducida a cámara como lo hace Peter Brook, bailada como lo hace la coreografía de Gades -y la filmación de Carlos Saura-, que una Carmen donde se conserve la integridad del libreto y de la partitura, pero mal tocada, mal cantada, mal escenografiada, mal interpretada y dirigida.

Se caen en el dominio público infinidad de obras. Los recreadores lo saben y, sin embargo, sólo observan y retienen algunas: porque su temperamento, su gracia y la tensión de su época las reclaman. Si Carmen es una inmensa fuente de dinero es porque hay un deseo colectivo de ver escuchar la obra, y preferentemente con una sintaxis adecuada a nuestro tiempo. El lenguaje del arte se hace al mismo tiempo que el de la sociedad, y lo hace a su vez. Si hay un alud de Carmen es porque hay una necesidad de recibirla.

Podría incluirse en principio a una cierta corriente que está trayendo hacia este tiempo otras imágenes de mujeres libres, como la Nora de Ibsen, como Semíramis o como Mata-Hari.

Es inevitable que la mujer libre sea para el hombre, para su óptica, para su educación social y el objetivo prefijado para su educación, la mujer fatal. Es decir, la que dispone del destino de él. La literatura clásica relaciona la mujer libre con el poder y, por tanto, con cierta altura. Elena (de Troya), o Cleopatra, o Semíramis, tienen el poder terrenal; Circe tiene el poder de la magia. Dominan al hombre desde arriba, empleándose no solamente ellas mismas, sino algo que está fuera de ellas.

Pero hacia finales del siglo pasado -1.875, Opéra-Comique, de París- se levanta el telón; brota una plaza de Sevilla donde hay una multitud de soldados, niños, vendedores ambulantes, gente que pasa, cigarreras que salen de la fábrica: en un momento dado, todos abren calle y gritan "Voilà la Carmencita!", y aparece la nueva mujer libre, la nueva mujer fatal y se apresura explicar a los hombres que no tiene ninguna certeza, y no pueden tenerla ellos, de si les amará alguna vez (peut-être jamais, peut-être demain).

Es la, nueva mujer libre. Inaugura una época: el poder está en sí misma, en su cuerpo y en su albedrío. Es pobre, obrera. Y gitana. Esta condición de gitana tiene su importancia, y es la de que los creadores -entonces- no podían presentar a la mujer libre sin una especialidad. Si las anteriores mujeres fatales lo son por su alcurnia, las nuevas lo van a ser por su especialidad. El personaje de la ópera -y antes, de la novela de Merimée- tiene una contemporánea ilustre, la Esmeralda de Víctor Hugo. Una gitana algo más moderada.

Gitanas, prostitutas, cabareteras. Puede ser Nana, de Zola; puede ser Lulu, de Alban Berg (sobre una obra de Wedekind: está también ahora en los repertorios de los grandes teatros de ópera del mundo) o puede ser Lola-Lola, en El ángel azul, de Stemberg. Con Marléne Dietrich... Y por aquí se desarrolla el mito en el cine, con el equívoco nombre que da Hollywood a estas mujeres libres a partir de 1918: vamp o vampiresas. Chupan la sangre. Pero es una mala aplicación del tema. Si se quiere tener su verdadero valor sociológico, el que inspira a Carmen, hay que acudir a las palabras de Zola para comentar su Nana: "La hija del pueblo, que venga al pueblo, arruinando a los poderosos, a quienes desprecia, mediante el vicio". No dejemos pasar la palabra vicio. En 1880 todavía existía esa palabra: cinco años después del estreno de Carmen. La cual está exenta de vicio o de provocación al vicio. Es otra cosa.

El sexo español

No es indiferente que Carmen sea un mito español. Francia descubre pronto el mito sexual español: lo copia seriamente de Tirso de Molina. Pero antes está Tirso de Molina, y antes, Fernando de Rojas: Don Juan y La Celestina. Para los franceses, la posibilidad de que existieran otras formas sexuales, o de relaciones hombre mujer, fuera de las suyas, tan alegres, frívolas y regocijantes, aparecen con Napoleón y sus largas incursiones.

Italia, España, presentan a sus soldados un cierto dramatismo, una cierta forma pasional, y algunas navajas, algunas estocadas. España creó dos mitos sexuales universales por sí misma, y los dos trágicos: La Celestina y Don Juan. El tercero, el de Carmen, nos lo añadió Francia; pero bien podía ser español, y quizá fue recogido por Merimée de alguna historieta española. Vista provisionalmente la sucesión de los mitos, se podría intentar una cronología del papel de la mujer: Melibea maniatada, objeto tanto de sus padres y de su sociedad como de la manipulación de Celestina; en Don Juan, la mujer colectiva, el género, la condición de hembra cuyo misterio pretende penetrar el supuesto Burlador y termina en el abismo, conducido por la mano fría del Comendador; Carmen, en fin, la mujer libre, la doña juana: algunos de sus versos en la ópera podrían haber sido dichos por Don Juan ("l'amour est un oiseau rebelle / que mil ne peut apprivoiser..."). Y ella misma termina siendo víctima de la fatalidad que engendra.

Actualidad del mito

Hoy parece que han terminado algunos mitos como integrantes de la vida. No sin que hayan dejado huella. El sexo español no existe como especialidad: más bien como una cierta situación de estupor. La mujer libre tampoco necesita ninguna especialidad. Sin embargo, todavía quedan algunas resonancias de lo que cantaba y canta Carmen: es decir, de la inseguridad del hombre ante unos cuerpos que disponen de sí mismos. Psicólogos y psiquiatras dicen que esta nueva disponibilidad y ciertos progresos en los anticonceptivos están produciendo una especie de emasculación, una de desvirilización: las páginas de sucesos están llenas de estas consecuencias.

La noción de vicio aplicada a esta cuestión se ha esfumado. Hay ahora una reacción eclesiástica que tiende a restaurarla, y a la recuperación de los viejos papeles o, como dicen los sociólogos, roles. No parece que penetre en la capa de la sociedad actual. Habrá que ir aprendiendo, poco a poco, que masculinidad o virilidad, de la misma forma que feminidad, tienen otros valores positivos en que apoyarse, y no sólo los negativos. Puede ser que el hombre consiga a su vez liberarse, en este dramático laberinto español, del código de conducta que le impuso el honor de los siglos de oro, de la sed de Don Juan, inagotable porque no puede tener nunca fin. Puede ocurrir que el colectivo-mujer, o la mujer única, pierdan al fin su condición de fatales.

Y quizá no sea casual, o no sea solamente económico, que en todo este conflicto, o transición, o acomodamiento, vuelva a aparecer Carmen como antecedente de la mujer libre. "Voilà la Carmencita!". Es ella la que tiene que disponer de su amor o sus amores, del uso de su cuerpo. Pero, claro, lo que nunca hay que hacer ya es liarse a navajazos por ella, ni mucho menos contra ella. Que haga lo que quiera. No faltaba más.

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