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Irse o quedarse

Al final del congreso de poetas de Ávila, convocado por el Ministerio de Cultura, y que por vez primera reunió a españoles y latinoamericanos, alguien me hizo la temible pregunta: "¿Te irás o te quedarás?". Ante mi gesto dubitativo, el colega peninsular se apresuró a agregar: "Hago votos para que os quedéis. Además de vuestras obras, necesitamos vuestra presencia". Enmudecí ante esta declaración, que no me pareció mera cortesía: era la primera vez que la escuchaba, en 12 años de exilio, y supuse que de alguna manera me la había ganado. Acaso significaba que ya había pagado el derecho de piso que casi todas las sociedades reclaman del extranjero no turista, es decir, del intruso, del entrometido. Recordé que a fin de año suelo recibir varias postales con frases como ésta: "Deseando que muy pronto puedas regresar a tu país natal", y que me producen un sentimiento ambiguo; no dudo de la buena fe de quien me las envía, pero también siento un leve empujón hacia afuera, un puntapié, tic o reflejo condicionado del exilio.El hombre -zoon phonanta lo llama George Steiner, es decir, animal parlante- es una criatura de paso en el tiempo, a la cual la permanencia en un espacio concreto (llamado, en general, país) le proporciona una ilusión de perennidad artificial. Esta confusión entre el tiempo y el espacio propicia la intolerancia, el dogmatismo, la tendencia a creer que los juicios que se emiten acerca de la aldea (y cualquier país o cualquier lapso temporal constituye, al fin, una aldea) son de valor universal y eterno.

Quizá la única patria verdadera sea la lengua y, en todo caso, no siempre coincide con el lugar geográfico en el que se nació: Kafka, Conrad y Canetti, nada menos, escribieron en lenguas adoptivas.

Pero la pregunta está ahí, la escuchamos todos los días, propiciada por la naciente y tambaleante democracia argentina: irset, o quedarse, opción absoluta, aparentemente.

El exilio es un hecho no volitivo; el perseguido no puede elegir ni siquiera a qué país irá, como hace el turista de vacaciones. Es un expulsado, un perdedor. Es lanzado al exterior (es decir, a la hostilidad de lo desconocido) con la violencia de un nuevo parto, y sin la asistencia de un entorno familiar que le ayude a sobrellevar el desgarramiento. El retorno, en cambio, parece corresponder al universo de las elecciones (con toda la precariedad de esta palabra) y opone al fatalismo del exilio la responsabilidad de una decisión. Ésta es una asimetría compleja; no nos fuimos voluntariamente, pero volvemos si queremos. En este querer volver se encierra no sólo el deseo quimérico de recuperar un tiempo pasado (la infancia, la juventud, el papel social), sino una dialéctica vigente en América Latina: la relación entre el hombre, lo que hace, y la sociedad, relación que el exilio pone en entredicho. Esta tensión es más grave en el caso de los intelectuales y artistas latinoamericanos, quizá porque las condiciones de las sociedades en las que nacimos no nos permitieron permanecer al margen de los procesos y fenómenos generales, como no pudieron hacerlo tampoco los españoles durante la guerra civil.

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Es cierto que esa dialéctica se rompió a partir del exilio y también es cierto que ha sido muy difícil recuperarla en el país adoptivo, entre otras cosas, porque el peso social del artista o del intelectual en estas sociedades es diferente: la fragmentación, el individualismo, la competitividad de los países desarrollados crea circuitos cerrados, abismos entre los hombres que un poema, un artículo o una novela no suelen suturar. En compensación, ofrece una especie de prestigio social que puede lucirse como una escarapela en el ojal, tal es su inoperancia. Y no se trata -como algunos han querido ver con frivolidad o miopía- de que todo artista o intelectual latinoamericano sea un aspirante a senador o diputado, o tenga una oculta ambición de poder; se trata de la relación que se mantiene con la sociedad en la que se vive y sus innumerables matices.

Quizá la pregunta no tiene respuesta posible; irse o quedarse será una resolución parcial, fragmentaria y, en último término, incontrastablemente personal a una cuestión mucho más metafísica: cuál es nuestro lugar en el mundo (y no sólo en el contexto de una geografía particular) y qué hacemos con la transitoriedad -o sea, la muerte-,inherente a la condición humana. De todos modos, algo me parece concluyente: la tensión entre el deseo de integrarnos y los fantasmas del rechazo no terminarán con la decisión de irse o de quedarse. No somos dueños de nada -porque no somos dueños del tiempo-, y las ilusiones de propiedad -mi lengua, mi país, mi entorno, mi obra- forman parte de un delirio generalizado, el sueño de ser, tentación tan irresistible como equívoca.

La emigración y el exilio -dos fenómenos característicos de nuestro siglo- pueden ser considerados por las sociedades receptoras de dos maneras: como una invasión o como una inversión. Las manifestaciones xenófobas corresponden a la primera interpretación y responden al rechazo -manifiesto o subterráneo- hacia lo otro, lo diferente, lo extranjero. Incluso dentro de las sociedades nativas la diferencia (sexual, política, religiosa o cultural) provoca reacciones de rechazo; la norma es siempre homogeneizadora. Sin embargo, la emigración y el exilio han significado casi siempre una inversión importante en las sociedades receptoras; pensemos, por ejemplo, la enorme influencia del exilio centroeuropeo en Estados Unidos o del español en América Latina. El cine, la ciencia, la literatura, y casi todas las manifestaciones culturales, se enriquecieron con la confrontación; el mestizaje, esa expresión, generalmente despectiva, ha sido muy fructífera en las sociedades que la aceptaron o la estimularon.

Los latinoamericanos no somos los otros por excelencia, ya que compartimos demasiadas cosas; aun así, la integración ha exigido de ambas partes muchas concesiones. Pero, al faltar una estrategia social de integración (pública o privada), se ha resuelto casi siempre a nivel individual. De ahí que irse o quedarse sea una elección que depende más que nada de la suerte personal; en todo caso, un exiliado que regresa sin haber dejado huellas en el país adoptivo experimenta un doble fracaso: el propio y el de un espacio que no lo aprovechó, que lo ignoró o lo subestimó.

Quizá en la fantasía de muchos de los exiliados esté esa frase que alguien me dijo en Ávila y que yo recupero para otros: "No os vayáis". Como un reclamo deseado y necesario. Como una invitación que llega a los postres, cuando muchos ya se han marchado.

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