Por qué Reagan era el mejor
El presidente Ronald Reagan, reelegido para un segundo mandato, dormita en las sesiones del Consejo de Ministros; tiene dificultad para retener siglas, números, y conocimientos propios de la enseñanza secundaria; posee una idea bastante vaga de la geografía política de un imperio en el que no se pone el sol y su familiaridad con la historia contemporánea está licenciada en el Readers' Digest. Todo esto son ya lugares comunes, no las aviesas extrapolaciones de comentaristas radicales: lo sabe todo el mundo, lo publica la Prensa norteamericana, se ha escrito con tanta profusión que el lector hace mucho que ha dejado de horrorizarse.¿Significa eso que a la presidencia de Estados Unidos se puede llegar sin cualificaciones especiales? ¿Que haber tenido una formación escolar adecuada es un inconveniente para alcanzar la máxima magistratura de la primera potencia de la tierra? Evidentemente, no.
Ronald Reagan tiene los conocimientos medios de un norteamericano medio que ha cursado estudios a medio camino entre el cero y el infinito; es un error suponer que sus 73 años han empeorado visiblemente su capacidad de comprensión, su memoria, su dominio de los dossiers. Reagan no ha dominado nunca los dossiers, porque no es ésa su forma de ser presidente, y lo que comprende ahora lo comprendía igual, misil arriba misil abajo, hace 20 o 30 años. El presidente es un político de instinto, un hombre que adivina por dónde sopla el viento y que llegó en el momento oportuno a disputar la ocupación de la Casa Blanca. Esa oportunidad que se le había negado en ocasiones anteriores, cuando el país no estaba maduro para todo lo que él quería expresar como candidato a la presidencia le llegó en 1980 contra un mandatario demócrata, enloquecido por el detalle, perdido en las minucias devorado por un sentimiento evangélico, lo que no tierte nada que ver con la sonrisa contagiosa con que Reagan propone al ciudadano el restablecimiento de la oración en las escuelas, mientras visita los servicios religiosos de Pascuas a Ramos. James Carter preparó el país con su tristeza apostólica para el desembarazo atractivo de Ronald Reagan.
Ausencia de intelectuales
Entre los presidentes norteamericanos del siglo XX difícilmente encontraremos a un intelectual haciendo la salvedad, por contraste, de John Fitzgerald Kennedy, que no lo era tampoco en el pleno sentido europeo de la palabra. A François Mitterrand no le habría votado nadie en Estados Unidos, y únicamente en el caso de haberse enfrentado con Valéry Giscard d'Estaing se habría salvada del ridículo; ni siquiera la señora Thatcher, supuestamente más próxima al populismo norteamericino, habría tenido mejor fortuna, aunque sólo fuera por su inclinación a decir cosas desagradables a la opinión y por la lengua común a los anglosajones que habla de forma tan distinta. Pero eso no significa que los electores norteamericanos no pidan nada a sus candidatos. Todos los presidentes norteamericanos elegidos en los últimos 50 años son campeones de algo: en alguna parcela de la imagen o de la personalidad son superiores a todo lo conocido por el gran público.
Franklin D. Roosevelt era quien más esperanza supo ofrecer en la terrible coyuntura de los años treinta a un electorado que sólo tenía razón para temer al miedo. Harry S. Truman fue el más auténtico representante de una América interior en momentos en que el patricio de Nueva Inglaterra, Roosevelt, había agotado el cupo de aristocratismo que era capaz de asimilar el votante de la época. Dwight D. Eisenhower era el soldado más presentable que había ganado una gran guerra, lo que resaltaba aún más en contraste con Douglas McArthur. Eisenhower era el soldado que encantaba a todos los civiles y McArthur el soldado que encantaba a todos los soldados.
John F. Kennedy era el más distinguido y, sin duda, el más atractivo de todos los candidatos que optaban a la presidencia en los juveniles años sesenta. Hay décadas jóvenes y viejas, depresivas y expansivas, avaras y pródigas, y en cada momento hay que elegir al recordman de la especialidad que corresponda. Lyndon B. Johnson fue elegido presidente porque era el más vicepresidente de todos en el momento en que fue asesinado Kennedy, pero, también porque no había nadie más tejano que él, era el más político de toda la clase política, y su desparpajo huraño se dejaba oír con el mayor placer tras el acento bostoniano de su antecesor. Richard M. Nixon era el candidato más coriáceo de aquel y de todos los tiempos, el único capaz de rebotar de las situaciones más desesperadas para disputar su objetivo una y otra vez, y también el único candidato que no se había manchado las manos en la guerra de Vietnam, lo que no obsta para que luego trabajara a fondo el género. Gerald Ford era el mejor sucesor de Nixon para que los demócratas lo pudieran batir al término de su medio mandato, y así se consintió que reemplazara a aquél, Watergate mediante. James Carter fue lo más aceptable fuera del establishment de la costa Este que se pudo encontrar; un hombre que era del sistema pero no lo parecía, y, por añadidura, el candidato más sudista que optaba a la presidencia en un lote de generaciones.
Así llegamos a Ronald Reagan, que es, simplemente, el hombre más grato, afable, comunicativo y cómodo que ha ocupado la Casa Blanca en todo el siglo XX. Que la coyuntura económica haya hecho buenas casi todas sus predicciones; que la opinión americana trague una presión en Centroamérica sobre los enemigos del imperio, quizá sin llegar a la invasión, pero, en cambio, la jalee en la isla caribeña de Granada; que erice Europa de misiles y logre dar la imagen de que los soviéticos van a verse un día obligados a negociar desde una posición de debilidad; que su país vaya al copo en unos Juegos Olímpicos en los que ha tenido la fortuna de que se ha ausentado el bloque de más allá del Elba, son todas virtudes de la oportunidad. Importa poco que Reagan tenga una participación personal mayor o menor en esos avatares. Lo que importa es que ha sido el hombre que ha encarnado esa larga coyuntura. Y el mérito de estar ahí para representarse a sí mismo no se lo puede negar nadie.
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