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Tribuna:
Tribuna
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La víctima es culpable

-Un parado se arroja a la vía del metro: era un neurótico depresivo, leemos enseguida. Interrumpió la normal sucesión de trenes, hubo gente que llegó tarde al empleo, y además el personal de servicio tuvo que recoger los restos entre los hierros.-Una mujer fue violada a las doce de la noche, en el vestíbulo de su edificio. ¿Qué hacía a esa hora todavía en la calle? Nada bueno, seguramente. Es posible, además, que fuera atractiva. O tenía los senos muy grandes. O la falda muy corta: culpable.

-Compro mi entrada al cine, me siento en una butaca vacía y deposito el bolso en el asiento más próximo, también vacío. Al rato, observo que he sido despojado de mi billetera. El portero me amonesta: ¿cómo se me ocurre dejar el bolso en una butaca? Debería tenerlo aprisionado entre mis manos, a pesar de que el rostro de la Schygulla y su manera de andar me invitaran a arrellanarme en el sillón. Culpable: he atendido a la película, no al bolso.

-Las calles, los andenes, las estaciones de trenes están repletas de mendigos; hombres, mujeres y niños de cualquier edad que piden un duro. Culpables: se trata no de verdaderos menesterosos, no de personas carentes de cualquier gracia (desgraciados), sino de una verdadera organización de profesionales a la pesca de la generosidad o de la mala conciencia ajena: culpables.

-Un paciente se queja de malestar en el estómago, temblores y dolor de cabeza. El médico lo mira con severidad (se trata del Seguro, no de una consulta privada): esos síntomas tan generales e inespecíficos responden a una angustia básica no resuelta: culpable. Se puede tener una cirrosis, un cólico nefrítico o una intoxicación por mahonesa; la angustia, en cambio, siempre es culpable: revela nuestra vulnerabilidad, nuestra dependencia, nuestro temor; somos sensibles y, por ende, culpables.

-Un hombre de 50 años es despedido de la empresa; estamos en época de crisis, nadie invierte y los créditos resultan muy caros. Culpable: ha cumplido 50 años. Y será más culpable todavía cada vez que, con 50 años, solicite un empleo.

-Una anciana muere en un portal, a la noche. Carecía de hogar fijo y de "medios de subsistencia conocidos". Culpable: no ahorró lo suficiente, quizá fue abandonada por su marido debido a su poca paciencia para aguantar a un borracho violento, y su soledad final es la consecuencia de sus errores.

Hubo una época en que la culpa, el tema central de reflexión de buena parte de la literatura y la filosofía occidental, fue percibida como un fenómeno colectivo, en la medida en que los hombres se sentían responsables de los valores de la sociedad en que vivían, o por lo menos tenían la noble tendencia de pretenderlo. La injusticia, la desgracia de un miembro de esa sociedad, fue percibida como una consecuencia de la negligencia colectiva, de la falta de espíritu de lucha o de lucidez. Sartre, Camus, Canetti, el Che Guevara o Cortázar nos llamaban la atención acerca de la responsabilidad colectiva frente al dolor ajeno. Son nombres que buena parte de la actual inteligencia ha dejado de citar, como si su mención fuera algo decadente, ingenuo, como si revelara otra forma de la culpa: la culpa de haber sido de izquierdas, marxistas, románticos o ilusos. Creo, incluso, que para esa inteligencia esos sustantivos son sinónimos. En el sálvese quien pueda de esta postrimería de la sociedad industrial la conciencia ha encontrado una coartada: las víctimas son culpables de sus propios errores. Hay pobres, hay injusticia social, hay dolor; pero mientras los pilares de la sociedad de consumo se derrumban (eran de plástico, como toda la civilización que propició), los sobrevivientes quieren sentirse orgullosos de su supervivencia, procuran creer que es un mérito que les corresponde por alguna buena razón (porque fueron más listos, porque todavía no cumplieron 50 años, porque aprovecharon las últimas oportunidades, porque supieron ahorrar -dinero, energía o generosidad, o ilusiones-).

Estamos en plena etapa de liquidación de saldos: un modelo de producción y de sociedad, la industrial, decae, y quienes sobreviven no quieren pensar que se debe al azar, sino a los propios valores: si reconocieran que fue sólo el azar quizá les hubiera tocado en suerte ser el parado que se arroja a la vía o la anciana que muere en un portal, y esto resulta insoportable para cualquier ego. Podría provocar una úlcera, por ejemplo, y al ir al médico, éste le diría, con severidad: "Su enfermedad es de origen psíquico. Usted es una persona demasiado nerviosa y sensible". Y no se puede pretender pasar de la sociedad de consumo a la sociedad del ocio o de la informática si uno, todavía, es un individuo sensible. De las guerras y de las pestes, y de una época a otra, sobreviven sólo los más fuertes.

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