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Nostalgia bilbaína de Unamuno

Nostalgia de Unamuno. Es decir, de Unamuno por su Bilbao y de los bilbaínos de hoy, agobiados por la beocia mostrenca y la intolerancia mineral, por el liberalismo unamuniano. Porque ¿cómo no iba a sentir nostalgia por su ciudad si durante toda su vida intentó, sin éxito, reencontrarse con (y en) aquel niño que se impregnó de suave sirimiri en la metafísica Plaza Nueva bilbaína, tan geométrica, bajo cuyos soportales "soñó sueños de gloria, ya terrena, ya celestial"? ¿Y cómo no iban a añorar a Unamuno aquellos de entre los bilbaínos de hoy (más numerosos de lo que pudiera temerse) cuya primera rebeldía consistió en leer los libros que la autoridad eclesiástica competente, fuera el obispo o el padre prefecto, consideraba "basura de ese loco de Unamuno"?Todavía a comienzos de los sesenta, ser descubierto con una obra del "donquijotesco escritor" (según la fórmula de Machado, que nadie desconocía por figurar en las solapas de los libros de la colección Austral) podía significar para cualquier adolescente bilbaíno fulminante amenaza de expulsión del colegio. Por ello, Unamuno fue para toda una generación, al menos en Bilbao, más una bandera que una referencia ideológica o fiteraria concreta. Una bandera contra el régimen, contra los curas, contra aquel Bilbao "salmo de fábricas / donde el hombre maldice mientras rezan los presidentes / del consejo".

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El retorno de Miguel de Unamuno a su Bilbao

Ignoraba la clerigalla, camo lo ignoraba el obispo Gúrpicle, que todavía en 1964 lo envió a los inflemos, la profunda religimidad del autor de Diario íntimo.

Pero vinieron, con el paso del tiempo, otros clérigos y ex clérigos, y, aun cambiando la acusación, mantuvieron el anatema: Unamuno era un antivasco. Incapaz de concebir otra for ma de sentirse vasco que la contorneada por el perímetro del tamboril, el nuevo sanedrín local retuvo en el averno al escritor de la calle de Ronda. Unamuno, como su paisano y convecino Meabe, fue vasquista, y casi podría decirse que bizkaitarra avanir la lertre, en su adolescencia. A los 16 años, camino de Madrid, contempla desde Orduña los valles y montañas de su tierra, e inflamado de emociones antes sólo presentidas, se promete a sí mismo, redactar una "historia general de los vascos en 16 ó 20 tomos".

Todavía en 1884, al finalizar sus estudios en la capital, elige como tema para su tesis doctoral el de la raza vasca y el vascuence (Crítica del problema sobré, el origen y prehistoria de la raza vasca), tema al que también dedicaría dos de sus primeras conferencias en la sociedad liberal El Sitio. Poco después intentaría ganar la cátedra de lengua vasca del instituto de Bilbao, compitiendo en las oposiciones con Azkue, que las ganó, y, nada menos, con Sabino Arana. Sin embargo, en 1901, con motivo de los juegos florales brganizados por el ayuntamiento, el ya catedrático de Salamanca, influido por las teorías evolucionistas de Spencer y otros, dio al euskera por definitivamente perdido, o condenado a tal, e invitó provocativamente a sus paisanos a bajarse de la mula cabalgada por el vizcaíno del Quijote. Arana no se lo perdonó jamás, y en una carta que redactó nada más conocer la intervención de su antiguo rival de: oposiciones, lo acusó de "mezquino" y de "destructivo".

Ello no fue obstáculo, sán embargo, para que el padre del nacionalismo vasco, en la misma carta, admitiera que "hay en Unamuno una buena disposición" y que "su extravío intelectual no ha influido en su corazón hasta el punto de corromperlo".

El escritor dejaría también constancia, en escritos posteriores a la muerte de Arana, de su afecto personal por el fundador de la doctrina que tan acerbamente fustigó.

Y es que, influido por sus lecturas de los fourieristas, pero también de Marx, Unamuno evolucionó pronto hacia el socialismo, ideología que en Vizcaya se desarrolló, en la última década del siglo XIX, en competencia directa con el aranismo. Unamuno se afilió al PSOE en el otoño de 1894, y entre dicha fecha y los comienzos de 1897, en que se dio de baja, fue el principal redactor del semanario del partido en Bilbao, La lucha de clases, que dirigía Valentín Hernández y que, con sus 12.000 ejemplares de tirada, alcanzó en esos años una difusión superior incluso a la de El Socialista.

Unamuno, que a los nueve años, acodado en un pretil sobre el Nervión, vio entrar en Bilbao a las tropas del general Concha que rompían el cerco carlista de la villa, plasmó en su Paz en la guerra, publicada en 1897, no sólo la mejor crónica de aquellos episodios bélicos, sino una especie de crónica anticipada de la mentalidad de rebotica y sacristía que dominaría, entre la siesta y el negocio, la vida de la ciudad durante casi todo el siguiente siglo. "Dentro de mi corazón luchan los bandos", escribió en uno de sus poemas. Fustigó la estrechez mental, la soberbia ignorancia de sus paisanos, pero nunca dejó de considerarse uno de ellos. Su alma, empapada de sirimiri, fue siempre la del niño tacitumo y melancólico que frecuentaba la escuela de don Higinio, un "camaranchón de buhardilla" de las siete calles, o del adolescente que leía a Balmes y a Hegel, a Chateaubriand y a Donoso en la biblioteca de El Sitio.

Quienes en la misma biblioteca, abismados en idéntica atmósfera de lluvia exterior y olor a cera, leyeron, casi un siglo después, Paz en la guerra, o Recuerdos de niñez y mocedad, o De mi país, no podrán dejar de experimentar, en este 120º aniversario, desde sus dos almas, cierta nostalgia por aquella mezcla de añoranza vizcaína y agudeza de entendimiento que caracterizó al más ilustre de sus paisanos.

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